Tóxicos invisibles. Ximo Guillem-Llobat
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Como ya se ha discutido, a menudo se juega con complejos mecanismos de regulación, que cambian en función de determinados intereses empresariales o estatales. No es extraño por ejemplo que el ministro franquista Laureano López Rodó, en su intervención en el Congreso de Naciones Unidas de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, en 1972, reafirmara la idea de la variabilidad de estándares de toxicidad en función de cada ciudad, región o país, y la gran dificultad para establecer regulaciones internacionales, abriendo así la veda a interpretaciones locales, más o menos contingentes, sobre los límites de concentración de un determinado tóxico en función de determinados intereses. Este es un típico ejemplo de invisibilización selectiva de la toxicidad en la España del desarrollismo al inicio de los años setenta, justo en la antesala de la crisis del petróleo de 1973. En Estocolmo, los expertos ministeriales le proporcionaron al equipo diplomático de López Rodó datos correctos sobre determinados niveles y casos de contaminación en España, pero obviaron muchos otros, denunciados por la sociedad civil emergente e incluso por algunas movilizaciones populares. En el fondo, en Estocolmo, el régimen buscaba un discurso tecnocrático sobre tóxicos que generara una imagen apolítica de la contaminación. En el caso de un régimen dictatorial, sin libertades públicas, sin una esfera pública de debate sobre estas cuestiones, el experto parece a menudo atrapado entre la dificultad para imponer su propio criterio científico y los vasallajes de su propia profesión (Nieto-Galan).
Espacios enfermos
Las llamadas «zonas de sacrificio» surgieron en el contexto de la Guerra Fría para referirse a zonas de residuos nucleares, pero el concepto resulta también aplicable a otros ejemplos descritos en este libro. En las zonas de sacrificio actúa una violencia invisible, lenta, irremisible, infringida además sobre unas víctimas casi invisibles, cuyo sufrimiento no aparece a menudo en las estadísticas correspondientes, y abunda, como ya se ha comentado, en la pobreza y marginación, en el precio social de la contaminación y la toxicidad. Se trata de espacios de alta toxicidad que las autoridades sanitarias consideran recomendable esconder a la opinión pública e incluso renunciar de facto a su regeneración.
Las consecuencias para la población colindante de la radioactividad de las bombas nucleares que cayeron accidentalmente en Palomares (Almería), en 1966, han quedado invisibilizadas para sus habitantes. Como suele ocurrir con la radioactividad, los daños acumulados y la violencia lenta parecían imperceptibles durante años. En un contexto de secretismo como el de la Guerra Fría y de la ocupación militar norteamericana, la radioactividad de Palomares se convirtió en un problema diplomático de primer orden, de manera que la información médica de las víctimas expuestas de manera continuada a la radiación pasó a ser un asunto de estado. Además, las negociaciones no siempre sencillas entre expertos militares, científicos y diplomáticos construyeron unos determinados estándares o umbrales de radioactividad (lógicamente discutibles). Así, una zona de alta sensibilidad política y diplomática se convirtió en una zona de experimentación sobre las consecuencias de la radioactividad, con toda la carga ética que ello representa, una cuestión todavía no resuelta medio siglo más tarde (Florensa).
Volviendo a la debilidad del experto a la hora de influir en un determinado proceso de invisibilización de la toxicidad, sabemos, por ejemplo, que los estudios geológicos desaconsejaban construir un vertedero de residuos urbanos en una zona cárstica como el Garraf, cerca de Barcelona, pero el resultado final parece contradecir la opinión científica. Al inicio de los setenta, de poco sirvieron informes expertos, reuniones, artículos en la prensa, etc., que se oponían a la construcción del vertedero en esa zona. Ya en el siglo xxi, y bajo una retórica pública optimista y tecnofílica en favor de la llamada restauración del paisaje, se construyó un proyecto sobre los escombros del antiguo vertedero, para convertirlo así, retóricamente, en un espacio metropolitano recuperado e integrado en el parque «natural» del Garraf, pero escondiendo la potencial toxicidad de los residuos acumulados durante décadas en el subsuelo. Todo ello avalado por informes técnicos del Ayuntamiento de Barcelona y de la Junta de Sanidad en los que se presentaba el Garraf como un lugar adecuado para verter los residuos y se albergaban dudas sobre la relación entre el vertedero y la contaminación de los pozos. Se hacía así invisible un espacio enfermo por la acumulación continuada de residuos urbanos (Gil-Farrero).
Habitualmente, las zonas de sacrificio se encuentran junto a empresas o grandes corporaciones responsables de la toxicidad y de su ocultación a través de complejos mecanismos legales o incluso propagandísticos. Tal y como destacan los historiadores ambientales, los productos tóxicos, especialmente los derivados del petróleo, se han convertido en un arma violenta del desarrollo industrial. Productos farmacéuticos, pesticidas, plásticos o gasolina, son fruto de una fuerte alianza entre los estados y las grandes corporaciones, con promesas de bienestar para la población, al precio de causar efectos disruptivos sobre los sistemas vivos y sobre todo el planeta, de consecuencias imprevisibles, que permanecen invisibles para la opinión pública (Barca, 2014). De hecho, en su polémico libro, The Corporation, el escritor norteamericano Joel Bakan presenta las grandes corporaciones como entes patológicos, sin empatía hacia los demás, externalizando todos los costes posibles, sin sentido de la responsabilidad hacia la sociedad, a la que tratan de manera superficial como un objeto más de marketing (Bakan, 2003). Podemos discutir las afirmaciones de Bakan, pero, en el contexto de nuestra economía global neoliberal, las empresas y en particular las grandes corporaciones parecen ser agentes muy relevantes en la construcción de invisibilidad, como ocurre en diversos capítulos de este libro, que deben ser tenidas en consideración.
Corta Atalaya, la mina a cielo abierto más grande de Europa, situada en el término de Minas de Riotinto (Huelva), no puede dejarnos, por ejemplo, indiferentes desde el punto de vista estético. Se trata de una muestra de la explotación milenaria de las riquezas metálicas de la zona, monopolizada por diversas empresas a lo largo de la historia y apropiadas en las últimas décadas como fuentes de inspiración de obras de arte del llamado capitalismo químico. Diversos artistas han reflejado la belleza y la grandiosidad del paisaje, pero al mismo tiempo han invisibilizado buena parte de la toxicidad y la contaminación inherente a estas explotaciones. Financiados por las propias industrias mineras, artistas como Eva Lootz se han convertido de facto en legitimadores, más o menos explícitos, de la extracción de materias primas, mientras que, en otros casos, como el de Isaías Griñolo, han constituido importantes herramientas de denuncia. La exposición propuesta por Griñolo de 2006 titulada: «Las fatigas de la muerte: la lógica cultural del capitalismo químico» se convirtió en objeto de dura controversia por su denuncia de la contaminación de la zona de Huelva por los vertidos industriales de fosfoyesos. Las denuncias de Griñolo tienen, de hecho, mucho que ver con la producción industrial del Polo Químico de Huelva, y la toxicidad de uno de los proyectos emblemáticos del desarrollismo franquista (Galech).
Tal como hemos visto en ejemplos anteriores, los regímenes dictatoriales han sido clave en la construcción de un mundo tóxico, pero existen claras continuidades con las sociedades «democráticas» del capitalismo neoliberal con las que han cohabitado o que les han sucedido. No olvidemos la gran capacidad de las corporaciones para crear ignorancia, para construir invisibilidad, para generar dudas ante determinados conflictos ambientales y protestas vecinales, para desarrollar ambiciosas campañas de propaganda, de publicidad de sus productos, siempre intrínsecamente asociada a determinadas prioridades ideológicas.
El silencio de los trabajadores de Ercros en Flix solo puede superarse después de un trabajo casi etnográfico in situ; o a través, por ejemplo, de algunos estudios de epidemiología popular, antes citados. En ese contexto, la propia invisibilidad de los trabajadores, anónimos, desconocidos, callados y satisfechos con las posibilidades económicas y profesionales que les ofrecía la fábrica, se completa con la invisibilidad de la intoxicación lenta de sus cuerpos ante la acumulación, durante décadas, de residuos tóxicos en el río, pero también en los suelos colindantes a la fábrica, que nunca