Tóxicos invisibles. Ximo Guillem-Llobat

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Tóxicos invisibles - Ximo Guillem-Llobat

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para obtener alcohol a partir de productos como la patata, la remolacha o las semillas y cereales ricos en almidón. Los alcoholes artificiales, producidos a gran escala en las fábricas alemanas y a muy bajo coste, inundaron las bodegas, los almacenes y las tabernas de los países productores, exportadores y consumidores de vino. Entre ellos, España, que en 1886 había llegado a importar más de un millón de hectolitros de estos alcoholes (Pan-Montojo, 1994: 212-220). La expansión de los alcoholes alemanes se vio favorecida por el avance de las plagas de oídium y filoxera, que arrasaron las vides europeas provocando un cambio profundo en el mercado vinícola. No obstante, las regiones vitivinícolas españolas, menos afectadas por las plagas, aprovecharon la crisis para acometer grandes inversiones destinadas a la plantación de miles de viñas y el aumento de la producción, destinada a abastecer el mercado internacional.

      Los productores y comerciantes de vino consiguieron una situación privilegiada en el mercado internacional, donde los altos precios incrementaban enormemente el beneficio. La diplomacia trabajó activamente para llegar a acuerdos comerciales con otros gobiernos, entre ellos el de Alemania, con el que se firmó un ventajoso acuerdo en 1883 que facilitó la exportación de vino español. En contrapartida, este acuerdo también abrió las puertas a la importación de alcoholes artificiales producidos en los más modernos destiladores industriales de las fábricas alemanas, que fueron imponiéndose en la producción de vinos y licores destinados al desabastecido mercado nacional, así como en el encabezado de los vinos destinados a la exportación. El frágil equilibrio mantenido durante los años de expansión del mercado vitivinícola se rompió cuando las nuevas plantaciones de vid comenzaron a vendimiarse y el enorme aumento de la oferta provocó una caída brusca de los precios del vino y los licores en los mercados internacionales (Arbat, 1980). De las cuarenta pesetas que se pagaron como media por hectolitro de vino en 1886, en apenas dos años se pasó a apenas diez pesetas por hectolitro (Pan-Montojo, 1995: 208).

      La solución a esta crisis era compleja y muchas de las posibles salidas topaban con un mismo obstáculo: el llamado «espíritu alemán». No era posible recuperar el precio del vino reduciendo su producción mediante el descepado, dado que aún no se habían amortizado las enormes inversiones destinadas a extender las tierras de viticultivo. Tampoco era sencillo desviar los excesos de producción hacia el mercado nacional, dado que la empobrecida población campesina y obrera —para la que el vino constituía un pilar básico de su alimentación— ya venía consumiendo desde hacía años los económicos vinos y licores producidos con alcohol artificial y colorantes (Campos, 1997: 132; Uría, 2003). El recurso tradicional de desviar los excedentes de producción vínica hacia las destilerías tampoco era ya viable, dado que los precios de producción del alcohol vínico no podían competir con los precios de los alcoholes producidos en las industrias alemanas, a partir de la patata y los cereales. No fueron pocas las voces que reclamaron la renegociación de los tratados internacionales y el recurso a las políticas proteccionistas, con el fin de limitar las importaciones de alcohol industrial mediante la imposición de aranceles, pero poco se podía hacer en este terreno sin poner en peligro los acuerdos de exportación de vino (Pan-Montojo, 1995: 251-280).

      La salida a este complejo problema político, económico, diplomático y social fue apuntada por personas como el viticultor alicantino Juan Maisonnave. En su opinión, por encima de cualquier otro interés, debía prevalecer el principio Salus populi suprema lex est (Maisonnave, 1887: 1-2). La salud de la población se perfilaba para este influyente productor y político alicantino como la única estrategia posible para encontrar una salida viable a la grave crisis económica con la que se enfrentaba el poderoso gremio de productores, comerciantes e industriales vitivinícolas. Una estrategia que pasaba por señalar a los alcoholes artificiales como los responsables de graves daños a la salud de los individuos y de las poblaciones y reclamaban, en consecuencia, que los gobiernos centrales y locales regularan su empleo para la producción de vinos y licores destinados al consumo humano. En definitiva, se trataba de defender la salud de la población para salvar la salud de los mercados.

      Diferentes actores científicos, económicos y políticos se esforzaron en construir un régimen del riesgo que justificara una regulación restrictiva del uso de los alcoholes industriales para el consumo humano. Mediante estrategias y discursos muy variados, todos ellos aportaron y difundieron las pruebas y los argumentos que ayudaron a sustentar la tesis del supuesto poder «tóxico» de los alcoholes artificiales, a la vez que minimizaban los riesgos derivados del consumo del vino y de los alcoholes llamados naturales, es decir, los derivados del vino. Dedicaremos un primer apartado a identificar a dichos actores y ubicarlos en los contextos profesionales, institucionales, académicos y geográficos desde los que se pronunciaron. Contrastaremos, a continuación, los argumentos y las pruebas empíricas aportadas por quienes defendieron la supuesta toxicidad específica de los alcoholes industriales frente a los de quienes aportaron las voces disidentes que pusieron en cuestión la posibilidad de atribuir una toxicidad específica a los alcoholes dependiendo de su origen. Finalmente, abordaremos el modo en que este debate llegó hasta los órganos reguladores encargados de elaborar la normativa que frenara el uso de los alcoholes industriales destinados a la producción de los vinos y licores, y los mecanismos contemplados para garantizar su aplicación efectiva. En este punto, cambiaremos la escala del análisis para centrarnos en un contexto local especialmente significativo como fue la ciudad de Alicante, capital administrativa de un importante territorio productor de vino y puerto desde el que salía buena parte de dicha producción hacia los mercados internacionales, a la vez que se importaba una ingente cantidad de alcohol industrial.

      Voces y altavoces

      El uso de alcoholes industriales en la elaboración de vinos y licores no fue ni la primera ni la única ocasión en la que la química y los químicos se habían visto involucrados en una polémica sobre falsificaciones o adulteraciones de alimentos y bebidas. El incipiente desarrollo de la industria alimentaria durante la segunda mitad del siglo xix fue acompañado de una creciente preocupación por las nuevas formas de adulteración con sustancias químicas de los alimentos, bebidas y otros productos comerciales, añadidas durante el proceso de producción (Stanziani, 2005; Guillem, 2010). La química se perfilaba a la vez como causa y solución de esta nueva forma de fraude alimentario, haciendo que el análisis y los analistas químicos se convirtieran en una especialidad y un colectivo de gran relevancia social y económica. Los laboratorios municipales y de aduanas creados en diferentes ciudades y puertos fueron los principales espacios de control de la «pureza» de los productos comerciales y alimentarios. Los dictámenes que emitieron los químicos, médicos y farmacéuticos al frente de estos laboratorios sobre temas tan controvertidos como la calidad de las aguas, la presencia y toxicidad de sustancias adulterantes en alimentos y bebidas o la pureza de los productos de la industria agroquímica fueron claves en la resolución de diversos conflictos económicos, sociales y judiciales. En ellos se puso a prueba en cada ocasión tanto el prestigio, la autoridad y el reconocimiento público de estos expertos como los conocimientos y técnicas en las que sustentaban la validez del resultado de sus análisis (Atkins, 2007: 967-989; Atkins, Stanziani, 2008: 317-338). La química analítica y los analistas químicos que se habían enfrentado en la década de 1870 a las primeras formas de adulteración de vinos con sustancias colorantes como la anilina y la fucsina volvían a tener un papel central en esta nueva crisis comercial desencadenada por los alcoholes industriales, a finales de la década de 1880 (Stanziani, 2003: 154-186).

      Las primeras voces que alertaron sobre los peligros de los alcoholes artificiales y reclamaron la regulación de su uso para el consumo humano surgieron precisamente de los laboratorios municipales, gubernamentales o de aduanas. Entre los analistas químicos más activos en el debate sobre la toxicidad del alcohol industrial había reconocidos farmacéuticos locales que desarrollaron, en los recién creados laboratorios municipales, las tareas de certificación que habían venido desempeñando tradicionalmente en los laboratorios de sus boticas. Este fue el caso de, por ejemplo, José Soler Sánchez (1840-1908), que dirigió el laboratorio municipal de Alicante, desde su fundación en 1886, en plena polémica sobre los alcoholes industriales. Además de su prestigio profesional como miembro de una saga de farmacéuticos, Soler contaba con el prestigio añadido de haber sido catedrático

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