Tóxicos invisibles. Ximo Guillem-Llobat
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Las normativas recogían también una reclamación unánime de expertos y productores, ya apuntada en los informes emitidos por las instituciones académicas y las comisiones gubernamentales: la creación de laboratorios de análisis químicos en todos los puntos de producción, distribución y consumo de vino, así como el nombramiento de farmacéuticos para la inspección de vinos. Los laboratorios químicos se situaban así en el centro del debate, convertidos ahora en los encargados de determinar la composición de los vinos y licores importados o exportados a través de las aduanas, comercializados en tiendas y mercados de los municipios y producidos en las regiones vitivinícolas y establecer su grado de rectificación, esto es, la concentración de alcohol etílico. La creación de laboratorios municipales y enológicos, junto con la designación de expertos en análisis químicos en las aduanas había sido una reivindicación de productores y cosecheros, que veían en esta medida una forma de luchar contra el fraude de los vinos y licores adulterados. Fue también la concesión hecha desde los órganos reguladores a este sector, lo que permitió sumarlo al acuerdo. Sobre esta base se redactaron las más de quince normativas promulgadas entre 1887 y 1888.
La nueva regulación consiguió apaciguar el ánimo de los sectores en conflicto y ofrecer a la opinión pública una apariencia de respuesta gubernamental ante el clima de crisis sanitaria creado por las crónicas alarmistas ampliamente difundidas a través de la prensa cotidiana. Pero apenas consiguió atajar el problema, principalmente porque encomendaba a los analistas químicos unas funciones para las que no estaban preparados ni técnica y ni materialmente. Sus métodos analíticos, eminentemente cualitativos, les permitían determinar la presencia de sustancias adulterantes en los alimentos y bebidas, pero difícilmente podían determinar la concentración, cuestión que en el caso de los alcoholes era determinante, puesto que no se trataba solo de determinar si había o no alcoholes diferentes al etílico, sino si las proporciones era aceptables. Por otra parte, la amplia red de laboratorios de análisis químico que las diferentes normas promulgadas preveían crear en aduanas, municipios y regiones productoras de vino fue escasa en número y pobre en dotación humana y material. Un ejemplo paradigmático de este hecho se encuentra en la ciudad de Alicante, capital de una de las principales regiones productoras y puerto exportador de vinos e importador de alcoholes. La prensa alicantina celebró que las aduanas de Barcelona y Valencia hubieran sido capaces de detectar nuevas remesas de alcohol impuro procedentes de Alemania, gracias a los nuevos ensayos químicos aprobados por el gobierno, y se congratuló del nombramiento del médico y farmacéutico José Gadea Pro (1862-1928) como inspector de géneros medicinales de la aduana de Alicante. Sin embargo, al igual que sucedía en otros enclaves aduaneros, los cargos de «inspectores farmacéuticos» de aduanas trabajaban a tiempo parcial y los análisis eran realizados en los laboratorios de sus farmacias particulares, siendo imposible hacer frente a los numerosos análisis que implicaba el trasiego de mercancías en puertos y aduanas y al rigor técnico que muchos de ellos requerían (Suay-Matallana, Guillem-Llobat, 2018). La normativa también instó a gobernadores provinciales y autoridades locales a ocuparse de inspeccionar los alcoholes industriales, aunque hubieran sido previamente analizados en las aduanas (Real Orden, 1888: 73).
El Consistorio de Alicante creó su laboratorio municipal en julio de 1887 y lo puso en manos del prestigioso farmacéutico y profesor de química José Soler. A pesar de ello, la actividad real del laboratorio fue muy limitada, debido a las escasa financiación, dotación material y recursos humanos disponibles (Guillem-Llobat, Perdiguero, 2014: 124-126). En los diez primeros años de funcionamiento apenas alcanzó a realizar una media de entre tres y cuatro análisis por semana, la mayoría de ellos sobre productos diferentes al vino, como chocolate, azúcar, especias o aceites (García Belmar, 2012: 82-85). Por último, las estaciones enológicas fueron otros espacios creados para controlar la calidad del vino. La gran producción vinícola de la provincia de Alicante, junto con la influencia del productor alicantino Maisonnave fueron determinantes para que esta ciudad fuera una de las cinco en las que se proyectó la creación de una estación enológica. La normativa indicaba que eran los municipios quienes tenían que asumir la mayor parte de los gastos de construcción e instalación, lo que llevó a que, a pesar de algunos intentos de las autoridades locales y provinciales y al nombramiento de un director, la estación alicantina nunca entrara en funcionamiento y fuera definitivamente suprimida en 1899.
Conclusiones
La «cuestión de los alcoholes» discutida en la década de 1880 ofrece una interesante oportunidad para explorar los mecanismos a través de los cuales se construye un régimen de riesgo alrededor de la toxicidad de una sustancia y cómo la salvaguarda de la salud pública puede convertirse en una estrategia al servicio de intereses económicos y políticos. El debate movilizó a personas, intereses, argumentos, datos, espacios y canales de comunicación muy diferentes, que interaccionaron desde posiciones distintas y, a menudo, desiguales.
Los diferentes protagonistas se esforzaron por sustentar todos sus argumentos en datos experimentales, analíticos o estadísticos, cuya validez fue respaldada por el prestigio de los expertos, la autoridad de las instituciones académicas dónde se hicieron públicos o el reconocimiento de las tradiciones científicas a las que pertenecían. Pero esos mismos datos fueron leídos de forma muy diferente en función de intereses muy distintos y, a menudo, confrontados. Poner en duda públicamente los datos del oponente fue una estrategia discursiva de enorme eficacia. Donde unos vieron pruebas concluyentes, otros encontraron encomiables tentativas de comprensión de un problema complejo, cuya resolución definitiva estaba todavía lejos de alcanzarse. Por el contrario, fue de uso común la extrapolación al caso español de observaciones sobre el incremento del alcoholismo en otros países y la presentación como datos epidemiológicos irrefutables de lo que no eran más que apreciaciones subjetivas. El recurso al prestigio de los autores citados, fundamentalmente extranjeros, fue ampliamente utilizado para afianzar la fiabilidad de sus opiniones, aunque estas tuvieran que ver con asuntos ajenos a su especialidad académica o profesional, algo muy habitual en este asunto en el que, como recordaba Gimeno, todos eran, por fuerza, «vulgo». A las lecturas sesgadas de los datos hay que añadir un sesgo introducido por las propias investigaciones que los generaron. El interés químico y toxicológico por los nuevos alcoholes, acrecentado por su presencia en los destilados obtenidos de productos diferentes a la vid, que las nuevas tecnologías habían hecho posible, ayudó a concentrar sobre ellos la atención de químicos, médicos, farmacéuticos y agrónomos. Esta sobreproducción de investigaciones sobre los nuevos alcoholes no vínicos eclipsó los trabajos sobre los alcoholes etílicos, a pesar de seguir siendo estos los más consumidos, con una abrumadora diferencia. Cuanto más se sabía sobre la supuesta toxicidad de los alcoholes industriales de la patata o los cereales más inocuos parecían el vino y sus destilados.