Tóxicos invisibles. Ximo Guillem-Llobat

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Tóxicos invisibles - Ximo Guillem-Llobat

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donde el instituto era la institución académica de mayor rango. Esa doble condición de académicos y expertos en laboratorios se dio en otros activos participantes en el debate sobre los alcoholes artificiales como Gabriel de la Puerta Ródenas (1839-1908), que compaginó su actividad en el laboratorio central de análisis químicos del Ministerio de Hacienda, con la cátedra de química inorgánica en la Facultad de Farmacia de la Universidad Central de Madrid. Fue en esos laboratorios químicos y cátedras universitarias donde se configuraron los argumentos que sostenían la toxicidad específica de los alcoholes industriales a la vez que defendían la inocuidad del alcohol vínico o etílico. Y fue en estos mismos lugares donde surgieron también las escasas voces disonantes que pusieron en cuestión los argumentos sobre los que se había construido el consenso.

      Entre los expertos en agronomía encontramos también algunos de los personajes más activos e influyentes en este debate, al combinar sus intereses como productores agrícolas y vitivinícolas con sus actividades como autores de manuales y diccionarios de agronomía y viticultura, editores de revistas especializadas y de divulgación agronómica y prolíficos articulistas en la prensa cotidiana. Contaban con un gran prestigio entre los lectores locales por su trabajo como divulgadores de las novedades científicas y técnicas aparecidas en las revistas, tratados y exposiciones agronómicas de otros países y por sus enseñanzas y consejos en pro de la modernización de la producción vitivinícola. Desde esta posición autorizada, sus opiniones sobre la cuestión de los alcoholes industriales fueron de gran relevancia. Un tercer grupo estaba conformado por el heterogéneo y confrontado colectivo de productores vitivinícolas, almacenistas, industriales alcoholeros y comerciantes de vino y licores. A la cabeza de los primeros se encontraban influyentes personajes como el viticultor y senador Juan Maisonnave Cutayar (1843-1923), presidente de la Sociedad Española Vitícola y Enológica y miembro del Consejo Superior de Agricultura, Industria y Comercio, o el banquero, político y senador Adolfo Bayo Bayo (1831-1907), representante de la Asociación de Agricultores de España.

      Cada uno de estos grupos utilizó de forma diferente los medios que tuvieron a su alcance para hacer llegar su voz. Los expertos químicos y médicos hablaron desde sus laboratorios, sus cátedras y sus puestos académicos y se valieron de los manuales y tratados de análisis químico, de informes con el membrete de la Real Academia de Medicina o del Real Consejo de Sanidad y de artículos en revistas especializadas para exponer y confrontar sus argumentos. Los vinicultores y viticultores también se organizaron, junto con individuos del Consejo Superior de Agricultura, Industria y Comercio, para reclamar medidas concretas al gobierno y la administración. Uno de los acuerdos que más apoyos logró fue la petición de nuevas leyes que persiguieran y castigaran la adulteración de alimentos y bebidas inspiradas en las aprobadas en Francia y Gran Bretaña en 1851 y 1855. Fruto de estas presiones el Ministerio de Fomento creó, en enero de 1887, una comisión en la que expertos químicos (como De la Puerta) e ingenieros agrónomos, iban de la mano de productores (como Maisonnave). Se pretendía ofrecer una respuesta urgente y contundente al problema de los alcoholes, ya que en solo tres meses tenían que proponer «medidas preventivas y represivas» que impidieran las adulteraciones. También quedaba encargada de proponer al gobierno las medidas que considerara favorables a los «legítimos intereses vinícolas del país». El grupo de los agrónomos y publicistas utilizó recursos propios, como las revistas de agronomía que ellos mismos editaban o los tratados técnicos que publicaron en editoriales especializadas. Por su parte, las corporaciones de productores y comerciantes recurrieron a la convocatoria de congresos y reuniones nacionales organizadas en espacios públicos como paraninfos universitarios y teatros locales, que sirvieron de potentes altavoces para hacer llegar sus reivindicaciones y recabar los apoyos necesarios, hasta constituirse en un «público movilizado» capaz de conseguir una respuesta política y regulatoria favorable a sus intereses (Hess, 2016: 7). Pero ninguna de estas voces hubiese podido alcanzar la influencia que tuvo sin recurrir a la prensa cotidiana. Este potente instrumento de comunicación, que en ese año de 1887 contaba con 1128 cabeceras de ámbito local y nacional (Peláez, 2010: 66), permitió situar el debate en la esfera pública y buscar los apoyos necesarios para lograr los fines perseguidos. La prensa cotidiana se hizo eco de los argumentos publicados por los expertos en su tratados y revistas especializadas, pero también fue utilizada por estos como primer destino de sus escritos. Y, por supuesto, fue el espacio predilecto entre los representantes de los gremios de productores, comerciantes e industriales, frecuentemente vinculados editorial o políticamente con esta diversidad de diarios.

      El alcohol y los alcoholes

      La distinción entre el «alcohol», el del vino, y los «alcoholes», el resto, fue crucial a la hora de articular el discurso acerca de la diferente naturaleza y acción tóxica de uno y de los otros. El único alcohol que hasta la llegada de los alcoholes industriales había contenido el vino y los licores era el alcohol etílico, procedente de la fermentación y destilación del mosto de uva recolectada en los campos de vid. Los defensores de las virtudes del vino se refirieron a él como «alcohol vínico», «alcohol real», «alcohol puro», «alcohol natural» o simplemente «alcohol», sin más. Para el resto de los alcoholes, los producidos a partir de la destilación de patatas, cereales o remolachas, se utilizaron términos como «espíritu alemán», subrayando su origen extranjero; «alcohol impuro», denunciando la mezcla de componentes que lo conformaba; «alcohol amílico», destacando la presencia del que se consideraba como el más tóxico de todos los alcoholes; «alcohol artificial», mostrando su condición de producto no natural; o «alcohol industrial», asociando este alcohol a los polémicos alimentos producidos industrialmente y aludiendo a los usos industriales a los que inicialmente estuvieron destinados, antes de comenzar a usarse para el consumo humano en el encabezado de vinos o en la producción de los llamados vinos y licores «artificiales» (Goldberg, 2011: 294-313). Es interesante observar que el término «industrial» solo se utilizó para designar los alcoholes obtenidos en las destilerías que utilizaban patatas, cereales o remolachas como materia prima, pero no para designar al alcohol obtenido en las destilerías que utilizaban vino, industrias también a todos los efectos.

      La proliferación de términos con diferente significado y carga simbólica para referirse al alcohol del vino y al resto de los alcoholes, además de su función como recurso discursivo en el contexto de una controversia, desvela la presencia de una cuestión mucho más profunda que subyació al debate y que permeó los argumentos esgrimidos de uno y otro lado: la definición y los límites entre los conceptos de «natural» y «artificial» y sus consecuencias a la hora de evaluar, en este caso, la calidad, la salubridad o la preferencia de unos alcoholes respecto de otros, dependiendo de su origen y de su modo de preparación (Bensaude-Vincent, Newman, 2007: 1-19). El alcohol del vino y sus destilados fue defendido como un producto «natural», a pesar de sus complejos procesos de producción agrícola, transformación vitivinícola y destilación industrial. Además, era presentado como una sustancia «pura», compuesta de un único alcohol, el «verdadero», el «real», que ni siquiera necesitaba de un adjetivo que lo identificara frente al resto de los alcoholes. El origen determinaba su condición de producto natural y puro, y por ende su inocuidad, cuando no beneficio para la salud. Por el contrario, los alcoholes industriales, fermentados mediante procedimientos «artificiales» a partir del almidón de tubérculos —producidos en las entrañas de la tierra y asociados todavía en gran medida a la alimentación animal—, eran presentados como alcoholes «impuros», tanto por su condición de «mezclas» de diferentes alcoholes como por la presencia de sustancias residuales, causantes de graves efectos tóxicos sobre el organismo humano. La toxicidad de los alcoholes artificiales era consustancial a su naturaleza, ya que procedía de las materias primas de origen y de la nocividad de sus componentes. Esta era la tesis principal de quienes defendieron la toxicidad específica de los alcoholes industriales y muchos expertos y divulgadores se dedicaron a sustentarla aportando pruebas de la toxicidad específica de los alcoholes industriales, elaborando explicaciones químicas y fisiológicas de su especial poder venenoso y ofreciendo abundantes ejemplos de las consecuencias que su consumo estaba teniendo para la salud de los individuos, las poblaciones y hasta la «raza». A ellos se enfrentaron quienes negaron esta diferente naturaleza y propiedades de los alcoholes en función de su origen (natural versus industrial) y consideraron

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