La voluntad de morir. Gracia María Imberton Deneke
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Quizás el reto más difícil tiene que ver con la naturaleza misma del suicidio. Albert Camus planteó en 1950 que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, pues “juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” (Camus, 1985: 3). Quitarse la vida, aparentemente el acto más personal e individual de todos, nos interroga en varios sentidos. Por un lado, acerca de los “juicios” —siguiendo a Camus— que habrá hecho la víctima para alcanzar esa decisión. Cuáles fueron los motivos y las circunstancias que llevaron a la muerte son las preguntas que nos hacemos todos —la gente cercana al fallecido y los estudiosos del fenómeno— y que intentamos responder. Pero establecer la causalidad del suicidio es precisamente uno de los aspectos más problemáticos. Aunque los investigadores acotemos el campo explicativo con instrumentos teóricos refinados y metodologías diversas, las conclusiones serán inciertas, necesariamente hipotéticas, apenas aproximaciones. Como resulta obvio, no es posible hablar con la víctima para conocer su punto de vista. Aun cuando puedan reconstruirse algunas de las circunstancias y hechos que rodearon este acto, no sabemos con certeza, por ejemplo, si la decisión de quitarse la vida fue meditada o resultado de un arrebato, de un impulso repentino; si hubo un hecho particular que desencadenó el final o fue más bien la suma de varios a lo largo del tiempo (y si fue esto último, por qué lo hizo entonces, y no antes, ni después); si la víctima deseaba morir o solamente llamar la atención.
El acercamiento etnográfico al suicidio se basa en las opiniones y juicios que brindan los familiares y personas cercanas a las víctimas. Pero estas explicaciones deben entenderse como relatos situados, más que como descripciones neutras y objetivas (Marecek y Senadheera, 2012; Owens y Lambert, 2012; Staples y Widger, 2012; Chua, 2009). Estas narrativas dependerán en buena medida de la relación que mantuvo la persona que narra con el suicida y pueden perseguir diversos objetivos: recrear a la persona fallecida de determinada manera para justificar o no sus motivos; responsabilizar a otros del hecho o, por el contrario, rechazar imputaciones de culpa, entre varios posibles. Cabe destacar que estos relatos no siguen generalmente una lógica coherente y sistemática, más bien reflejan el desconcierto por el acto suicida e incertidumbre y ambigüedad en torno a las causas. Además, las explicaciones pueden variar con el transcurso del tiempo pues, pasado el deceso, algunos toman en consideración las opiniones de otros o nueva información que se pueda encontrar, sopesan las circunstancias del caso o valoran el acto desde otra perspectiva.
Establecer las causas del suicidio conlleva simultáneamente otro riesgo. Investigaciones antropológicas como la de Chua (2012) han comenzado a destacar cómo las taxonomías oficiales de causalidad suicida (generadas casi siempre por las instituciones oficiales de salud y demografía) contribuyen a generar ciertos “arquetipos”, a los que actualmente recurre tanto la gente común como los expertos para explicar los casos particulares. La autora plantea que en Kerala, India, las causas y significados de los suicidios ahora resultan autoevidentes, y la gente realiza una lectura epidemiológica de las motivaciones (basada en el género, edad, clase social, entre otros) sin siquiera conocer los detalles del caso. Por ejemplo, la muerte de un joven de veintitantos años en las vías del tren seguramente será interpretada como resultado de un problema amoroso, mientras que el suicidio de una mujer mayor en el seno de su familia será atribuido al maltrato de la nuera y otros familiares. Al presentarse un caso de muerte autoinfligida, dice Chua, ya no se exploran los posibles motivos individuales y circunstancias específicas que vivió la víctima, sino que las explicaciones se desplazan a la esfera social más amplia. Además, estos arquetipos delimitan razones para quitarse la vida, las cuales adquieren cierta legitimidad, y desautorizan otras diferentes que pudieran expresarse. Existe el riesgo entonces de que los conocimientos académicos que produzcamos los antropólogos (entre otros) se retomen en este mismo sentido, y no sólo describan realidades sino que a su vez contribuyan a crearlas. Por estos motivos he renunciado a establecer relaciones causales directas, pues me parece que simplifican un fenómeno muy complejo.
Por otro lado, me parece que la frase de Camus alude igualmente a otra “cualidad” del suicidio. Durante las últimas décadas he realizado investigación antropológica en la región chol de Chiapas, primero sobre la vergüenza, considerada localmente como enfermedad, y después en torno al suicidio. A lo largo de este tiempo he presentado resultados de investigación en diferentes foros académicos y en pláticas informales con antropólogos, y un hecho llamó fuertemente mi atención. Cuando hablaba de la enfermedad de la vergüenza era claro para todos que se trataba de una manifestación propia de un grupo indígena particular, culturalmente diferente. Pero el tema del suicidio era visto de otra manera y me interpelaba directamente. Varias personas me preguntaron, en ocasión de mis intervenciones, si yo había tenido alguna experiencia cercana con el suicidio, quizá algún familiar, amigo, o yo misma. ¿Por qué nadie sospechaba ni remotamente que yo pudiera enfermar de vergüenza, pero sí cabía la duda de que mi interés por el suicidio respondiera a una experiencia personal? Es como si la experiencia del suicidio fuera la misma para todos, independientemente de la cultura particular y circunstancias de vida de cada quien, y que las dudas, inquietudes e incluso explicaciones que este acto despierta fuesen compartidas. Parece que existe continuidad entre el desconcierto que genera el suicidio en la población indígena local y el que suscita entre la comunidad académica que busca explicar el fenómeno. En la medida en que el suicidio nos interroga a todos de esa forma, las explicaciones locales, sociales, culturales y académicas no son campos discretos sino que se entrecruzan, traslapándose y solapándose de distintos modos, como veremos a lo largo del libro. Widger y Staples han opinado que “es el caso que el suicidio, de una manera u otra, es un asunto que nos afecta a todos, y sobre el cual todos tenemos algo que decir. El comportamiento suicida plantea preguntas serias y desafíos tanto al entendimiento de la naturaleza humana como de la cultura humana, que existen aparentemente como la negación fundamental de la otra” (Staples y Widger, 2012: 184).[1] Apelo a este entendimiento “común” sobre el suicidio para sugerir que este libro puede ser útil para pensar y plantear preguntas sobre este tipo de muerte, válidas no sólo para las localidades de estudio sino para otras realidades.
El trabajo de campo fue en varios sentidos otro reto muy importante. Por una parte, no todos los familiares de las víctimas aceptaron hablar abiertamente y en profundidad del caso de su pariente; algunos se limitaron a brindar los datos generales e hicieron comentarios superficiales. La muerte autoinfligida trae cierto estigma a la familia, pues se sospecha de la existencia de problemas serios entre sus miembros, que no fueron atendidos con oportunidad, ni satisfactoriamente.
Por otra parte, entre las personas que sí accedieron a narrar sus experiencias, indagar sobre los suicidios implicó hablar sobre cuestiones muy delicadas y privadas, revivir momentos dolorosos e inquietantes y reabrir sus heridas. En este sentido, busqué perturbar lo menos posible a quienes aceptaron las entrevistas, y procuré siempre un cierre para que esas sesiones no les provocaran mayor desánimo. Esto no impidió que, con frecuencia, yo me viera afectada por la situación, al sentir que los importunaba e incomodaba, pero también por compartir el mismo sentimiento de impotencia ante el suicidio consumado. Con quienes había más confianza, las pláticas fluyeron largamente y en repetidas ocasiones. Hubo algunos que incluso me expresaron su agradecimiento por escucharles, ya que decían que nunca habían tenido oportunidad de platicar explícitamente sobre esta situación. En estos casos, me parece que dialogar con alguien de fuera, “la maestra”, que está al margen de la dinámica local de habladurías e incriminaciones, les permitió un espacio para reflexionar en voz alta sobre las muchas dudas y suposiciones que guardaban al respecto, y sentir algún alivio.
Sin embargo, una circunstancia particular me enfrentó a las limitaciones de este tipo de investigación. Registré el suicidio por envenenamiento de un poblador que gozaba de prestigio en la región, y obtuve varias explicaciones en numerosas entrevistas. Yo consideraba el caso cerrado, pero una persona muy cercana me confió “un secreto del corazón”, como ella lo llamó; había acompañado a la víctima durante