La voluntad de morir. Gracia María Imberton Deneke
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En el censo de 2010, Río Grande contaba con 880 habitantes y Cantioc con 1426 (inegi, 2010). En ambas localidades vivía casi exclusivamente población chol.[9] Tanto Río Grande como Cantioc forman parte del ejido de Tila.[10] Éste incluye además a Chulum Chico, Misijá, Nicolás Bravo, Panzulstial y Unión Juárez; allí también se localiza el poblado de Tila.
El acceso a Río Grande y Cantioc se ubica en la carretera que va de Petalcingo a Tila. Seis kilómetros antes de llegar al pueblo de Tila se encuentra el desvío a la terracería que conduce a esos poblados. El trayecto que lleva a Río Grande, generalmente en buenas condiciones, recorre un pequeño valle por el que atraviesa el río Grande o Ño Já. Entre parcelas cultivadas de maíz y de café, se accede al pequeño poblado, asentado de modo ordenado en torno a la escuela. Al seguir por la misma terracería, dos kilómetros adelante, está Cantioc. Aquí el terreno es escarpado y rocoso, y aunque en la parte alta hay varias casas en torno a la escuela y la clínica, y en la parte baja un barrio más poblado, muchas familias aún viven dispersas y lejos del centro, accediendo a sus hogares por veredas muy difíciles de transitar durante la época de lluvias.
Ambas localidades han estado asentadas en este territorio al menos desde finales del siglo xix, y mantienen relaciones estrechas desde entonces. Son frecuentes los matrimonios entre pobladores de una y otra, por lo que comparten vínculos de parentesco. Hay igualmente intercambios comerciales, de trabajo y rituales; la escuela secundaria de Cantioc atrae a los jóvenes de Río Grande y otras poblaciones vecinas. También existen —por supuesto— tensiones y rivalidades, relacionadas en su mayor parte con disputas por la tierra, recursos naturales (agua) y servicios públicos, además de las producidas por adscripciones políticas y religiosas. La preocupación sobre el suicidio es compartida, y se reconoce localmente que la situación en Cantioc es apremiante porque presenta más casos que en Río Grande.
I. La región de Tila: contexto histórico-social
La reconstrucción del contexto histórico-social a lo largo del siglo xx de la región de Tila y de las localidades de estudio, Río Grande y Cantioc, es necesaria para el acercamiento analítico al suicidio que propongo en este trabajo. Dicha revisión responde al hecho de que varias interpretaciones teóricas han relacionado ese fenómeno con los cambios sociales, sobre todo con aquellos introducidos por la “modernidad”.
Cambios sociales y suicidio, ¿una relación causal?
Emile Durkheim estableció la correspondencia entre cambios sociales y la muerte autoinfligida en su influyente obra El suicidio de 1897. Previamente otros autores habían señalado esta conexión, aunque fue Durkheim quien sistematizó los hallazgos anteriores y los propios en un planteamiento más ambicioso y consistente, que buscaba establecer la validez del método sociológico para el análisis de este fenómeno.[1]
Durante el siglo xix, las explicaciones causales sobre la muerte autoinfligida apuntaron en diferentes direcciones: algunos analistas la atribuyeron a enfermedades mentales, otros a aspectos raciales o climatológicos. Durkheim y varios estudiosos más circunscribieron el análisis a las causas sociales. La asociación entre suicidio y “civilización” se plasmó en muchas investigaciones estadísticas con un acercamiento moral (social), cuyas interrogantes surgían de las constantes que se encontraban en las tasas nacionales de este tipo de muerte. Según estos autores, los datos mostraban tendencias regulares dentro de cada país, con escasa variación en el tiempo. Esto validaba la idea de que las causas de suicidio debían radicar en otros motivos más allá de los individuales (Giddens, 1983).
Entre aquellos que, como Durkheim, se enfocaron en el análisis social, la mayoría coincidió en señalar que las tasas eran más altas en las localidades urbanas que en las rurales, como resultado de los cambios sociales introducidos por la urbanización y el desarrollo moderno.[2] Falret (1822), por ejemplo, aseguraba que “la civilización juega un gran rol en la producción de suicidio”; Morselli (1879) describió el suicidio como “la enfermedad fatal de los pueblos civilizados” (citados en Kushner, 1993).[3] De la mano de esta caracterización negativa de la sociedad urbana se estableció su contraparte, la que sostenía que la sociedad rural tradicional resguardaba del suicidio, y a la mujer como la representante de los valores y costumbres que prevenían la desintegración social.[4]
Durkheim compartió esa visión en torno al papel de la urbanización: “por todas partes el suicidio castiga con más fuerza a las ciudades que al campo. La civilización se concentra en las grandes ciudades; el suicidio hace lo mismo” (Durkheim, 2007: 260). Según Kushner (1993), fueron muchos los factores y efectos que los autores citados y otros atribuyeron a la vida en la ciudad. Entre los efectos morales se destacó, por ejemplo, la corrupción producto del desenfreno, el tiempo de ocio propicio para el surgimiento de vicios (tabaco y opio) y la falta de restricciones morales y sociales. Respecto de la salud de los habitantes urbanos se dijo que en la vida urbana la mente está expuesta a altos niveles de estrés, hay menor tolerancia al sufrimiento y surgen enfermedades tales como la melancolía. En términos sociales, los efectos fueron considerados graves pues se pensó que en la ciudad, a consecuencia de la ruptura del orden tradicional, se relajan los controles autoritarios comunitarios, surgen nuevas aspiraciones sociales por la educación que no siempre se ven satisfechas, la lucha por la sobrevivencia es descarnada, y el pensamiento religioso pierde importancia, entre lo más importante (Kushner, 1993).
Durkheim desarrolló en profundidad su concepción sobre la sociedad moderna en la obra de 1893, La división del trabajo social, y vinculó las conclusiones con los resultados de su investigación sobre suicidio. De la tipología que propuso, dos clases de suicidio correspondían más claramente a la sociedad tradicional con solidaridad mecánica, y dos a la sociedad moderna determinada por la solidaridad orgánica.[5] El suicidio se convirtió entonces en un índice para medir el grado de integración o desintegración social, es decir, la patología social. En cuanto a los tipos propios de las sociedades tradicionales “inferiores o primitivas”, Durkheim describió al altruista como una obligación (o sacrificio) que la sociedad impone al individuo más que como un derecho o decisión autónoma de éste. Mientras que del fatalista, cuya descripción limita a una nota a pie de página debido a su escasa relevancia y frecuencia, dijo que resulta de un exceso de reglamentación, de una disciplina opresiva que anula al individuo.
En la sociedad moderna quedaron ubicados los tipos contrapuestos, a los que Durkheim dedicó prácticamente toda su obra sobre el tema. Destacó tanto al suicidio egoísta (opuesto del altruista), porque resulta de una individuación excesiva y un alto grado de diferenciación social, como al suicidio anómico (contrario al fatalista), que se presenta en particular en la sociedad moderna pero también en otras, y es consecuencia de cambios sociales bruscos y profundos que alteran las formas organizativas anteriores sin sustituirlas por nuevas, creando así desregulación social. Durkheim concluyó, por lo tanto, que el suicidio en las sociedades segmentarias o inferiores era relativamente escaso y no respondía a la falta de regulación, sino al exceso de ésta. “Por el contrario, el verdadero suicidio, el suicidio triste, encuéntrase en estado endémico en los pueblos civilizados” (Durkheim, 2007: 259), decía refiriéndose a los suicidios egoísta y anómico.
Estos planteamientos de Durkheim sentaron las bases para los estudios sociales sobre el suicidio, y sorprendentemente se retoman con frecuencia en las investigaciones actuales de manera acrítica. Anticipo que, de acuerdo con los resultados de mi investigación, la afirmación que sustenta que el suicidio es propio de la sociedad urbana no se sostiene