Exploraciones y ocurrencias de un niño de los 70. Jesús González Herrera
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—¡Yo quiero de eso!
—¡Vete a jugar, niño —me dijo seco y malencarado—, que luego te pica el culo!
Todos se rieron de mí y yo me fui de la mesa enfadado porque no me daban nada y a los demás les daban regalos y de beber. Al levantarme, reparé en el señor boinudo que había en la mesa contigua. Estaba haciendo una extraña ceremonia: mojaba el veguero que le habían dado en una copa de coñac y después lo chupaba con gran deleite y detenimiento. Otra injusticia más: «¡Anda, que si se me ocurre mojar las patatas fritas en Fanta, como a mí me gusta, tardan mucho en darme una voz!». Aún tuve ocasión de ver más cosas incomprensibles antes de que se levantaran los manteles, pues en la mesa principal, en medio de un tumulto y grandes voces, cortaban la corbata al padrino con la misma espada o cimitarra de cortar la tarta; padrino que, por cierto, ponía cara de estar siendo afeitado a navaja por un chimpancé. Los autores de aquella ocurrencia eran los cuatro descamisados que vinieron antes a sablearnos, y daban aún más voces que entonces. Por supuesto, pasaron nuevamente mesa por mesa con su bote de ColaCao y sus caras desencajadas a repartir los trocitos de la corbata padrinesca, pringada de merengue y demás, pues no habían tenido el detalle de limpiar el arma antes de dedicarla a aquel nuevo y arriesgado uso. Yo no entendía nada de aquella ceremonia, que hacía reír a muchos que me darían un tortazo por cualquier cosa de mucha menos gravedad.
Mientras una cola interminable de personas mayores pasaba por la mesa de los novios dejando unos sobres encima de una bandejita plateada, los camareros iban desmontando las mesas y retirando las sillas. Mi madre también estaba en la fila de personas que iban desfilando y felicitando a los novios. Vi que una señora que se hallaba sentada al lado de la novia abría aquellos sobres con una gran sonrisa y con los ojos como platos, y que iba escribiendo unos números en un cuaderno de Tauro de hojas cuadriculadas. Le pregunté a mi padre, que no estaba en la fila, qué significaba aquella ceremonia, por qué aquella señora se traía los deberes de mates a la fiesta y también por qué le hacía tanta risa sumar cuando a mi maldita gracia la que me hacían las cartillas de Rubio con sumas y restas sin fin. Tal vez por el exceso de preguntas, o tal vez porque estaba a otras cosas, mi padre me contestó a voces que me callase, llamándome tonto. Como no me daba por vencido, le pregunté a una señora más amable que ya había cumplido con los novios y esta me dio una respuesta que me dejó perplejo: aquellas personas estaban dando la manzana. Di dos vueltas a la mesa de los novios con discreción, pero no vi ningún canasto de manzanas ni vi que nadie les diese manzana ni pera alguna. Todo esto me llenó de confusión, pero no pregunté más. El caso es que aquel misterio fue uno más de los que quedaron sin solución.
A continuación, vino la parte más desenfrenada de la boda: retiradas las mesas y sillas, comenzó el baile. Un operario accionó unas luces de colorines que había en el techo y en las que yo no había reparado hasta el momento: se encendían y apagaban de modo gracioso, de manera que se veía a la gente a ratos verde, a ratos azul y a ratos colorada. Los novios inauguraron el baile con un vals fatalmente bailado por ambos. Cuando el vals estaba a medias, fue cortado intempestivamente para comenzar con músicas más del gusto de los concurrentes: un pasodoble titulado España Cañí. La sala se llenó al momento de parejas de señoras y señores maduros que hacían todos los mismos movimientos, como si llevasen años ensayando aquella danza. Había algunas parejas de abuelas que bailaban agarradas, pero no vi a ninguna pareja de señores bailando. En la barra del bar estaban los más, tomándose con gran algazara unas coca-colas en vasos largos o copas de coñac o anís. Yo me aburría muchísimo porque no sabía bailar y aquella música no me gustaba: las únicas canciones chulas para mi eran las de Heidi y la de Un globo, dos globos, tres globos, sin contar con las de Fofó; pero de eso no ponían nada. Después de sonar Mi carro, del inigualable Manolo Escobar, pusieron una música moderna, de sonido americano y en inglés, el Fly, Robin, fly: toda la fauna pasodoblera se fue de la pista maldiciendo al que ponía los discos porque aquello no se entendía y era todo ruidos. Pensé que eso mismo creía yo de los pasodobles, pero no me cabreaba así con ellos. Reparé en que la pista se había poblado ahora de otras personas más jóvenes y, a mi gusto, más alegres: chicos y chicas adolescentes que se movían sincopadamente con aquellos ritmos modernos. Me desconcertó y casi me ruborizó, por la falta de costumbre, el ver a chicas con minifaldas y unas botas altísimas bailando el último berrido de la música juerguera, el Saca el güisqui, Cheli. Pero lo que me pareció impresionante fue ver a un tipo al que llamaban el Bombón. Todas las chicas susurraban, en un tono emocionado, que había llegado para el baile El Bombón en su Mini Cooper, como si viniera Julio Iglesias o Cruyff. El Bombón se puso a bailar rodeado de chicas que no le quitaban el ojo de encima. Su aspecto era, como digo, lo más moderno que había visto: tenía el pelo con muchos rizos, como si fuera una gran bola de pelos, patillas impresionantes, una camisa de colorines y manchas chillonas, en plan psicodélico; una gran cadena con medallón al cuello sobre un pecho pobladísimo, a lo Tom Jones; un cinturón muy ancho de color blanco y un pantalón también blanco, muy ceñido y con unas inmensas campanas bajo las cuales se adivinaban unos grandes zapatos de plataforma. Bailaba el tío como desenfrenado, siguiendo los ritmos en perfecta sincronía. Fumaba como un carretero, pero no los puros apestosos del boinudo, sino Pepper mentolado. Yo soñaba despierto con vestir como aquel hombre y fumar cigarrillos de chocolate de los que vendían en el kiosko. Mi padre se acercó sin que me diera cuenta y me transmitió sus edificantes pensamientos:
—¡A ver si de mayor te vas a vestir como ese imbécil! ¡Vaya pinta de delincuente que tiene! —Pensé que mientras el Bombón fumaba cigarrillos picantes, lo único picante que tenía yo era precisamente la ropa; pero mi padre me siguió hablando con una propuesta brillante—. ¿Qué haces ahí parado como un soso? ¡Vete a bailar con esas niñas de ahí!
Vi que había tres niñas, mayores que yo, que estaban bailando y que no paraban de mirar al Bombón, y, como yo no sabía bailar, me daba mucha vergüenza ir a hacer el ridículo, más aún porque me iban a comparar con aquel ídolo del baile. Sin embargo, como los padres no se dan cuenta de esas cosas, seguía el mío diciéndome que me fuera a bailar, a ver si me espabilaba un poco y tal. Como el que es empujado a un barranco sin fondo, salí aterrorizado a la pista o salón sin saber ni cómo empezar a bailar. Las tres niñas me miraron y, como veían que estaba ahí tieso moviendo un pie y después el otro, como un portero de futbolín, empezaron a cuchichear y a reírse con justa causa. Me puse rojo de vergüenza, pero no se notaba mucho con los colores de las bombillas. Una de aquellas, queriendo que, efectivamente, me espabilase un poco, me dio un empujón y me puso al lado del Bombón. En ese momento, empezó a sonar Yellow River y el tipo hizo una especie de salto de baile y unos movimientos de cintura con tan mala fortuna para mí que uno de aquellos zapatos de plataforma vino a aplastar mi zapatito derecho, el cual estuvo a punto de pasar de mocasín a sandalia. Di un grito de dolor y las trillizas aquellas se rieron a carcajadas. El Bombón, viendo que le estaba afeando su coreografía, me dio una torta en el culo con su bendición:
—¡Fuera, niño! ¡Vete a comprar unas pipas, anda!
Medio cojo y oyendo aún las risas de varios, me fui de la pista, y aún del local de bodas, y, siguiendo el buen consejo de aquel bailarín, entré en el kiosko que había enfrente a comprarme un paquete de pipas de a peseta, que más me iban a aprovechar que el estar en aquella pesadilla a la que llamaban fiesta, y por la que encima había de pagarse la entrada y casi la salida. A modo de venganza, dejé todas las cáscaras encima del capó del Mini del Bombón y el cromo de fútbol que me había salido en la bolsa, que era una foto de Gárate, lo pegué en la luna de adelante, porque ya lo tenía repetido y para que se fastidiase el cabezón ese del baile, que encima seguro que era del Real Madrid.
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