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Quisiera considerar aquí un ejemplo conspicuo: José Carlos Mariátegui, peruano (1894-1930). Y su obra cumbre: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.
Mariátegui escribe el libro a partir de una serie de artículos dispersos y sin gran articulación de partida, que había publicado en las revistas Mundial, Variedades y Amauta (de la que fue su director), y en el diario limeño El Tiempo. Como lo dice el intelectual peruano: “Mi trabajo se desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción intencional, deliberada, de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e inadvertidamente”.
La formación de opinión consiste en un dúplice movimiento, así: de un lado, se aportan elementos de juicio fundamentados y con alguna referencia a datos, en función del contexto y el tema; y al mismo tiempo, de otra parte, se busca superar los lugares comunes (=sentido común; doxa; opinión) para elevarlos, en la medida de lo posible, supuestas las limitaciones de tiempo y espacio, a un nivel de concepto.
En otras palabras, la formación de opinión es un ejercicio de reflexión, crítica e independencia con respecto a los lugares comunes. Pues, efectivamente, el sentido común, de suyo, es acrítico. Y sirve bastante poco para procesos de crecimiento, desarrollo y liberación, individual, colectivo o social. Por el contrario, estos procesos requieren, absolutamente, superar los lugares comunes de la opinión y el sentido común.
Mariátegui no cree –con razón– en la objetividad. “Otra vez repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones”.
Se trata, a todas luces, de un autor comprometido con el país, con la cultura y la historia nacionales del Perú (en su caso). Y por consiguiente, ajeno a la idea (eso: ideológica, deformada) de objetividad, que acaso el positivismo y el neopositivismo trataron de imponer en algún momento. Cercenando, así, justamente, la vinculación entre la vida y la obra, entre los sueños y el mundo. Dice Mariátegui: “Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de –también conforme a un principio de Nietzsche– meter toda mi sangre en mis ideas”.
Quien fuera considerado ya en vida como el más grande ensayista y filósofo latinoamericano. Él, que nunca tuvo ninguna formación académica de fondo. Hecho a pulso y contra viento y marea: un autodidacta. A pesar de –eso sí– haber tomado varios cursos en Lima y en Italia, en Francia, Alemania y Austria y en sus viajes, pero sin haberlos llevado nunca a feliz término. Cosa que, acaso, no lo necesitaba.
Mariátegui es un ensayista socialista, y se reclama del socialismo en sus ideas y pensamiento. “Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano”. Y agrega: “Estoy lo más lejos posible de la técnica profesional y del espíritu universitario”.
Pues bien, los Siete ensayos tienen, manifiestamente, la génesis de artículos de periódico y revistas. Impresas en su momento; hoy podríamos decir, además, digitales. El libro, simplificando un poco las cosas, ha incorporado algunas notas de pie de página (habitualmente imposibles en artículos y columnas), y alguna que otra referencia bibliográfica.
Los Siete ensayos comprenden: el esquema de la evolución económica, el problema del indio, el problema de la tierra, el proceso de la instrucción pública, el factor religioso, el regionalismo y centralismo, y finalmente, el proceso de la literatura. A su vez, cada ensayo tiene un lenguaje sencillo y directo, pero crítico y juicioso. Literalmente, cada parágrafo de cada ensayo es autocontenido, y es en la lectura de unos con otros que se aprecia la unidad de la obra. Y, sin embargo, “Ninguno de estos ensayos está acabado: no lo estarán mientras viva y piense y tenga algo que añadir a lo por mí escrito, vivido y pensado”.
Artículos en proceso; ensayos vivos; pensamiento en desarrollo. Con esa salvedad: la especificidad del género “ensayo”, que fue muy bien apropiado, y hecho suyo en cada caso, por parte de los intelectuales latinoamericanos.
Con una idea clara en mente: formar opinión implica para todos ellos algo más, mucho más, que destacar asuntos locales, centrarse en facetas de su ego, o en análisis minimalistas de diverso cuño. Una labor difícil, en verdad.
Cuando existían, en el sentido prístino de la palabra, intelectuales en América Latina. Pues con el tiempo, todos terminaron convirtiéndose en empleados: públicos unos, privados otros: profesores universitarios, consultores, asesores, y demás.
Formar opinión: una expresión que se dice fácil, pero es extremadamente difícil de llevar a cabo. Debido a que la urgencia de los análisis y reflexiones de coyuntura –necesarios siempre–, no permiten una obra, pues al cabo del tiempo se vuelven textos vetustos. Mariátegui es, entre otros, un buen ejemplo de cómo lograr a la vez dos propósitos: artículos pertinentes y una obra inteligente.
Ni héroes ni comunidades anónimas
No existen países principales o secundarios, como tampoco existen comunidades centrales y periféricas, de la misma manera que existen personajes anónimos, públicos y destacados. Esta es una falacia, artificiosamente montada y cuidadosamente elaborada y alimentada con claros intereses y con desconocimiento manifiestos.
La cultura, la sociedad, la historia y las naciones son exactamente eso: procesos, por consiguiente, devenires que se caracterizan por ser esencialmente incompletos, inacabados e inagotables. El tipo de comprensión y explicación de los procesos no son las descripciones de cualquier tipo, sino, mejor aún, los relatos y las narraciones. (Esto es algo que ha quedado en claro incluso desde la física; con tanta mayor razón entonces para las ciencias sociales y humanas).
Una cosa es la “historia oficial” –de una sociedad, una comunidad o una persona–, y otra muy distinta es la historia real. Durante mucho tiempo, esta quedó subsumida a aquella. Existen (y han existido) órganos y medios que alimentan a aquella y que desplazan a esta por fuera de los focos. El resultado es el reconocimiento de temas, problemas, campos y dimensiones como personajes públicos y personas anónimas, personajes mediáticos y voces ocultas, los visibles y los invisibles, historia oficial e historias alternativas, medios de comunicación oficiales y medios alternativos, y demás.
Existe un libro lúcido, riguroso y ya clásico de J. Goody (The Theft of History, 2008, publicado por Cambridge University Press; traducción al español como El robo de la historia, Ed. Akal, 2011) que pone el dedo en la llaga. Las historias oficiales se han hecho posibles al precio de robar la memoria y la identidad, la historia y las voces, los testimonios y los horizontes de tantas otras comunidades, naciones y pueblos, tanto como de numerosos individuos. La “historia oficial” es el resultado de intelectuales oficiales, al servicio del Estado y del poder constituido de facto, cuya misión es alimentar una deformación de los relatos, y con ello, al mismo tiempo, un ocultamiento, robo y violencia simbólicos sobre tantos individuos, grupos y culturas.
Goody, profesor honorario de Cambridge y Fellow del St. John’s College, ha sido un antropólogo social con una obra sostenida, crítica e independiente. Muy pocos de sus libros han sido traducidos al español (lamentablemente), y representa uno de esos íconos intelectuales que descuella por su autonomía e independencia, su libertad y crítica. Una excepción (como varias otras) en el panorama intelectual.
El robo de la historia es la forma primera de violencia simbólica, para lo cual existen ejércitos especializados y funcionarios especializados,