Turbulencias y otras complejidades, tomo II. Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

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Turbulencias y otras complejidades, tomo II - Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

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mienten con descaro y no se les tuerce la cara.

      Los casos se multiplican día a día, en todas las escalas: mundial, nacional, departamental, local u hogareña. La mentira es la forma de vida de la mayoría de los hombres públicos. La inmensa mayoría.

      Pues bien, existe en inglés una distinción básica muy útil: aquellos que son giver y los que son taker. Esto es, lo que quitan, piden y roban, y los que ofrecen, ayudan, sirven. De manera muy amplia, la casi totalidad de empresarios, militares, políticos, sacerdotes de todo color, administradores y líderes son del segundo tipo. Gente que vive en la mentira –en toda la acepción de lo que le preocupa a la ética–. O, desde el punto de vista científico, a su complemento, la psiquiatría.

      Estos son los que enferman al mundo y vuelven a la gente descreída y egoísta; por acción, o por reacción. Los adalides de los valores todos, los mecenas del nihilismo. En una palabra: los hombres de Davos. O del Vaticano. O del poder. En fin, hombres y mujeres que son y representan la quintaesencia del capitalismo, en toda la acepción de la palabra: político y económico, cultural y axiológico.

      Ya lo señalaba con descaro Goebbels: una mentira repetida mil veces termina por convertirse en una verdad. Patología social, pandemia mental. O como lo sostenía ese colombiano representante de la extrema derecha, invitando a los suyos contra sus opositores y detractores, Gilberto Alzate Avendaño: “¡Calumnia! ¡Calumnia que algo quedará!”.

      Lo verdaderamente incomprensible, desde el más sano de todos los sentidos comunes es, ¿cómo es posible vivir en la mentira? ¡Es tal el grado crónico y crítico de la enfermedad que no les da remordimiento de ninguna clase, que pueden mirar de frente a las cámaras de fotografía y televisión, mientras dicen lo que dicen que es lo que hacen!

      ¿Cómo hay gente a la que no se le dilatan las pupilas ni tartamudean, ni les tiemblan las manos ante la mentira, el engaño, la corrupción y la muerte? Que eso sucede ya no es tema, en absoluto de la ética, sino de la más refinada psiquiatría.

      Esos agentes del poder –los takers, esto es, los tomadores de decisiones como eufemísticamente les gusta denominarse a sí mismos–, enferman a la sociedad a través de sus medios: los de comunicación, los pulpitos, las empresas y los gobiernos. Y hacen de los ciudadanos psicópatas: que oscilan entre dos mundos antagónicos e irreconciliables. Y que en los colegios imprimen cochinadas como educación cívica, educación ciudadana, cultura ciudadana, religión, y demás asignaturas semejantes.

      La teología moral se hace una sola con los valores democráticos, y estos una sola cosa con las políticas públicas y privadas en gran escala. Vivir una vida en la mentira: la total patología.

      Pues bien, como con acierto sostenía Nietzsche –entre otros–, derrumbar esas escalas de valores no es solamente un acto de valentía, sino, más radicalmente, es un acto de salud (¡y sanidad!) y una afirmación de la vida. Y la afirmación de la vida pasa por señalar que el núcleo mitocondrial de la ética es la psiquiatría. En los tiempos que corren, en la realidad de todos los días.

      Afirmar la vida y hacerla posible: esto es una sola y misma cosa con denunciar esa anomalía cultural congénita que es la vida en la mentira. Vivir una vida buena es algo que se dice fácilmente, pero es extremadamente complicado. Significa despertar ese instinto natural de rechazo al olor nauseabundo de la mentira y el engaño.

      Porque desde el punto de vista legal conocen todos los trucos para dilatar los procesos jurídicos y la identificación de responsabilidades. Porque, como se dice popularmente, el que hace la ley hace la trampa. Vivir una vida en la mentira es para todos ellos el reino de la impunidad, el paraíso. El más artificioso de los paraísos. Mientras les dura su tiempo...

      Las preocupaciones por el medioambiente son crecientes. Nevadas fortísimas en E.E. U.U., nieve incluso en Arabia Saudí, inundaciones inclementes en Inglaterra y el norte de Europa, tornados en Asia. Al mismo tiempo diversos volcanes se reactivan en Centroamérica, a lo largo de la cordillera de los Andes, o en el sur de Europa. Los efectos del calentamiento global son evidentes, y los argumentos negacionistas se ven cada vez con más dificultades para sostener cosas como la regularidad de los ciclos críticos en la naturaleza, la inocuidad de la acción humana, la inevitabilidad de los procesos naturales...

      Pues bien, ante el estado crítico de la crisis medioambiental, numerosos argumentos, estrategias y tácticas se vienen proponiendo y discutiendo.

      Una reciente, no poco original, sostiene que dormir contribuye a disminuir los problemas medioambientales. De un lado, porque se consume menos energía (gas, electricidad, petróleo), se consumen menos productos y se genera menos contaminación y también menos polución. Y de otra parte, porque se producen menos desechos – tóxicos, basuras, vegetales, y otros semejantes–. Así las cosas: más vale dormir para que la naturaleza pueda recuperarse mejor, y nosotros, los seres humanos, generar un menor impacto en el medioambiente.

      La propuesta de dormir para ayudar a la naturaleza es moderada: basta con que las personas duerman una hora más. Esto, acumulado por los más de seis mil millones de personas y distribuidos en las diferentes zonas horarias del planeta contribuiría enormemente a la salud del planeta. Ya se sabe: pequeñas acciones coordinadas con enormes efectos e impactos a gran escala.

      El argumento, bien intencionado, acaso, es ingenuo y, al cabo, falaz. Al fin y al cabo, la entropía generada por el acto de dormir es demasiado baja. En contraste, lo que se necesita no son acciones pasivas (sin ignorar que dormir es una acción humana), sino, por el contrario, acciones de gran impacto coordinadas en diferentes escalas.

      La crisis del medioambiente es el resultado del hiperconsumismo, la producción de productos de ciclos cortos de vida, y un estilo de vida desenfrenado y enfermizo, cuya base es el sistema de libre mercado. Producimos y consumimos cosas que no necesitamos ni que queremos.

      Ahora bien, vale siempre distinguir –¡y separar!– la crisis del medioambiente de una crisis ecológica. En numerosas ocasiones los medios hablan de crisis ecológica. La expresión está mal empleada. La ecología y la naturaleza no están en crisis. Lo que propiamente se encuentra en crisis es el medioambiente. Y la ecología es una de las muchas herramientas mediante las cuales estudiamos e intentamos resolver esta crisis, al lado de la economía, las políticas públicas, etc.

      Los partidarios del preservacionismo son más conservadores y defienden acciones indirectas ante los riesgos, crisis y problemas ocasionados sobre el medioambiente. En contraste, quienes defienden el conservacionismo no descartan las acciones indirectas, pero claman por acciones directas y responsables sobre el medioambiente. Aquellos, por ejemplo, refutan la importancia de la tecnología y la condenan; estos, en contraste, llaman por el desarrollo de más y mejores tecnologías, verdes o limpias.

      Pues bien, dormir para ayudar al medioambiente es clásico de una postura preservacionista. El problema es la justificación científica real del propósito. ¡Al fin y al cabo, numerosos monstruos nacen en la pasividad del sueño, y se transforman en pesadillas!

      La crisis del medioambiente forma parte –esto es, es un componente– de la serie de crisis sistémicas y sistemáticas a las que asistimos hoy en día. Crisis económica y financiera; crisis social y de confianza; crisis de los partidos y los sistemas políticos; crisis cultural y de valores, para mencionar tan solo algunas de las más populares.

      Y a una crisis sistémica solo se la puede atender de manera correspondientemente sistémica; no por tratamientos analíticos, es decir, parciales.

      De

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