Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия Гейтс
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Читать онлайн книгу Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс страница 20
El rey Ferruccio, tan alto como Vincenzo, era otro guapísimo D’Agostino. No cabía duda de que corría la misma sangre por sus venas.
Pero mientras Vincenzo era imponente, Ferruccio intimidaba. Si su mujer descendía de ángeles benévolos, él lo hacía de ángeles vengadores. Se percibía en sus ojos, en su aura. Ese era un hombre que había visto y hecho cosas indecibles, y que las había sufrido. Tenía sentido: había crecido en la calle como hijo ilegítimo, arrastrándose de lo más bajo hasta llegar a lo más alto. Imposible imaginar lo que había pasado hasta convertirse en el mejor rey de la historia de Castaldini. Sin duda, nadie podía conocer sus profundidades, sufrimientos y complejidades.
Nadie excepto su esposa, claro. Parecían compartir un alma entre los dos. Casi dolía verlos juntos, percibir el amor que los unía en un circuito cerrado de armonía. Tenían lo que ella había creído tener con Vincenzo.
Vincenzo, que seguía agarrándole la mano, hizo una reverencia a sus reyes, con la otra mano sobre el corazón, al modo castaldiniano. Ella se preguntó qué debía hacer, si inclinar la cabeza o hacer una reverencia. Mientras lo pensaba, Vincenzo se enderezó y su rostro se suavizó con una sonrisa radiante mientras atraía a la reina y le daba un tierno beso en la mejilla.
–Veo que has traído a tu esposo contigo –le dijo Vincenzo a Ferruccio, enarcando una ceja.
Por lo visto, su relación con el rey le permitía bromear, al menos a nivel personal.
–Ya me conoces, no puedo negarle nada –Clarissa soltó una risita y su largo y espeso cabello ondeó en la brisa como rayos de sol.
–Podría enseñarte –Vincenzo hizo una mueca.
–Como si tú pudieras negarle algo –rio ella.
–Yo no soy la mujer que tiene el poder de hacer un yoyo de su majestad. Es tu deber como reina librar a sus súbditos de su implacabilidad, y como esposa lo es contrarrestar el nivel tóxico de respuestas obedientes que lleva en la sangre.
–Me gusta intoxicado –Clarissa miró a su esposo con adoración, y a Vincenzo burlona–. Calla, Cenzo, y preséntame a tu media naranja.
Volvió los ojos hacia Glory, que los miró asombrada. Eran de color violeta, amatistas puras y luminiscentes, en las que perderse durante horas. Era obvio que Ferruccio no quería hacer otra cosa el resto de vida.
Clarissa la envolvió en un cálido abrazo.
–Bienvenida a Castaldini y a la familia, Glory. Me encanta contar con otra amiga de mi edad, sobre todo dado que tenemos en común nuestra formación profesional… –se apartó y sonrió con malicia– y estar casadas con uno de los imposibles, pero irresistibles, D’Agostino.
–Majestad… –susurró Glory, a punto de llorar.
–¡Calla! Déjate de majestades y reinas. Fuera de la corte soy Rissa, solo Ferruccio me llama Clarissa, y soy parte de una brigada de esposas formada por Gabrielle, la de mi hermano Durante; Phoebe, la de mi primo Leandro; y Jade, la de mi primo Eduardo. Solíamos llamarnos las Cuatro Magníficas. Ahora seremos las Cinco Magníficas.
Glory tragó saliva, sin saber cómo responder. Decidió seguir el consejo de Vincenzo y no decir nada de la nueva situación. Así que sonrió débilmente, deseando que se la tragara la tierra.
–Eres real –la voz profunda del rey Ferruccio le provocó escalofríos a Glory–. Pensaba que Vincenzo pretendía engañarme hasta que lo enviara a su nuevo puesto, para luego descubrir que no eras más que parte de su imaginación.
Ella se tensó bajo su escrutinio. Él percibía que algo no iba bien. Sus ojos expresaban que lo sabía. Era un hombre astuto. Eso era lo que le había alzado de la ilegitimidad para convertirse en un magnate y en el rey que, en menos de cuatro años había hecho de Castaldini un país próspero, salvándolo de la ruina. Irradiaba una inteligencia que casi daba miedo.
–Soy real, os lo aseguro, Majestad. Perdóneme si no lo llamo Ruccio, que por lo que he oído, debe ser la abreviatura de su nombre en situaciones informales.
–Ahora que lo pienso, habría sido la abreviatura lógica, pero nadie se ha atrevido a utilizarla. Puedes llamarme Ferruccio, como todos. Pero Majestad te queda prohibido.
–Podría resultarme imposible usar el nombre propio sin más –apuntó ella.
–Clarissa, bondadosa como siempre, te lo ha solicitado, yo te lo ordeno. Fuera de la corte tendrás que llamarme Ferruccio, por decreto real.
–¿Ves lo que tengo que aguantar? –dijo Vincenzo con tono risueño.
–Además de ser real, no eres como esperaba. En cuanto me dijo tu nombre, te investigué –dijo Ferruccio–. Y ahora solo tengo una pregunta. ¿Cómo ha conseguido que una mujer de tu valía lo tome en serio y, por ende, acepte la ardua tarea de casarse con él?
–Habrá hecho lo mismo que hiciste tú para convencerme a mí –dijo Clarissa, ruborizada. Miró a Glory–. Ahora ves a qué me refería con lo de «imposible».
–Y ahora entiendo mejor las exasperantes tendencias de Vincenzo –dijo Glory, asumiendo el papel que se esperaba de ella–. Tengo la prueba de que son genéticas y no puede controlarlas.
–¡Lo sabía! –exclamó Clarissa con júbilo–. Me gustaste en cuanto te vi, pero ahora sé que me vas a encantar. Eres ideal para nuestra brigada.
Ferruccio miró con indulgencia a su esposa y arqueó una ceja, aprobando la réplica de Glory.
–¿Qué te parece si lo dejamos, Ferruccio, antes de que nos destrocen más? –sugirió Vincenzo.
–Mejor –Ferruccio inclinó su majestuosa cabeza–. Pero no deja de asombrarme la suerte que tienes.
–Tu adulación no tiene límites –Vincenzo suspiró–. Antes de que Glory se replantee su apresurada decisión de aceptar mi propuesta de matrimonio, ¿por qué no vuelves a tus tareas reales y dejas que haga lo que iba a hacer antes de esta… inspección sorpresa? Iba a enseñarle todo a Glory antes de cenar –se volvió hacia Clarissa–. Tú, claro está, puedes acompañarnos si quieres.
Clarissa miró a su marido e intercambiaron una mirada de complicidad, comprensión y adoración. Todo lo que Glory había creído compartir con Vincenzo en otra época.
–¿Ves lo que has conseguido? –Clarissa le pellizcó la mejilla a su esposo–. Discúlpate para que te deje acompañarnos y quedarte a cenar.
–¿Por qué disculparme cuando puedo ordenarle que me invite? –Ferruccio le besó la mano a su esposa y miró a Vincenzo, retador.
–Parece que no has vivido en Castaldini el tiempo suficiente para entender sus costumbres, ni eres consciente de mi poder en esta región ancestral –Vincenzo lo miró con lástima–. Aquí soy el amo absoluto. Rey o no rey, una palabra más y alzaré a toda la provincia en contra tuya.
–Será mejor no iniciar una guerra civil antes de esa cena a la que vas a invitarme –los ojos de Ferruccio