Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
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Nos hicieron test y pruebas escritas, un exhaustivo reconocimiento médico y psicológico y una par de entrevistas, la segunda de ellas en Lucerna con el vicecomandante Vock, pues el comandante no pudo acudir debido a un cambio en la agenda papal de última hora. Dado que había tenido la oportunidad de conocer a los otros aspirantes me quedó clara una cosa: yo no tenía la menor opción. No solo mi expediente académico era muy inferior al de los demás, sino que en las entrevistas apenas fui capaz de proferir otra cosa que monosílabos. Cuando me hacían alguna pregunta mínimamente personal yo sonreía
corrido y respondía con evasivas. Sentí que había protagonizado un desastre sin paliativos.
Apenas regresé a mi hogar redacté un currículo y comencé a enviarlo a todos los hospitales de mi cantón. Debía reorientar mi vida cuanto antes, asumir que no valía para casi nada y conformarme con la mediocridad que estaba a mi alcance.
Cuál no sería mi sorpresa cuando al cabo de una semana recibí una llamada que cambiaría mi vida para siempre.
– Hallo.
– Buenos días. ¿Daniel Frei, por favor?
– Sí, soy yo.
– Le llamo de la secretaría de la Guardia Suiza Pontifica, por favor, no se retire.
Todavía no había tenido tiempo a reaccionar cuando una voz bien timbrada con un elegante acento francés sonó al otro lado de la línea.
– Buenos días. Daniel Frei, ¿verdad?
– Sí señor.
– Le habla el capitán Joël Mouron. Recientemente usted se ha presentado para formar parte de la Guardia Pontificia; ¿me equivoco?
– No. ¡Sí! Quiero decir, que no se equivoca y que sí me he presentado.
– Supongo que continuará interesado –inquirió aquel hombre.
– Eh, sí, sí. ¡Naturalmente! ¡Sí!
– Gratulaziuns, allegra, sea bienvenido. El próximo cuatro de octubre se incorporará a filas. Le haremos llegar telemáticamente un billete de avión al correo electrónico que nos facilitó. También le informaremos de todos los pasos que debe seguir, horarios, documentación, etcétera. A las doce del mediodía deberá estar en el patio de San Dámaso. Podrá entrar por la puerta de Santa Ana, muestre a los alabarderos sus credenciales y ellos le facilitarán el acceso. Y, por favor, sea puntual, como buenos suizos tenemos un prestigio que preservar; ya me entiende –añadió en tono jovial.
Hubiera querido saltar, decirle que en aquel momento me sentía pletórico, que sabía que servía para algo, que no les defraudaría; pero lo único que acertó a salir de mi boca fue:
– Así lo haré.
– Confío en ello. Bongiorno.
– Buenos días, ¡mi capitán!
Capítulo 4
El recibimiento en el Vaticano fue cortés. Sí, ese es el término, cortés. A los diez recién llegados nos trataron con consideración, pero sin afectación. Una de las primeras personas a las que conocimos fue a Fabian Frisch, comandante de la Guardia Suiza Pontificia. En el cuerpo lo apodaban Efe Efe, aunque jamás un alabardero se habría atrevido a pronunciar tal alias en su presencia. He de confesar que la primera vez que lo vi me decepcionó, y no porque no fuera correcto, que lo era a carta cabal, sino más al contrario por su aire de diplomático. En mi imaginación yo esperaba encontrarme a un hombre uniformado, rugiendo órdenes con rabioso aire marcial, la coraza ceñida, el casco emplumado, la espada al cinto, sin embargo tenía ante mí a un señor espigado de ademanes sobrios, facciones angulosas y limpias, con unas lentes de finísimo alambre y trajeado como un ejecutivo. Evitaba levantar la voz, lo cual obligaba a aguzar al máximo el oído para poder escucharlo, tan solo cuando estábamos en formación y tenía que dar órdenes emergía el recio timbre del soldado que llevaba dentro.
A lo largo de aquellos primeros días nos fueron presentando a un montón de gente cuyos nombres era incapaz de retener, obispos, sacerdotes, religiosas, ordenanzas, consagradas, celadores, y ello mientras nos mostraban las distintas dependencias de la Santa Sede. Aquello era el arca de Noé de la civilización donde la Historia había ido poniendo a salvo un sinnúmero de obras de arte, libros, artefactos, documentos; cartas autógrafas de Carlo Magno, de Lutero, de Napoleón, de Lincoln; regalos de emperadores chinos, de sultanes, de reyes de todos los rincones del orbe, desde las tierras heladas del Báltico hasta las más menudas islas en las antípodas oceánicas; reliquias de los mártires de la antigua Roma, de los cruzados, de los misioneros del lejano oriente; edictos del imperio bizantino, o de siglo XI abordando el conflicto de las investiduras, otros del XVI para la evangelización de las Américas; textos manuscritos de los más grandes filósofos y teólogos; cartas para la navegación ilustradas con un primor y colorido nunca más alcanzado; y así cientos, miles, decenas de miles de objetos, muchos de los cuales pertenecían a países o imperios desaparecidos de la faz de la tierra hacía siglos. Cualquier investigador habría empeñado su vida entera por adentrarse en los secretos de una sola de esas joyas. Las cuarenta y cuatro hectáreas de aquel minúsculo estado eran en sí mismas una obra de arte donde se acrisolaba la Historia entera.
Pero la Historia no se hacía presente solo a través de los objetos físicos, sino en el propio acontecer del día a día. El latín, desterrado de la memoria de los hombres, era lengua oficial, y aunque no se utilizaba en las conversaciones, pues el italiano y el inglés imperaban entonces, sí que se empleaba en todos los escritos oficiales. ¡Incluso en los cajeros expendedores de dinero aparecía la lengua de Ovidio!
La propia Guardia Suiza era un ejemplo de esa Historia viva. Sirviendo en ella descubrí el significado de la palabra tradición, los usos actuantes, la continuidad del acontecer humano sin inmovilismo ni ruptura, la presencia del legado de quienes nos precedieron que da grosor a nuestro presente, nos ayuda a saber quiénes somos y multiplica las potencialidades del futuro. Yo era heredero de una larga lista de soldados pontificios.
Para un joven de veinte años todo aquello representaba una experiencia impagable.
El primer día no pudimos conocer a quienes iban a ser nuestros compañeros hasta la hora de la cena. Sometidos a apretados turnos de guardia, apenas tenían un respiro. De hecho, con Rudolf Geber no llegué a contactar hasta los postres. Tan pronto me vio se acercó hasta mí y me dio un entusiasta apretón de manos.
– Bienvenido, Daniel. ¡Qué alegría más grande! Quiero que conozcas a algunas personas.
Y se puso a presentarme a otros soldados que me acogían con cordialidad.
Las jornadas más cortas duraban seis horas, pero a menudo se prolongaran llegando incluso a las once; eso sin contar con los días en que había celebraciones litúrgicas del Papa, en cuyo caso ya te podías ir despidiendo de cualquier actividad lúdica. Esa era una de las razones por las que nuestro periodo de instrucción fue tan rápido e intenso; debíamos contribuir lo antes posible a sobrellevar la pesada labor que recaía en aquel reducido ejército formado por ciento diez almas.
De todos modos, como pronto comprobaría, a pesar de la mucha exigencia, o precisamente por eso mismo, la Guardia Suiza funcionaba como una gran familia. Comíamos juntos, salíamos juntos, intercambiábamos