Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
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Entre nuestros cometidos estaba la custodia de las estancias papales, su perímetro y accesos, además actuábamos como comitiva en las recepciones y actos protocolarios. También debíamos participar en aquellas celebraciones públicas en las que estuviera presente Su Santidad y, por supuesto, protegerlo con nuestra propia vida si eso fuera menester.
Acostumbraban a hacer que los nuevos compartieran habitación con algún veterano con el objeto de facilitar su integración. Los que transcurridos dos años se reenganchaban podían obtener habitaciones individuales. También los soldados que contraían matrimonio se beneficiaban de un apartamento propio. A mí me alojaron con Giorgio Jaeggy, natural de Locarno en el cantón italiano. El emparejamiento no fue casual. Yo hablaba perfectamente alemán y francés pero mi italiano, imprescindible allí, dejaba mucho que desear, de modo que Giorgio debía ser mi Cicerone lingüístico.
Poseía el pelo moreno y la piel atezada, como un hombre mediterráneo curtido por el sol; de hecho en las formaciones se lo reconocía enseguida por su contraste con nuestros pálidos rostros. Se había incorporado cuatro meses atrás, en febrero, y tenía la costumbre de canturrear a la menor ocasión. Incluso cuando estaba de guardia, si no había nadie cerca, dejaba escapar alguna tenue melodía con los labios inmóviles.
– ¿Qué sería de la vida sin la música? –me decía agitando las manos en el aire–. Seríamos robots. ¿Te has fijado en una película o en un baile cuando se les quita el sonido? La gente parece idiota; se mueven, se contorsionan absurdamente. Sin embargo, a la estampa de una simple hoja mecida por el aire le pones una melodía y, voilà, todo cobra significado. La música es sentido, es el color de la vida, la música es el idioma más universal que existe. Si un día contactáramos con seres de otras galaxias tendríamos que comunicarnos con música. Yo no diría: soy de la Tierra, sino yo soy de Mozart, de Tchaikovsky, de Verdi, de Beethoven.
Giorgio había cursado estudios de viola de gamba en el conservatorio y, por supuesto, formaba parte de la banda de la Guardia Pontifica a la que esta vez no me asignaron.
Practicábamos ejercicios de tiro en unas instalaciones de la policía a las afueras de Roma. También nos formaban en la lucha cuerpo a cuerpo, en tácticas de protección como guardaespaldas y, cómo no, recibíamos abundante instrucción para desfilar con aquellos vistosos trajes confeccionados uno a uno por un sastre. Con todo, lo más singular era la instrucción en el manejo de la alabarda, arma desaparecida de los ejércitos desde el siglo XVII que, sin embargo, formaba parte esencial del equipamiento de un guardia suizo.
El simpático capitán Ochsenbein, a quien había conocido cuando me presenté al cuerpo, debía dirigir la instrucción de los reclutas, pero dado que tenía encomendadas diversas responsabilidades en el Estado Mayor solía delegar en el cabo Ernst Schnieper.
Por alguna misteriosa ley del péndulo, el temperamento del cabo Schnieper era la antítesis del que poseía el capitán. Schnieper actuaba con una sequedad y rigor poco estimulantes, por decirlo caritativamente. No daba voces ni echaba broncas, porque no se estilaba allí, pero cuando algo no salía según su criterio ponía un gesto agrio y repetía una y otra vez:
– Lamentable, lamentable, lamentable. Ha sido realmente lamentable.
Algunos que lo habían tratado más cercanamente comentaban que en la intimidad tenía sentido del humor. Si eso era cierto había que reconocer que poseía unas dotes extraordinarias para el disimulo.
Yo, desde luego, procuraba mantenerme cerca de él solo lo imprescindible, particularmente desde el incidente que tuvimos cuando conocí a Silvia.
Aquella mañana el Papa tenía un encuentro con los enfermos. La Plaza de San Pedro estaba muy concurrida y nosotros debíamos custodiar el perímetro y el acceso al altar. En este tipo de actos nuestra misión principal era de vigilancia, solo en caso de necesidad grave podíamos prestar ayuda a los visitantes pero sin desatender nuestro puesto y evitando confraternizar.
Ataviado con mi llamativo uniforme azul, anaranjado y amarillo, me encontraba en el puesto que se me había asignado, justo a la izquierda de las escalinatas que ascendían hasta la Basílica. Solo una endeble barrera de madera me separaba de la multitud que quedaba a mi derecha.
El caso es que entre aquella muchedumbre de gente me llamó la atención una muchacha. Era la visión más hermosa que yo hubiera contemplado jamás. Busco las palabras adecuadas para describirla y todas se muestran indigentes, incapaces de expresar aquella plenitud de diecisiete años que se reflejaba en mi pupila.
Tenía unos pómulos perfectos en los que asomaba una calidez de rosa. Su cutis blanco y raso conservaba la pureza de la primera edad, y sus ojos, castaños, refulgentes, eran un indulto clemente y luminoso a todo mal, hasta el punto de que resultaba imposible imaginar que la más venial falta los hubiese profanado. Poseía un cuello liso y diáfano y unas manos nacidas para acariciar la vida.
Cubría completamente el pelo con un pañuelo anudado por atrás del mismo malva que su blusa, y una larga falda de volantes multicolores apuntaba su grácil figura.
Aquel ser puro acompañaba a una mujer muy mayor, o al menos a mí me lo pareció, que postrada en una silla de ruedas cubría sus piernas con una manta de cuadros.
La miré, me miró y me supe descubierto. Torpemente traté de disimular atendiendo para otro lado, pero cuando volví a observarla ella estaba hermoseando el universo con su sonrisa encendida y dulce. Algo cortado mantuve la mirada y entonces ella, sin dejar de sonreír, apretó los labios y agachó levemente la cabeza para fijar la vista en el suelo. En un golpe de audacia inusitado en mí corrí la barrera y me dirigí hacia donde se encontraba. Algunos me saludaban cuando pasaba por su lado y más de uno aprovechó para robarme algunas fotos.
– Buenos días –saludé poniendo marcialmente mi mano sobre la frente–. Creo que desde aquí la señora no verá bien. Si quieren puedo hacerles un hueco en la primera fila, yo las ayudaré.
– Muchas gracias –respondió ruborizándose.
Pedí sitio y, como pude, trasladé la silla de ruedas hasta la parte delantera.
– Si necesitan cualquier cosa no duden en pedírmela. Soy el alabardero Daniel Frei
La anciana encomiaba mi amabilidad sin cesar, pero yo solo tenía oídos para mi aparición.
– Muchas gracias –repitió con suave voz–. Yo me llamo Silvia Mancini.
En aquel momento supe que era un ángel. Y también comprendí cuál es el destino de los ángeles.
Sin embargo aquella audacia mía no había pasado desapercibida al cabo Schnieper quien, como un halcón, bajó de la zona superior de las escaleras donde se encontraba y se encaminó a grandes pasos hacia mi posición. Al igual que habían hecho conmigo, las gentes le fueron dejando hueco. Tan pronto me alcanzó, visiblemente nervioso pero casi en un susurro, me dijo apretando los dientes:
– ¿Se puede saber qué diantres está haciendo, Frei?
– He ayudado a esta señora para que pueda ver bien, mi cabo.
– Vuelva a su sitio, por lo que más quiera. Ya hablaremos usted y yo en cuanto concluya la audiencia.
Saludé de nuevo a Silvia y a la anciana y seguí a Schnieper que echaba fuego. En cuanto llegamos de nuevo a mi puesto se encaró conmigo.
– Alabardero Frei, cuando se han dado las instrucciones no sé qué parte