Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
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– Soldado, he visto cómo ayudaba a esa viejecilla. Buen trabajo. Así actúa un guarda suizo. ¿No piensa usted como yo, cabo?
– Sí, mi capitán –contestó Schnieper.
– Muy bien, vuelvan a sus puestos y prosigan con su labor.
– A sus órdenes mi capitán –respondimos al unísono.
Y mientras el cabo subía por las escaleras de espaldas a nosotros, el capitán Mouron me guiñó un ojo y se fue por donde había venido. Si hubiera podido lo habría abrazado allí mismo.
Capítulo 5
Fue el cabo Schnieper quien dio la voz de alarma. Lo recuerdo como si acabara de suceder. Eran las tres de la madrugada del diez de febrero. Yo estaba durmiendo cuando inesperadamente se abrió la puerta de nuestro dormitorio.
– Rápido. A formar. ¡Ya!
Era el sargento mayor Albert Hodler ataviado con el uniforme azul, el mismo que utilizábamos para los entrenamientos, las guardias nocturnas y la custodia de la Puerta de Santa Ana, la más cercana a la residencia papal y a la nuestra.
El sargento mayor era un hombre de anchas espaldas y enjutas carnes, con firme andadura, resuelto de ademanes y un mirar osado y vivo. Todo lo hacía en su momento, a la hora de reír, reía con gana, si tocaba estar serio inspiraba una severidad sacra. Esta manera de ser despertaba respeto y admiración en la tropa.
Giorgio y yo nos levantamos tan rápido como pudimos. Todavía aturdidos, nos vestimos con nuestros uniformes y salimos de la habitación.
El sargento mayor estaba en el pasillo hablando con el capitán Mouron y con el cabo Schnieper. Éste último tenía demudado el color y los ojos abiertos como platos. Cuando le preguntaban, respondía gesticulando excitado.
– A sus órdenes, mi sargento mayor –dijo Giorgio mientas ambos nos cuadrábamos ante el grupo.
Antes de que nos prestara atención, todavía pude oír cómo el capitán Mouron decía a Hodler:
– Yo hablaré con su familia.
El sargento mayor asintió y mientras los otros dos se cuadraban y partían, se giró para hablarnos.
– Se ha producido un luctuoso acontecimiento. El cabo Vallotton ha fallecido. En tanto se aclara lo sucedido debemos incrementar la vigilancia por si uno o varios intrusos hubieran podido penetrar en el recinto. En la armería el furriel les facilitará sendos fusiles. Deben acudir de inmediato a la habitación del Papa y reforzar la custodia con los hombres que hay allí. Los servicios de seguridad y la gendarmería han sido avisados. No se muevan hasta nueva orden.
– A sus órdenes mi sargento mayor –saludamos al unísono, y partimos de allí para cumplir nuestra misión.
Es difícil de explicar la conmoción que desató la muerte del cabo Vallotton. Desde el siglo anterior no se había producido un hecho semejante, en aquel caso vinculado a un episodio de enajenación que acabó con el suicidio del homicida. Entonces los hechos fueron clarificados rápidamente, pero aquí el crimen revestía elementos que lo hacían especialmente perturbador.
Para empezar no se sabía quién o quiénes lo habían cometido. El asesino no había dejado el menor rastro. No había ventanas rotas, ni puertas forzadas y las cámaras de seguridad externa no habían captado ningún movimiento anormal. Tampoco los carabineros habían visto a nadie entrar ni salir.
Además, no existía un móvil aparente. Jean-Louis Vallotton era un buen cabo, sobrio, responsable, diligente, llevaba cuatro años en el cuerpo y se había granjeado la estima de todos. Tenía encomendadas labores administrativas relacionadas con el
mantenimiento ordinario de nuestra pequeña comunidad y colaboraba en obras caritativas.
Sin embargo, lo que más impacto nos causó fue el modo mismo de producirse el crimen. El homicida había accedido a la habitación del cabo (ninguna se cerraba con llave y menos por la noche estando ya ocupadas) y, aprovechando que éste dormía, se había abalanzado sobre él y lo había ahogado metiéndole una bolsa de plástico en la cabeza mientras mantenían su cuerpo inmovilizado. Una inquietud nos atenazaba, pues, en el fondo, cualquiera de nosotros podría haber sido la víctima.
En honor a aquellos hombres, he de decir que a pesar de lo sucedido todos decidieron continuar como hasta entonces sin cerrar las puertas de los dormitorios. No podíamos permitir que el veneno de la desconfianza inoculase su ponzoña en nuestros corazones.
También hay que señalar la extraordinaria labor de nuestro capellán, Don Nicolás Baumer; paternal, afable, velando porque nadie se sintiera solo.
Su Santidad vino a acompañarnos en distintas ocasiones. Agradecía nuestra labor y repetía una y otra vez que nos tenía en sus oraciones. Él, personalmente, presidió la misa funeral.
La repercusión mediática fue delirante. Desde el mar de la China hasta el Golfo de México el caso fue portada de noticiarios y periódicos. Las redes sociales se incendiaron arrojando bulos de lo más disparatado que adquirían carta de naturaleza a base de repetirse exponencialmente. La prensa invadió el Vaticano y el prestigio que la Guardia Suiza había mantenido durante siglos quedó en entredicho. Ahora surgían expertos por doquier. Todos sabían sobre nosotros más que nosotros mismos. Algunos afirmaban barbaridades difíciles de olvidar. Un reputado periodista llegó a insinuar que aquella muerte había sido ordenada por el Papa para poner a prueba nuestra lealtad.
En medio de aquella batahola solo una cosa era cierta, cada uno de nosotros nos habíamos convertido en sospechoso. Si en otros tiempos la Santa Sede había tenido influjo suficiente como para que la investigación policial no trascendiera más allá de sus muros, en las actuales circunstancias se mostró incapaz de evitar que la Gendarmería, no ya vaticana, sino italiana, tomara cartas en el asunto. Incluso la Magistratura italiana intervino pasando por encima de usos y concordatos. Nos interrogaron uno a uno, revisaron nuestras habitaciones, ordenadores, taquillas, correspondencia. Fue humillante.
Hay que decir que unos pocos países, muy pocos, tuvieron la delicadeza de mostrarnos su pesar y apoyo. Por desgracia entre éstos no estuvo el nuestro.
Un efecto inesperado de todo aquello fue el protagonismo que adquirimos de cara a los visitantes. Estábamos acostumbrados a que la gente tratara de acercase a nosotros y nos fotografiara, pero nuestra recién adquirida proyección mediática nos convirtió en objetivo preferente. Apenas nos situábamos en el puesto de guardia una nube de ávidos turistas se arremolinaba lo más cerca posible y enloquecidamente empezaban a disparar sus cámaras. Esa situación no tenía fin, pues tan pronto unos se marchaban satisfechos por las decenas de fotografías idénticas que nos habían tomado, llegaban nuevas oleadas para repetir el ritual.
A las dos semanas del asesinato, estando yo de guardia en la Puerta Petrina, el sargento Müller vino con un compañero para relevarme.
– Alabardero Frei, novedades en el puesto de guardia.
– Sin novedad, sargento.
– Muy bien. Le releva el soldado Steiner. Acompáñeme. El comandante quiere verle.
No era el procedimiento habitual, pero hice lo que se me mandaba. En un primer momento sentí extrañeza, aunque enseguida