El parpadeo de la política. Juan José Martínez Olguín

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El parpadeo de la política - Juan José Martínez Olguín Filosofía y Teoría Política

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he aquí la escritura como problema práctico.

      En segundo lugar, y más importante aun, la escritura se había convertido en un problema teórico. Y éste es, insisto, el tipo de problema que va a precipitar el giro nodal que va a realizar mi trabajo. La pregunta que surge de todo esto es, en suma, la siguiente: ¿en qué sentido la escritura puede convertirse en un problema teórico? Pues bien: no en el sentido que desde Platón –pasando por Rousseau, Lévi-Strauss y Derrida– la escritura es para la filosofía un problema filosófico. Desde luego que algo de esta dimensión de la escritura como problema está en la forma en la que ella se convierte en lo que sigue en un problema teórico –y, en efecto, algo de esta dimensión efectivamente tratamos en este ensayo–. Quiero decir: no se trata únicamente del problema que en la filosofía describe la relación que existe entre la escritura y el sentido, entre la verdad o el ser y la forma en la que ellos se dan a ver (o no) en la escritura. La distancia que percibía con mi propia escritura, dicho de otra manera, me había revelado otro registro a partir del cual podemos dar cuenta del estatuto de la escritura como problema filosófico o teórico. Y es precisamente este otro registro el que me conducía, sin haberlo querido, a la pregunta que había motorizado desde el principio el trabajo: la pregunta por la política. Si, por un lado, esta condición inédita de la escritura, su nuevo estatuto, me alejaba del tema que había elegido para abordar la respuesta a la pregunta por la política, por otro lado esa misma condición me acercaba por otra vía a la misma pregunta que desde siempre me había movilizado. El camino de la escritura como problema filosófico se cruzaba, así, con el camino que demanda el abordaje del problema de –o de la pregunta por– la política.

      Quisiera entonces referirme a esta forma en la que dos caminos se cruzan que, insisto, fue el resultado de una experiencia singular: mi experiencia como investigador del fenómeno de la Resistencia peronista, a partir de una frase que en gran medida sintetiza la sensación de extrañeza que está en el origen de ese cruce: cada vez que me leía, me leía pero no me veía en lo que había escrito. Digamos, por lo tanto, que lo que sintetiza esa sensación de extrañeza es un hecho que surge de la lectura de mí mismo: el hecho de no verme en las páginas que escribía, la imposibilidad de verme en mi propia escritura5. Creo sin dudas que este hecho es por sí solo un verdadero acontecimiento filosófico en el sentido de aquello que no puede sino interesarle a la filosofía como disciplina. Pero no tardé demasiado en darme cuenta de que no solo se trataba de un acontecimiento filosófico sino también de un acontecimiento político, es decir de un hecho que debería interesarle no solo a la filosofía sino también a la filosofía política. Y aquí, precisamente, es cuando los caminos de la escritura y de la política se cruzan. Entonces: ¿por qué no verse en lo que uno escribe podría interesarle a la filosofía política? ¿Por qué esa distancia podría revelar la dimensión política de la escritura? En primer lugar, y esto es en efecto lo que intentamos demostrar una y otra vez a lo largo de este ensayo, porque la práctica de la escritura no se circunscribe únicamente, y como quisiera Condillac, a grabar nuestros pensamientos o ideas para transmitírselos en algún momento –cuando tengan la posibilidad de leerlos– a las personas ausentes, a quienes no están en el instante en el que escribimos. La escritura es, muy por el contrario, la práctica a través de la cual se inscribe o se graba la humanidad del que escribe. Es la forma a partir de la cual nos grabamos, nos inscribimos, en lo que escribimos. Lo que de la escritura revela su condición política es, así, la inscripción de la presencia del que escribe bajo la forma del gesto que soporta su escritura.

      Pero antes de avanzar más lejos con el argumento propongo detenernos en esta singularidad “tan singular” que describe este ejercicio de inscripción de la humanidad del que escribe en lo escrito. Y ello para aclarar dos cuestiones decisivas: por un lado, que esa inscripción no es nunca la inscripción de una humanidad plena, es decir plenamente presente en lo que se inscribe. Nunca nos inscribimos o grabamos en el papel escrito de forma plena. En primera instancia, y como bien reconocía Platón en el diálogo entre Sócrates y Fedro, porque el que escribe no está nunca presente para responder por lo que escribe. La escritura trata siempre con presencias que no son plenas, con personas que no se presentan nunca plenamente, en persona, en el papel escrito. Porque aun cuando la persona que escribió esté presente para leer lo que haya escrito, o para responder ante la lectura ajena de su propio texto, responderá siempre con la voz, en voz alta (o quizás, por qué no, con otro texto) pero en todo caso responderá siempre en un presente y en un lugar que es heterogéneo al presente y al lugar en el cual se produjo o tuvo lugar lo que escribió. Esta es una condición estructural de la escritura. La escritura abre una brecha, una distancia temporal y también espacial, o por ello mismo espacial puesto que el espacio es siempre una variable del tiempo, entre lo escrito y el que produjo lo escrito. Cuando escribimos no podemos hablar sobre lo que escribimos, contar sobre lo que estamos escribiendo sin interrumpir el momento en el que estamos escribiendo. Lo que escribimos es siempre lo que ya se escribió, es siempre lo que fue escrito. Si la escritura estría el tiempo es porque ella desdobla a la humanidad del que escribió en dos humanidades temporalmente “divididas”, es decir separadas en el tiempo: entre la humanidad del que aún no escribió y la del que recién terminó de hacerlo. Desde ya que no se trata de dos personas distintas en sentido estricto pero sí de dos “personas” separadas en el tiempo. Nótese que en el habla o en la palabra hablada esta brecha no es nunca abierta ya que la voz no involucra la separación temporal del que habla; aunque bien sea, como bien señala Derrida, producto del fenómeno de la autopercepción, del sistema del “oírse-hablar”, la palabra hablada se da siempre a percibir como una presencia plena, continua, sin alteridad o interrupción: nos escuchamos hablar en el mismo momento en el que estamos hablando. Por otro lado tampoco hay allí inscripción. Salvo, naturalmente, que la voz sea grabada. Volveremos sobre todo esto más adelante.

      La segunda razón que describe esta singularidad “tan singular” de la inscripción que se produce en la escritura está dada por lo que de esa inscripción se inscribe en el papel escrito. Y es éste, si se quiere, el punto fundamental sobre el cual gira el argumento central de este trabajo. Lo que se inscribe del que escribe, la humanidad del que escribe que permanece en el texto escrito no solo es la palabra escrita, la idea o el tema que desarrolla en la escritura, sino el gesto a partir del cual esa palabra es dicha y, en el caso de la escritura, grabada e inscrita en el mismo momento en el que ella es asumida. Es en este segundo sentido, entonces, que la humanidad del hombre no está nunca en la escritura plenamente presente en el papel o la palabra escrita. Toda la complejidad de la escritura como práctica política se revela, precisamente, a partir de esta dimensión de lo que en la escritura permanece como aquello que está más allá de la palabra propiamente dicha, es decir del sentido comunicado por la escritura. Y esta dimensión es la que ocupa el gesto como la especificidad más propia de la inscripción que se pone en juego, una y otra vez, en cada escritura. Para empezar, entonces, el gesto con el cual soportamos la palabra dicha, a partir del cual una palabra es asumida, tiene el estatuto de aquello que se presenta sin estar nunca plenamente presente, o que solo se presenta en el mismo momento en el que se borra y desaparece como gesto “que tiene lugar en un presente”. El carácter evanescente del gesto, el desplazamiento continuo del presente y del “tener lugar” en el que éste se hace presente, la presencia del gesto como “lo que se pierde continuamente” es la característica más propia de un tipo de esfera de la experiencia humana que escapa a la palabra y al logos aunque no deje de depender, intrínsecamente, de esta misma esfera, la de la palabra y el logos, de la que es al mismo tiempo irreductiblemente heterogénea. Si el gesto con el que soportamos la palabra escrita se inscribe en el papel escrito, esta inscripción es siempre, en suma, la inscripción de lo que no puede ser ni totalmente grabado ni totalmente inscrito. Se inscribe y se borra en el mismo momento en el que se inscribe, o solo se inscribe a condición de perderse en la inscripción misma. El gesto es en cuanto tal inaprensible en la medida en la que es imposible que sea retenido como una inscripción completa o como la presencia plena de lo inscrito en lo escrito. Pero que sea inaprensible no significa, sin embargo, que no sea transmisible, que no se dé a percibir, o mejor aun a sentir, aunque siempre se sienta o se perciba como la pérdida de lo que acaba de ser percibido o sentido. Pero avancemos un poco más en la estructura de esta idea y miremos con más detenimiento esta forma no plena, esta forma incompleta de la

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