El parpadeo de la política. Juan José Martínez Olguín

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El parpadeo de la política - Juan José Martínez Olguín Filosofía y Teoría Política

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de la indignación que le despierta el hecho de ver que su tierra natal se resiste a la emancipación política y a los beneficios de la Revolución Francesa. La carta y los párrafos que citamos, las expresiones que Marx emplea no encierran solo eso. Aunque por supuesto la crítica contiene algo de esto y efectivamente tiene en parte como blanco al régimen monárquico y el despotismo que gobierna Alemania. De hecho, concluye Marx en esta misma carta de marzo de 1843: “El principio de la monarquía es, en general, el principio del hombre despreciado y despreciable”. Pero la furia y las críticas que Marx dispara contra su país de origen encierran también un aspecto mucho más profundo que la sola y única crítica a la monarquía alemana y al régimen premoderno que todavía mantiene en pie a la Confederación germana: en ellas podemos ver, en efecto, cómo asoma el relato a partir del cual se constituye una historia muy específica. En la referencia a Aristóteles, aunque bien sea un Aristóteles imaginario, un Aristóteles alemán, y en todo lo que ésta comprende: en el dominio del silencio o en el silencio como único medio de entenderse, en la ausencia de la palabra y en la existencia de hombres que son casi hombres, de bestias políticas deshumanizadas, en todo ello se muestran, en suma, los síntomas de la historia sobre la que se cierra la filosofía política, que es la historia del zoon politikon como traductor de una humanidad plena y siempre presente. Una historia que, precisamente, comienza con Aristóteles. Escribiendo sobre el mundo político alemán, entonces, Marx no hace otra cosa que confirmar esa historia. No lo sabe, pero lo hace16.

      — II —

      Después de haber sido obstruida durante un largo tiempo por el marxismo que hacía de la política la máscara o la expresión accesoria de las relaciones sociales, después de haber sido incluso sometida a las intrusiones de lo social y las ciencias sociales, la filosofía política parece venir a afirmar –escribe Rancière en La mésentente– su retorno a escena y un resurgimiento de su vitalidad. Y esto –agrega– en nombre de una restauración purificadora de la política. Corrían, cuando Rancière escribía estas palabras, los primeros años de la década de 1990. Pero lejos de adherir a este movimiento aparentemente restaurador de la filosofía política, el otrora discípulo de Althusser intenta con ellas denunciar y revelar su falsedad. Porque lejos de consumar el objetivo con el que viene a anunciar esta restauración, el de la purificación de la política, este movimiento y esta falsa restauración solo vienen a consumar su supresión, es decir la supresión de la política. La singularidad de esta supresión es que ahora, es decir en la época en la que Rancière escribía el texto al que hacemos referencia, que bien podría ser también la nuestra, ella se realiza en pos de asegurar la legitimidad del estado de derecho y de la democracia liberal. Pero a decir verdad, esta vocación de la filosofía política por suprimir su propio objeto, por conspirar contra su elemento más íntimo, por decirlo de alguna manera, no es original a los años noventa ni mucho menos una vocación inédita. Está, si se quiere, en la raíz y en el origen mismo de esta diciplina. Y esto es, en efecto, lo que el propio Rancière intenta también demostrar y denunciar en La mésentente. La supresión de la política por parte de la filosofía política –para asegurar en este caso, escribe Rancière, una reflexión que va “apenas (…) más allá de lo que los administradores del Estado pueden argumentar sobre la democracia y la ley, sobre el derecho y el estado de derecho”– no es de ningún modo algo nuevo ni mucho menos. Existe –insistimos– desde sus inicios como disciplina. Si, en todo caso, por aquellos años ella se consumaba en nombre de la democracia, a lo largo de la historia de la filosofía política ella se consuma en nombre del orden o de la comunidad. Desde siempre, dicho de otro modo, la filosofía política estuvo nutrida por distintas tradiciones y escuelas que hicieron de la política una esfera o una sub-esfera de lo social. Un simple subsistema del sistema social. Un subsistema, en efecto, en donde se administra lo social, es cierto, pero en donde solo se administra lo social. Una esfera, entonces, reducida a la mera administración, a la pura gestión de los asuntos colectivos, es decir de la comunidad, pero una esfera, también y precisamente por esto, que involucra una reflexión que entiende a la política como la sola dimensión institucional, estatal o gubernamental de esa comunidad o sociedad. Por lo que no es casual que el estado de derecho y la democracia liberal, la forma jurídica de gobierno “hegemónica” en la actualidad haya sido, cuando Rancière escribía aquellas páginas, pero también en nuestros días, el lugar más adecuado para que esa supresión –valga la redundancia– haya tenido lugar. Contra esta interpretación de la política, entonces, se levanta y se rebela el texto de Rancière. Contra esta metáfora débil de la política, para retomar las palabras de Emilio de Ípola, o contra esta concepción anti trágica de lo político, para recuperar las de Eduardo Rinesi, se pelea La mésentente. Y en su lugar propone otra concepción de la política. Una que no esté destinada a comprenderla como una mera esfera o subsistema de lo social. Es contra esta supresión de la racionalidad propia de la política en favor de la filosofía, por ende, que Rancière acuña la idea del desacuerdo (mésentente). La política es, en este sentido, la esfera en donde se instituye y no en donde se administra lo social. Y esa institución conlleva siempre, sostiene, un desacuerdo o un conflicto que pone en crisis el orden o el arreglo, el fundamento, en el que se sostiene la comunidad. No hay política sin conflicto o sin ruptura de la comunidad.

      Todo el texto de Rancière podría leerse, de hecho, como una lúcida querella que no solo tiene como objeto a la versión última de esta concepción de la política, que tiene en la restauración de la filosofía política de los años noventa y en su vocación legitimadora de la democracia liberal su ejemplo más claro, sino a esta concepción de la política en cuanto tal, como forma de encarnación de la filosofía política misma. Pero en esta lúcida querella que emprende Rancière desde el inicio de La mésentente varios puntos quedan oscuros. En primer lugar, porque esa querella refleja mucho menos la existencia de dos tradiciones que se excluyen mutuamente que la existencia de dos tradiciones que, por decirlo de algún modo, se complementan. No hay algo así como una racionalidad propia de la política que sería la verdadera, la del desacuerdo, y una racionalidad ajena a la política, la de la metáfora débil o anti-trágica de la política, que sería la expresión de una falsa reflexión sobre ésta. Esta tensión entre dos ideas o tradiciones sobre lo que es la política, subsistema o fundamento del sistema, esfera de las instituciones o de la acción, lugar de la revolución o de la legitimación del orden, es constitutiva de la política misma. La ambigüedad de la palabra política está en el corazón de la política. En segundo lugar, y más importante aun, porque tanto la una como la otra comparten un mismo origen y una misma evidencia. El origen al que se remontan ambas reflexiones sobre la política son las frases ilustres del Libro I de la Política de Aristóteles, es decir el célebre pasaje sobre el zoon politikon en donde el filósofo griego define al hombre como un animal político. Un origen, en efecto, que el propio Rancière reconoce no solo para la tradición de la filosofía política a la que se enfrenta sino también para la que él encarna y defiende: “Comencemos entonces –escribe apenas inicia La mésentente– por el comienzo, es decir las frases ilustres que en el Libro I de la Política de Aristóteles definen el carácter eminentemente político del animal humano”. Y enseguida, a propósito de estas “frases ilustres”, agrega contra algunos de los representantes más significativos de la tradición a la que querella: “Así se resume la idea de una naturaleza política del hombre: quimera de los antiguos, según Hobbes (…) o, a la inversa, principio eterno de una política del bien común y de la educación ciudadana que Leo Strauss opone al hundimiento utilitarista moderno de las exigencias de la comunidad”. Lo curioso, en todo caso, es que el propio Rancière hace uso de esas mismas frases y de ese mismo pasaje para desarrollar su propia perspectiva sobre la política como desacuerdo. Si hay desacuerdo sobre el orden comunitario, es decir si hay política, es porque algunos son reconocidos como seres parlantes mientras que otros solo son vistos como seres que emiten sonidos, como animales, sin capacidad de manifestar lo justo y lo injusto. Pero volvamos al célebre pasaje sobre el zoon politikon, sobre las frases ilustres de Aristóteles, para comprender mejor este origen compartido y la evidencia que, producto precisamente de este origen, da cuenta de lo que une a ambas tradiciones haciendo de ellas y de la filosofía política en su conjunto una misma tradición, por un lado, y una tradición logocéntrica, al mismo tiempo:

      La

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