El parpadeo de la política. Juan José Martínez Olguín

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El parpadeo de la política - Juan José Martínez Olguín Filosofía y Teoría Política

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eso la tienen los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. En cambio, la palabra (logos) existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, tener el sentido (aisthesis) del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto (…)17.

      Con la simpleza y la profundidad que lo caracteriza Aristóteles escribe lo que rápidamente se va a convertir, como bien señala Rancière, en el momento originario o fundacional de la filosofía política: la razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal político es evidente: el hombre es el único que posee la palabra. En la posesión del logos se presenta, así, lo que en el hombre es su verdad, su condición política, su humanidad de hombre. Y lo que resulta evidente para Aristóteles resulta, desde Aristóteles, evidente para la historia de la filosofía política en su conjunto: la humanidad del hombre es la humanidad presente en el habla, presente plenamente en el logos y en la posesión de la palabra. Ya sea, por lo tanto, que esa humanidad de la que es índice el logos garantice la existencia de una esfera singular o específica de lo social, la esfera en donde se dirimen, precisamente a través de la palabra, los asuntos de la comunidad, asimilando el logos que manifiesta lo justo y lo injusto a la deliberación por la cual las particularidades de los individuos resultan subsumidas, por así decirlo, en la universalidad del Estado, como quiere la tradición institucionalista o consensual de la filosofía política –contra la cual se pelea Rancière–, o ya sea que esa humanidad de cuyo índice es el logos sea, por otro lado, el lugar de una partición, de un desacuerdo fundamental, es decir de un conflicto en donde lo que se dirime es la calidad misma de los interlocutores que en ese desacuerdo o conflicto tienen parte, siendo esta última en consecuencia el lugar en donde se instituye y no en donde se administra vía el consenso o la deliberación lo social, como quiere en efecto Rancière; sea cual fuere, en fin, la tradición que se desprenda de esta concepción del hombre como animal político, la evidencia primera y primordial que las hace posible es la misma: la que dice que el hombre se diferencia del resto de los animales porque posee la palabra, es decir la que hace del logos el indicio de la presencia, de la plena presencia, de su humanidad.

      El principio que regula la naturaleza política del hombre, dicho de otro modo, se mantiene intacto en cualquiera de los dos casos. Sin embargo, ese principio que en la filosofía política opera desde siempre como una evidencia: ¿no es un principio o una evidencia logocéntrica? O mejor aun: ¿no es esa evidencia o ese principio la evidencia o el principio logocéntrico por excelencia? Es evidente, ya que hablamos de evidencias, que en este origen y en este célebre pasaje que marca a la historia de la filosofía política se dejan ver las huellas de un pensamiento y de una época –al que ese pensamiento pertenece– que en términos más amplios se extienden más allá de la filosofía política y que, por lo tanto, la contienen. Es decir: el principio que vuelve evidente la naturaleza política del hombre, la posesión del logos, es en verdad una variante específica y singular, propia de una disciplina y de la reflexión que es propia de esa disciplina, de un tipo de pensamiento cuyo origen ya no le pertenece estrictamente hablando a la filosofía política, aunque por supuesto ella contribuya con su historia a desarrollarlo y a consolidarlo como tal. En suma, y esto es en definitiva lo que queremos subrayar, es decir el segundo y último punto oscuro que para volver a nuestro argumento queda sin problematizar en la lúcida querella que emprende Rancière en La mésentente, en ese célebre pasaje sobre el zoon politikon vemos cruzarse dos historias distintas: la de la filosofía política, por un lado, y la de la filosofía a secas, por el otro. La evidencia de que el hombre es un animal político porque posee la palabra muestra, de este modo, que la historia de la filosofía política forma parte de otra historia y de otra época y que esa otra historia y esa otra época son la de la filosofía y la de la época logocéntrica.

      En primer lugar, entonces, habría que penetrar mejor en las profundidades de esta época para entender mejor cómo funciona el logocentrismo del que la filosofía política es una expresión singular y específica. Según Derrida, quien es sin dudas el máximo exponente de la crítica a la reflexión logocéntrica, por un lado, y el filósofo que, por el otro, hizo de esa crítica una de las marcas más originales de su pensamiento, la historia de la filosofía está marcada por una evidencia que, si bien es distinta a la que marca a la historia de la filosofía política es –por las razones que veremos enseguida– su fundamento: la evidencia –afirma Derrida allá por la década de 1960– que concibe a la escritura como una instancia derivada o secundaria con respecto al habla e, incluso, como una instancia maléfica con respecto a ésta. “La escritura –sostiene el autor de De la gramatología– tendría (…) la exterioridad que se le concede a los utensilios: instrumento imperfecto, por añadidura, y técnica peligrosa, casi podría decirse maléfica”18. Es decir: desde el Fedro de Platón, pasando por Levi-Strauss y Rousseau –aunque para ser justos la posición de este último es ambigua puesto que por momentos reescribe esa historia y por momentos la contradice haciendo de esa añadidura de la escritura con respecto al habla una añadidura que ya no es el juego de una adición, o una suma, sino la economía de un suplemento– la filosofía no ha dejado de tratar a la escritura como la herramienta desgraciada de la palabra hablada. Por una parte, por lo tanto, lo que se propone Derrida en este clásico texto es en lo fundamental delimitar qué es lo que se esconde con esa evidencia: ¿qué oculta la evidencia de lo que es, para la historia de la filosofía, evidente: la relación de exterioridad de la escritura con respecto al habla? Básicamente, lo que ya es mucho, el rechazo de la escritura como una práctica que tenga algo que ver, en su ser, con eso que la filosofía llama precisamente el ser, el eidos o la verdad19. Si para la historia de la filosofía la phoné, es decir la voz, es el lugar de un privilegio, si el habla se encuentra, desde Aristóteles y Platón hasta –casi– nuestros días, antes y primero que la escritura es precisamente porque la voz o el habla poseen, con respecto al ser, una relación de proximidad absoluta que la escritura no tiene.

      La perspectiva que describe perfectamente esta concepción ontológica del lugar de la voz y el habla, que supone la marginación de la escritura como instancia simplemente secundaria con respecto a la palabra hablada, es aquella que sostiene que existe una relación inmediata, originaria y primordial, entre el sonido y el pensamiento o entre la voz y el sentido –es decir la que comprende la apertura a lo que es como un fenómeno originariamente acústico–20. Para la historia de la filosofía, dicho de otro modo, el ser está plenamente presente en la voz porque la voz está en contacto directo con el alma, lo que ya el propio Aristóteles afirmaba muy tempranamente: “los sonidos emitidos por la voz –escribe Aristóteles en De la interpretación– son los símbolos de los estados del alma”. Esta inmediatez es, en efecto, lo que oculta en última instancia esta evidencia logocéntrica que, como vemos, es también una evidencia fonocéntrica porque el logocentrismo se escribe siempre en esta historia con la pluma del fonocentrismo. Más allá de los nombres propios, se trate de Platón o Heidegger, de Hegel o Aristóteles, este vínculo originario y esencial entre logos y phoné –dice Derrida– jamás fue roto21. Ahora bien: lo que también desarrolla Derrida con algo más de profundidad en otro ensayo de la misma época –publicado sin ir más lejos en el mismo año que De la gramatología– es que esta inmediatez entre sonido y pensamiento, entre la voz y el sentido, es lo que delimita muy particularmente el fenómeno metafísico por excelencia que el pensamiento occidental se ocupó una y otra vez de desarrollar según esta lógica logo-fonocéntrica: el fenómeno de la voz (humana) que también en su concepción describe el fenómeno más primario y profundo de la conciencia. La unidad originaria y esencial entre logos y phoné explica, en otros términos, la unidad metafísica de la voz, o de la conciencia, como fenómeno pleno e indivisible, cerrado a sí mismo y al “a sí” de su presencia. Es en La voz y el fenómeno –ensayo al que hacemos referencia– en donde Derrida intenta describir, a partir de la obra de Husserl y en un texto marcado por las disidencias de su filosofía con respecto a la fenomenología, esta unidad metafísica. Tanto Husserl como la fenomenología en general, afirma Derrida, son incapaces de determinar lo que de la voz ya no pertenece exclusivamente a la voz: el instante del parpadeo y de su duración que, como en la vista, es la condición de su emergencia. En el fenómeno de la vista, el parpadeo del ojo es, por un lado,

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