La madre secreta. Lee Wilkinson
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Aunque Caroline aceptó el pedazo de papel automáticamente, no había oído una sola palabra desde el nombre Matthew Carran.
Los latidos del corazón le resonaban en los oídos, y una profunda oscuridad amenazaba con engullirla. Cuando la puerta se cerró, inclinó la cabeza y la puso entre las rodillas. Segundos después, se le pasó el mareo y se irguió en el asiento. Era casi increíble que el hombre que necesitaba una niñera con urgencia fuera el único para el que no podía trabajar.
¿Sería el mismo hombre? La dirección era distinta. Matthew era un nombre bastante corriente pero Carran no, y todo lo demás encajaba: Sí, tenía que serlo.
Según sus últimas noticias, la madrastra de Matthew cuidaba de su nieta, un bebé, y él estaba a punto de casarse. Pero parecía que ahora estaba viudo o divorciado y, al morir la abuela, la niña había quedado en manos de una niñera. Con angustia, Caroline recordó las palabras de Lois Amesbury: «Creo que la niñera no le gustaba a la pobre nena».
Caroline cerró los ojos con fuerza y se clavó las uñas en las palmas de las manos, luchando contra las lágrimas. Deseó que su situación fuera distinta, pero lo cierto era que en unas semanas estaría sin trabajo y sin casa.
¿O quizá no? Matthew no la relacionaría con el nombre Caroline Smith; cuando la conoció se llamaba Kate Hunter. Y no había muchas posibilidades de que la reconociera físicamente. Ella misma se sorprendía cuando pasaba ante un espejo y éste le devolvía la imagen de una extraña. Cuando tenía veintidós años pesaba unos nueve kilos más, tenía el pelo corto, rubio y rizado. Ahora lo llevaba largo, liso y de su color natural, castaño ceniciento. Entonces era joven, fresca y de curvas sensuales. Ahora era vieja, si no en años, sí en experiencia, estaba delgada, casi huesuda, y su brillo se había extinguido.
No, no la reconocería. Había sufrido tantas operaciones de cirugía plástica que ni su propia madre la hubiera reconocido.
Era demasiado arriesgado. Aún recordaba su mirada, el desprecio y condena de su expresión la última vez que se vieron. Pero el intenso deseo de volverlo a ver, la necesidad de conocer a su hija, le dolía casi físicamente.
No podía hacerlo. Sería una locura. Reabriría todas sus heridas y destrozaría la escasa paz de espíritu que había recuperado.
Pero conseguir ese trabajo de niñera sería la respuesta a todas sus oraciones.
Esa clara y fría mañana, la Quinta Avenida estaba desbordada de tráfico y peatones, sus brillantes tiendas y lujosos escaparates rivalizaban con la luz del sol. En las esquinas de las aceras había montones de nieve sucia y gris, pero el Central Park parecía un paraíso invernal y había gente patinando en el lago y en la pista de hielo Rockefeller.
Descubrió que el edificio Baltimore tenía vistas al parque. De pie en el vestíbulo de mármol, bajo una impresionante lámpara de araña, Caroline admitió que se estaba comportando como una estúpida. Pero la posibilidad de conseguir el más profundo deseo de su corazón era más fuerte que ella.
Tras una noche casi insomne, después de dar el desayuno a las gemelas, marcó el teléfono que Lois Amesbury había anotado, esperando, ansiosa, oír la voz de Matthew. Fue una decepción escuchar la voz de una mujer con fuerte acento irlandés, que se identificó como ama de llaves del señor Carran. Caroline expuso la razón de su llamada y poco después el ama de llaves volvió al teléfono.
–El señor Carran estará encantado de recibirla a las nueve y media, señorita Smith. Me ha dicho que venga en taxi y él le reembolsará el importe.
Caroline tenía tiempo de sobra y pensó que caminar un rato la tranquilizaría, así que se bajó del taxi unas manzanas antes de llegar a su destino. Eran casi eran las nueve y media cuando, junto a los ascensores, tuvo que reconocer que su estrategia había fallado: tenía el estómago revuelto y los nervios a flor de piel. Pulsó el botón que la llevaría al ático del piso sesenta y cinco. El rápido ascensor se puso en marcha y ella sacó unas gafas de montura oscura del bolso y se las puso. Aunque ya no le hacían falta para disimular la cicatriz que había cruzado su cara, pasando por la nariz y elevándose hasta el ojo, prefería usarlas. Eran algo tras lo que ocultarse. Los cristales tintados alteraban el claro color aguamarina de sus ojos, volviéndolo de un azul más oscuro; eso la proporcionaría una migaja más de confianza, que necesitaba con desesperación.
El ama de llaves, de mediana edad, abrió la puerta y aceptó su abrigo, que colgó en el perchero del vestíbulo.
–El señor Carran la espera en su estudio –dijo, mirando con aprobación el moño clásico, el vestido recto de lana y las botas de la recién llegada–. Es aquella puerta de la izquierda.
Caroline cruzó el recibidor, lujosamente alfombrado, con paso tembloroso. Llamó a la puerta y esperó.
–Entre.
Tras casi cuatro años, la voz profunda y poderosa le resultó dolorosamente familiar. Tragó saliva; su mano, recubierta de sudor frío, resbaló en el pomo. Finalmente consiguió abrir la puerta y entrar en el estudio, cuyas paredes estaban recubiertas de libros.
Matthew Carran estaba sentado tras una brillante mesa de oficina, con un bolígrafo dorado en la mano y un montón de papeles ante sí. No llevaba chaqueta y se había aflojado la corbata, como si le molestara el traje. Las mangas arremangadas de su camisa dejaban al descubierto unos brazos delgados y musculosos, matizados por un suave vello oscuro.
Al verla se puso en pie y se quedó parado, sin hablar, mirándola de arriba a abajo lentamente.
Parecía más alto, los hombros aún más anchos bajo la camisa de rayas finas; pero el rostro anguloso y duro, el pelo negro como el carbón y sus preciosos ojos verde dorado no habían cambiado.
Aunque se había creído preparada, una oleada de emoción la inundó. La habitación comenzó a dar vueltas y la misma sensación de mareo de la tarde anterior amenazó con engullirla. Agachó la cabeza, se mordió el labio con fuerza y se concentró en el dolor para no perder el conocimiento.
–¿Está bien? –preguntó él.
–Sí… –dijo, levantó la cabeza y tragó saliva, notando el sabor salado de su propia sangre–. Muy bien, gracias.
–¿Quiere sentarse?
Ella, agradecida, se hundió en la silla y él volvió a ocupar su lugar tras la mesa.
–Está muy pálida. ¿Ha estado enferma? –preguntó con un tono de genuina preocupación.
–No –era la verdad y no añadió nada más.
–¿Se ha tomado muchos días libres cuando trabajaba para la señora Amesbury?
–Acordamos que libraría un día a la semana y fines de semana alternos –replicó ella– y alguna que otra noche si me parecía necesario –añadió, aunque nunca había hecho uso de esa opción.
–Me refería a días por enfermedad y cosas así.
–Ninguno. Tengo muy buena salud –«ahora», pensó.
–Si está pensando en trabajar para mí debemos