Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods Tiffany

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la distancia que le separaba de sus hijas siempre había sido insalvable.

      –Te has ofendido cuando Cora Jane ha rechazado tu ofrecimiento, ¿verdad? Has pensado que ella no te necesita aquí, y que por eso no ha aceptado tus sugerencias respecto a las reformas.

      –Puede ser –las lágrimas que le inundaron los ojos sirvieron para corroborar la teoría de Boone.

      Él le puso un dedo bajo la barbilla antes de asegurarle con voz firme:

      –Tu abuela te necesita, Em. Necesita teneros a las tres aquí, y no por lo que podáis hacer ni por la ayuda que podáis prestarle, sino porque está envejeciendo y os echa de menos. Tenlo en cuenta, por favor. Os quería lo suficiente como para dejaros ir, pero eso no quiere decir que no quiera teneros a su lado de vez en cuando. Le hace falta cuidaros, entrometerse un poco en vuestras vidas, volver a sentirse querida por vosotras –se sintió mal al ver que ella lloraba aún más.

      –¿Cuándo demonios te has vuelto tan listo y sensible? –le preguntó, con la voz entrecortada.

      –Siempre lo he sido –le aseguró él, sonriente–. A lo mejor no te diste cuenta en aquel entonces porque lo único que te interesaba de mí era mi cuerpo.

      Como ante eso no tenía ninguna respuesta que no fuera una mentira descarada, Emily dio media vuelta y se alejó mientras se secaba con exasperación las lágrimas.

      Boone se echó a reír al ver que no contestaba, pero no pudo evitar seguirla con la mirada y preguntarse hasta qué punto iba a complicarse su vida. A pesar de lo que ella había afirmado, a pesar de lo que él le había prometido, estaba convencido de que lo que había entre ellos no había terminado ni mucho menos… y lo más probable era que eso causara unos problemas y un dolor que él no estaba preparado para afrontar de nuevo.

      A última hora de la mañana, el móvil de Cora Jane había sonado media docena de veces y habían aparecido para ayudar a limpiar tanto camareros como miembros del personal de cocina del restaurante. Ella les había puesto a trabajar en la cocina, para que quedara limpia como una patena y pudiera pasar, si fuera necesario, incluso la más dura de las inspecciones sanitarias.

      El último en llegar fue Jeremiah Beaudreaux, más conocido como Jerry, que prácticamente llevaba cocinando en el Castle’s desde que el restaurante había abierto por primera vez sus puertas. Aquel hombre que en otra época había sido un pescador de Luisiana tenía sesenta y tantos años, medía más de metro ochenta, seguía gozando de una buena salud y, aunque tenía el rostro curtido por el tiempo y el pelo canoso, seguía teniendo una sonrisa que iluminaba sus brillantes ojos azules.

      –¿Qué ven mis ojos?, ¡qué sorpresa tan agradable! –exclamó al ver a Emily, Samantha y Gabriella, que estaban barriendo el comedor y apilando los escombros–. Está claro que no hay mal que por bien no venga, Cora Jane.

      –Yo de ti esperaría a ver en cuántos líos se meten, Jerry –le contestó ella, en tono de broma.

      –¡Venid a que os dé un abrazo! –exclamó, antes de darle a cada una de ellas un abrazo de oso que las levantó del suelo.

      –¿Cómo te has puesto tan fuerte? –le preguntó Emily, sonriente, tal y como había hecho la primera vez en que la había lanzado al aire de niña. En comparación con su delgado abuelo, Jerry le había parecido un cariñoso gigante.

      –Cargando esas ollas de hierro llenas de sopa de cangrejo para tu abuela. Bueno, voy a la cocina para ver qué es lo que hay que hacer. Esos jovencitos que tienes trabajando ahí van a hacer una chapuza sin mi supervisión, Cora Jane.

      –Algunos de esos «jovencitos» son tan viejos como tú, Jeremiah Beaudreaux. Saben bien lo que tienen que hacer.

      –Estaré más tranquilo si veo los resultados con mis propios ojos –miró sonriente a Emily y a sus hermanas, y les guiñó el ojo–. Nos sentaremos a charlar largo y tendido cuando este sitio esté arreglado. Cora Jane, Andrew me ha dicho que estará aquí dentro de una hora más o menos, en cuanto ayude a su abuela a poner a secar al sol unas cuantas cosas. Ponle a trabajar en lo que haga falta, le prometí a su abuela que aquí le tendríamos ocupado para que no se meta en líos –al ver a B.J., exclamó–: ¡Aquí está mi mejor ayudante! ¿Te vienes conmigo, jovencito?

      –¡Claro, te ayudo en lo que haga falta! –le contestó el niño con entusiasmo.

      Antes de entrar en la cocina, Jerry se detuvo y miró a Cora Jane con ojos penetrantes.

      –¿Estás bien? Tendremos este sitio a punto en un periquete, no te preocupes por nada. ¿De acuerdo?

      Emily notó cómo se miraban, y esperó a que él entrara en la cocina antes de preguntar:

      –¿Ha notado alguien más la mirada que Jerry acaba de lanzarle a la abuela?

      –¡No digas tonterías, jovencita! –se apresuró a decir Cora Jane, a pesar de que sus mejillas se tiñeron de un rubor de lo más sospechoso–. Jerry es mi mano derecha en el restaurante desde hace años, fue uno de los mejores amigos de vuestro abuelo.

      Samantha la miró con ojos chispeantes al comentar:

      –Pues a mí me parece que le gustaría que fuerais algo más que amigos.

      –Yo también lo creo, abuela –apostilló Gabi–. ¿Hay algo que quieras contarnos?

      Cora Jane las miró con exasperación.

      –No penséis que vais a darle la vuelta a las cosas y a interferir en mis asuntos para intentar que yo no me meta en los vuestros. Venga, hay que seguir trabajando. Estamos dando muy mal ejemplo a la gente que ha venido a ayudar.

      Emily dejó a un lado el tema y agarró su escoba; al cabo de un momento, Gabi se acercó y apiló en un único montón lo que ambas habían recogido antes de preguntar:

      –No creerás de verdad que hay algo entre Jerry y la abuela, ¿no? Supongo que lo has dicho para tomarle un poco el pelo.

      –La verdad es que he visto algo raro. A lo mejor no ha sido nada más que dos viejos amigos mirándose con afecto, pero a mí me ha dado la impresión de que había algo más.

      –¿Y te parecería mal? Seguro que a veces se siente sola, hace mucho que perdió al abuelo.

      –Sí, nunca había pensado en ello –admitió Emily–. Supongo que los hijos no suelen plantearse si sus padres se sienten solos, y mucho menos sus abuelos.

      –Nosotras somos adultas, deberíamos ser más sensibles.

      –Boone me ha comentado algo así antes.

      –Vaya, así que ahora mencionas lo que él ha dicho, ¿no? ¡Vaya cambio! –dijo Gabi, con una sonrisa traviesa.

      –No exageres. Él ha comentado que el hecho de que la abuela nos dejara marchar no significa que no quiera que vengamos de vez en cuando, que no nos necesite.

      –En eso tiene razón. Ni siquiera yo vengo tanto como debería, y eso que soy la que vive más cerca. Y de papá, mejor no hablar. No recuerdo cuándo pisó Sand Castle Bay por última vez hasta el otro día, cuando vino a buscarla en su coche. Ni siquiera cruza Raleigh para venir a verme a mí, a

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