Las asociaciones público-privadas y el sector eléctrico en México. Luis José Béjar Rivera
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Lo que busca fundamentalmente con la participación ciudadana en las funciones administrativas es ofrecer un cauce a la expresión de las demandas sociales que sea también útil para controlar las decisiones que las autoridades administrativas adoptan en el marco de sus poderes discrecionales. No es que con la participación se vaya a sustituir o eliminar totalmente la decisión soberana e irresistible que está encomendada a la Ley (García de Enterría), sino que el ciudadano, que, en definitiva, es depositario del derecho originario de la soberanía ya no está dispuesto a dejar en las exclusivas manos de la Administración la definición del interés general, sobre todo cuando las decisiones se resuelven en puros criterios de oportunidad. El ciudadano ya no interviene sólo, según era tradicional, para defender sus personales intereses, sino para tomar parte en las decisiones que afectan a la comunidad en que vive12.
Hoy en día ya no puede decirse que el control exclusivo de la Administración Pública recae sobre el Estado, sino que es la ciudadanía la que se manifiesta como el beneficiario definitivo de la Administración. Es por ello por lo que cada vez cobra mayor peso la participación ciudadana, no solo en el ámbito del ejercicio de los derechos políticos –y aún más de la simple consulta establecida en el artículo 26, apartado A, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) y la Ley de Planeación (LP) que le permite concertar algunos temas al momento de elaborar el Plan Nacional de Desarrollo (PND), o la Ley Federal de Consulta Popular, que le posibilita opinar sobre temas de trascendencia nacional13–, sino también como un ejecutor directo de las políticas públicas, como lo señala Rodríguez-Arana:
La participación de los ciudadanos en el espacio público está, poco a poco, abriendo nuevos horizontes que permiten, desde la terminación convencional de los procedimientos administrativos, pasando por la presencia ciudadana en la definición de las políticas públicas, llegar a una nueva forma de entender los poderes públicos, que ahora ya no son estrictamente comprensibles desde la unilateralidad, sino desde una pluralidad que permite la incardinación de la realidad social en el ejercicio de las potestades públicas14.
Es precisamente en este entorno donde se encuentra la incorporación de las asociaciones público-privadas como una modalidad más para que el Estado pueda cumplir con sus cometidos y, de alguna manera, mitigar el impacto directo (o por lo menos diferirlo) en las finanzas públicas por el desarrollo de proyectos de infraestructura.
Ahora bien, es importante destacar que la asociación público-privada claramente no es la única opción con la que cuenta el Estado. Este dispone de una batería importante de instituciones e instrumentos jurídicos para alcanzar sus cometidos, tales como las concesiones y los contratos de obra pública (y, entre estos, los denominados llave en mano), todo en el marco de un derecho administrativo, por decirlo de alguna manera, tradicional. A lo largo del capítulo VI se hará referencia a este punto.
En México, desde el punto de vista histórico, la industria eléctrica (materia específica a la cual se hará referencia en el capítulo VIII de este trabajo) inició a finales del siglo XIX como una actividad estrictamente privada, y en 1895 se otorgó la primera concesión a la Societé Du Necaxa, que luego fue traspasada a The Mexican Light and Power Co.; en 1896, el entonces Distrito Federal (hoy Ciudad de México) celebró una serie de contratos de concesión con la empresa Siemens Halske15. Según lo señala Emilio O. Rabasa, para el año de 1911 se calculaba la existencia de 199 compañías de luz y fuerza motriz16. En el año de 1937, el presidente Lázaro Cárdenas decretó la creación de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), con lo que dio comienzo a la participación pública en la industria, en un esquema de concurrencia con los particulares. Este modelo se transformó con el paso de los años, y de operar mediante concesiones pasó a hacerlo por conducto de dos organismos públicos descentralizados: la ya referida CFE y Luz y Fuerza del Centro (LyFC), monopolios públicos vertical y horizontalmente integrados que operaban sobre una base regional. Así, en términos generales, LyFC operaba en el centro del país y comprendía la Ciudad de México y parte de los estados de México, Hidalgo, Morelos, Puebla y Tlaxcala, mientras que el resto del territorio nacional estaba a cargo de la CFE. Esta situación se mantuvo hasta entrados los primeros años del siglo XXI.
El 11 de octubre de 2009 fue publicado en el Diario Oficial de la Federación (DOF) el Decreto de Extinción de Luz y Fuerza del Centro, cuyo efecto fue la desaparición de este organismo público y la asunción plena por parte de la CFE de la prestación del entonces servicio público de energía eléctrica en la totalidad del país, ahora como monopolio único de propiedad estatal17.
En el año 2013, a consecuencia de la reforma constitucional popularmente llamada reforma energética, el modelo estructural de la industria eléctrica se modificó y la CFE se transformó, de modo que pasó de ser un organismo descentralizado a convertirse en una empresa productiva del Estado (EPE)18. Más adelante, en el apartado correspondiente, se abundará sobre este tema.
En el último capítulo de este trabajo precisamente se abordará la viabilidad de que el Estado utilice el esquema de asociación público-privada en la industria eléctrica como un modelo que le permita al Estado –en este caso, a la CFE como EPE– abandonar los modelos tradicionales de contratación pública y determinar si en efecto representa ventajas para el sector.
No resta más que agradecer al lector el interés que pueda mostrar sobre esta obra.
I. LA CONTRATACIÓN PÚBLICA EN MÉXICO: BREVES COMENTARIOS
La contratación pública en México es de una regulación bastante compleja, ya que, si bien la Administración no inventa los contratos, sí los toma prestados del derecho privado, pero sometiéndolos a ese régimen exorbitante que caracteriza al derecho administrativo. Así, es posible señalar que, en su origen, se trata de un fenómeno iuspublicitador de figuras propias del derecho privado, a partir del cual se han desarrollado los llamados específicamente contratos administrativos.
El núcleo duro de la regulación existente en México hoy en día en materia de contratación pública se manifiesta en una redacción rígida del texto constitucional, que en su artículo 134 regula las contrataciones del Estado19, y en la legislación que lo desarrolla, en específico, la Ley de Obras Públicas y Servicios Relacionados con las Mismas (LOPSRM)20, la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público (LAASSP) y, más recientemente, la Ley de Asociaciones Público-Privadas (LAPP)21, materia del presente trabajo.
Sin embargo, más allá de ese núcleo duro de regulación, la contratación pública se encuentra también sometida al bloque íntegro del régimen exorbitante propio del derecho administrativo (presupuesto, transparencia, rendición de cuentas, responsabilidades administrativas de los servidores públicos, etc.).
En México, el contrato administrativo ha sido definido por Delgadillo Gutiérrez “como el acuerdo de voluntades entre la Administración Pública y un particular con el que se crean derechos y obligaciones para la satisfacción del interés público, y que se encuentra sujeto a un régimen de derecho público”22.
Por su parte, Serra Rojas lo conceptualiza como
una obligación bilateral,