Amor perdido - La pasión del jeque. Susan Mallery
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Kari titubeó frente a las puertas de entrada de cristal doble, pensando si realmente necesitaba cobrar el cheque. Quizá, sería mejor pagar una comisión de servicio y sacar el dinero del cajero automático. Luego, se dio cuenta de que era mejor que todos supieran cuanto antes que había vuelto al pueblo sólo de manera muy temporal: cuanto antes contestara todas las preguntas, mejor. Así, quizá, podría tener un poco de paz. Quizá.
Además, estaba la emoción añadida de descubrir si Ida Mae seguía llevando tupé. ¿Cuánta laca era necesaria para conseguir levantarse el pelo de aquella manera? Kari sabía que Ida Mae sólo iba a la peluquería una vez a la semana, pero su peinado se mantenía intacto como el primer día. Sonriendo ante el recuerdo del peinado de Ida Mae, Kari abrió la puerta y entró. Se detuvo, esperando los gritos de bienvenida y los abrazos.
No pasó nada.
Kari frunció el ceño. Miró a su alrededor. Ida Mae estaba en su lugar habitual como cajera, el primer mostrador de la izquierda. Pero la mujer no estaba hablando. Ni siquiera sonreía. Tenía sus pequeños ojos muy abiertos, llenos de pánico, e hizo un extraño gesto con la mano.
Antes de que Kari pudiera descubrir lo que significaba, algo duro y frío se apretó contra su mejilla.
—Vaya, mirad esto. Tenemos otra cliente, chicos. Al menos, ésta es joven y guapa. Lo que se dice un bollito.
Kari se quedó helada. En la calle hacía casi cuarenta grados, pero allí dentro la temperatura parecía bajo cero.
Muy despacio, se giró hacia el hombre que sostenía una pistola. Era bajito y llevaba un pasamontañas. ¿Qué diablos estaba pasando?
—Estamos robando el banco —informó el hombre, como si le hubiera leído el pensamiento.
Kari se sorprendió ante la osadía de aquel hombre, hasta que se dio cuenta de que había tres ladrones más. Dos de ellos mantenían a los clientes y a casi todos los empleados juntos en un extremo del banco, mientras que el otro estaba al otro lado del mostrador, guardando en una bolsa el dinero que Ida Mae le daba.
—Vamos, deja el bolso en el suelo —dijo el hombre que sostenía la pistola—. Luego comienza a caminar hacia donde están las otras mujeres. Haz lo que te digo y nadie saldrá herido.
—Uh, yo… no llevo bolso —consiguió articular Kari, que había ido al banco llevando sólo el cheque y su permiso de conducir. Ambos estaban en el bolsillo de atrás de su pantalón.
—Eso parece. Pues ve hacia allá —replicó el atracador.
No podía estar pasando, se dijo Kari, mientras caminaba hacia el grupo de clientes amontonados en la otra punta del banco.
Estaba a punto de llegar hasta ellos cuando la puerta trasera del banco se abrió.
—Vaya, diablos —dijo una voz—. Creo que alguien va mal de tiempo aquí. ¿Seré yo o vosotros?
Varias mujeres gritaron. Uno de los enmascarados agarró a una anciana y le apretó la pistola en la cabeza:
—Ni un paso más —gritó—. Quieto o la vieja muere.
Keri no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre que la había apuntado al principio la agarró del brazo. De nuevo, la apuntó con la pistola. Y la sostuvo del cuello con un brazo que parecía de acero.
—Me parece que tenemos un problema —aseguró el pistolero que sostenía a Kari—. Sheriff, es mejor que retrocedas muy despacio y nadie saldrá herido.
El sheriff lanzó un largo suspiro:
—Me gustaría poder hacer eso. Pero no puedo. ¿Quieres saber por qué?
Kari sintió como si la hubieran sumergido en un universo alternativo. Aquello no podía estar sucediendo. Estaba aterrorizada y, de pronto, Gage Reynolds, volvía a cruzarse en su camino. Justo en medio de aquella locura.
Hacía ocho años, había sido un joven oficial, alto y atractivo con su uniforme color caqui. Aún era tan atractivo como para hacer pecar a un ángel. Además, por la insignia que llevaba en su camisa, parecía haberse convertido en sheriff. Pero, para pertenecer a las fuerzas del orden, no parecía muy interesado en el robo que estaba teniendo lugar delante de sus narices.
Gage se quitó el sombrero lleno de polvo y lo sacudió contra su muslo. Su cabello oscuro estaba brillante, igual que sus ojos.
—No me obligues a matarla —advirtió el pistolero, con tono bajo.
—¿Sabes a quién tienes ahí, hijo? —preguntó Gage, como si no se hubiera dado cuenta de lo que estaba sucediendo en el banco—. Ésa es Kari Asbury.
—Atrás, sheriff.
El atracador presionó la pistola con más fuerza en la mejilla de Kari y ella hizo una mueca de dolor. Gage pareció no darse cuenta.
—Ella es la que se escapó.
Kari podía oler el sudor del atracador. Adivinó que el hombre no había planeado tener que enfrentarse a las fuerzas del orden y aquel imprevisto no era nada halagueño. ¿En qué diablos estaba pensando Gage?
—Así es —continuó el sheriff, dejando su sombrero en una mesa—. Hace ocho años, esa hermosa señorita me dejó plantado en el altar.
A pesar de tener una pistola en la mejilla, Kari hizo un gesto de indignación:
—Yo no te dejé plantado en el altar. Ni siquiera estábamos prometidos.
—Quizá. Pero sabías que iba a pedírtelo y huiste. Es casi lo mismo. ¿No crees? —preguntó Gage, mirando al atracador.
—Si no le habías pedido en matrimonio, entonces no te dejó en el altar —contestó el pistolero tras unos segundos.
—Es cierto. Pero me eligió para acompañarla a su fiesta de graduación.
Kari no podía creerlo. Exceptuando el funeral de su abuela hacía siete años, no había visto a Gage desde su graduación en el instituto. Sabía que Possum Landing era un lugar pequeño y que podían encontrarse, pero no había esperado que fuera de aquella manera.
—No fue tan sencillo —explicó ella, incapaz de creer que le estaba obligando a defenderse delante de un atracador.
—¿Te fuiste del pueblo sin avisar, si o no? No dejaste nada más que una nota, Kari. Jugaste con mi corazón como