Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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—Pero usted comprenderá —dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasándose la mano por la frente blanca y despejada—, usted comprenderá que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no podía confiárselo a un agente sin ponerme en su poder. He venido de incógnito desde Praga con el fin de consultarle.
—Entonces, consúlteme, por favor —dijo Holmes cerrando una vez más los ojos.
—Los hechos, en pocas palabras, son estos: hace unos cinco años, durante una prolongada estancia en Varsovia, trabé relación con la famosa aventurera Irene Adler. Sin duda, el nombre le resultará familiar.
—Haga el favor de buscarla en mi índice, doctor —murmuró Holmes, sin abrir los ojos.
Durante muchos años había seguido el sistema de coleccionar extractos de noticias sobre toda clase de personas y cosas, de manera que era difícil nombrar un tema o una persona sobre los que no pudiera aportar información al instante. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de un comandante de estado mayor que había escrito una monografía sobre los peces de las grandes profundidades.
—Veamos —dijo Holmes—. ¡Hum! Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto... ¡Hum! La Scala... ¡Hum! Prima donna de la ópera Imperial de Varsovia... ¡Ya! Retirada de los escenarios de ópera... ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Vaya! Según creo entender, su majestad tuvo un enredo con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora desea recuperar dichas cartas.
—Exactamente. Pero ¿cómo...? —¿Hubo un matrimonio secreto? —No. —¿Algún certificado o documento legal? —Ninguno.
—Entonces no comprendo a su majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas, con propósitos de chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a demostrar su autenticidad?
—Está mi letra. —¡Bah! Falsificada. —Mi papel de cartas personal. —Robado. —Mi propio sello. —Imitado. —Mi fotografía. —Comprada. —Estábamos los dos en la fotografía. —¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verdaderamente, su majestad ha cometido una indiscreción. —Estaba loco... trastornado. —Se ha comprometido gravemente. —Entonces era sólo príncipe heredero. Era joven. Ahora mismo sólo tengo treinta años. —Hay que recuperarla. —Lo hemos intentado en vano. —Su majestad tendrá que pagar. Hay que comprarla. —No quiere venderla. —Entonces, robarla. —Se ha intentado cinco veces. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron su casa. Una vez extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido resultados.
—¿No se ha encontrado ni rastro de la foto? —Absolutamente ninguno. Holmes se echó a reír. —Sí que es un bonito problema —dijo. —Pero para mí es muy serio —replicó el rey en tono de reproche.
—Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ella hacer con la fotografía?
—Arruinar mi vida. —Pero ¿cómo? —Estoy a punto de casarme. —Eso he oído. —Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es el colmo de la delicadeza. Cualquier sombra de duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso.
—¿Y qué dice Irene Adler?
—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un carácter de acero. Posee el rostro de la más bella de las mujeres y la mentalidad del más decidido de los hombres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer con tal de evitar que yo me case con otra mujer... nada.
—¿Está seguro de que no la ha enviado aún? —Estoy seguro. —¿Por qué? —Porque ha dicho que la enviará el día en que se haga público el compromiso. Lo cual será el lunes próximo. —Oh, entonces aún nos quedan tres días —dijo Holmes, bostezando—. Es una gran suerte, ya que de momento tengo que ocuparme de uno o dos asuntos de importancia. Por supuesto, su majestad se quedará en Londres por ahora...
—Desde luego. Me encontrará usted en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.
—Entonces le mandaré unas líneas para ponerlo al corriente de nuestros progresos.
—Hágalo, por favor. Aguardaré con impaciencia. —¿Y en cuanto al dinero? —Tiene usted carta blanca. —¿Absolutamente?
—Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa fotografía.
—¿Y para los gastos del momento?
El rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó sobre la mesa.
—Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes de banco —dijo.
Holmes escribió un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó.
—¿Y la dirección de mademoiselle? —preguntó. —Residencia Briony, Serpentine Avenue, St. John’s Wood. Holmes tomó nota. —Una pregunta más —añadió—. ¿La fotografía era de formato corriente? —Sí lo era.
—Entonces, buenas noches, majestad, espero que pronto podamos darle buenas noticias. Y buenas noches, Watson —añadió cuando se oyeron las ruedas del carricoche real rodando calle abajo—. Si tiene usted la amabilidad de pasarse por aquí mañana a las tres de la tarde, me encantará charlar con usted de este asuntillo.
A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La casera me dijo que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar de ello, me senté junto al fuego, con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Sentía ya un profundo interés por el caso, pues aunque no presentara ninguno de los aspectos extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he relatado en otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter propio. La verdad es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo tuviera entre manos, había algo en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara.
Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo con pinta de borracho, desastrado y con patillas, con la cara enrojecida e impresentablemente vestido. A pesar de lo acostumbrado que estaba a las asombrosas facultades de mi amigo en el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces para convencerme de que, efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de saludo desapareció en el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos vestido con un traje de tweed y tan respetable como siempre. Se metió las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente a la chimenea y se echó a reír a carcajadas durante un buen rato.
—¡Caramba, caramba! —exclamó, atragantándose y volviendo a reír hasta quedar flácido y derrengado, tumbado sobre la silla.
—¿Qué pasa?
—Es