Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle страница 6
—Lo hizo usted muy bien, doctor —dijo—. Las cosas no podrían haber salido mejor. Todo va bien.
—¿Tiene usted la fotografía? —Sé dónde está. —¿Y cómo lo averiguó? —Ella me lo indicó, como yo le dije que haría. —Sigo a oscuras.
—No quiero hacer un misterio de ello —dijo, echándose a reír—. Todo fue muy sencillo. Naturalmente, usted se daría cuenta de que todos los que había en la calle eran cómplices. Estaban contratados para esta tarde.
—Me lo había figurado.
—Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de la mano. Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo patético. Un viejo truco.
—Eso también pude figurármelo.
—Entonces me llevaron adentro. Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo habría podido negarse? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser ésa o el dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieron en el sofá, hice como que me faltaba el aire, se vieron obligados a abrir la ventana y usted tuvo su oportunidad.
—¿Y de qué le sirvió eso?
—Era importantísimo. Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su instinto le hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso completamente insuperable, y más de una vez le he sacado partido. En el caso del escándalo de la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y también en el asunto del castillo de Arnsworth. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera echa mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía muy claro que para la dama que nos ocupa no existía en la casa nada tan valioso como lo que nosotros andamos buscando, y que correría a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos eran como para trastornar unos nervios de acero. Ella respondió a la perfección. La fotografía está en un hueco detrás de un panel corredizo, encima mismo del cordón de la campanilla de la derecha. Se plantó allí en un segundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla. Al gritar yo que se trataba de una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no la volví a ver. Me levanté, presenté mis excusas y salí de la casa. Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento; pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más seguro esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla con el rey, y con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la señora, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la fotografía. Será una satisfacción para su majestad recuperarla con sus propias manos.
—¿Y cuándo piensa ir?
—A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que tendremos el campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey sin perder tiempo.
Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo:
—Buenas noches, señor Holmes.
Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado con impermeable que había pasado de prisa a nuestro lado.
—Esa voz la he oído antes —dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada
—Me pregunto quién demonios podrá ser.
Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia se precipitó en la habitación.
—¿Es verdad que la tiene? —exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo ansiosamente a los ojos.
—Aún no. —Pero ¿tiene esperanzas? —Tengo esperanzas. —Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia. —Tenemos que conseguir un coche. —No, mi carruaje está esperando. —Bien, eso simplifica las cosas. Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa
Briony. —Irene Adler se ha casado —comentó Holmes.
—¿Se ha casado? ¿Cuándo? —Ayer. —Pero ¿con quién? —Con un abogado inglés apellidado Norton. —¡Pero no es posible que le ame!
—Espero que sí le ame. —¿Por qué espera tal cosa? —Porque eso libraría a su majestad de todo temor a futuras
molestias. Si ama a su marido, no ama a su majestad. Si no ama a su majestad, no hay razón para que interfiera en los planes de su majestad.
—Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reina habría sido!
Y con esto se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche.
—El señor Sherlock Holmes, supongo —dijo.
—Yo soy el señor Holmes —respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada interrogante y algo sorprendida.
—En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente.
—¿Cómo? —Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa y consternación—. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?
—Para no volver.
—¿Y los papeles? —preguntó el rey con voz ronca—. ¡Todo se ha perdido!
—Veremos.
Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida a “Sherlock Holmes, Esq. Para dejar hasta que la recojan”. Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo siguiente:
“Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por sorpresa. Hasta después de la alarma de fuego, no sentí la menor sospecha. Pero después, cuando comprendí que me había