Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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“Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido.
“Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él.
El rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo sólo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima.
Irene Norton, née Adler”.
—¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la epístola—. ¿No le dije lo despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi clase?
—Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy diferente a la de usted, majestad —dijo Holmes fríamente—. Lamento no haber sido capaz de llevar el asunto de su majestad a una conclusión más feliz.
—¡Al contrario, querido señor! —exclamó el rey—. No podría haber terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora tan inofensiva como si la hubiesen quemado.
—Me alegra que su majestad diga eso.
—He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo... —se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano.
—Su majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor —dijo Holmes.
—No tiene más que decirlo. —Esta fotografía. El rey se le quedó mirando, asombrado. —¡La fotografía de Irene! —exclamó—. Desde luego, si es lo que desea.
—Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearle un buen día.
Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el rey le tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos. Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y cómo los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer. Él solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer.
II · La liga de los pelirrojos
Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.
—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.
—Temí que estuviera usted ocupado.
—Lo estoy, y mucho.
—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado. —Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.
—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.
—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.
—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos pequeños e, incluso, con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.
El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco gris amarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de terciopelo