Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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Bergson ya no se sorprenderá de que el Uno pueda ser múltiple y de que varios puedan ser uno;78 la vida se divierte con contradicciones que son la desesperación de la inteligencia. El devenir, mezcla de ser y de no-ser, ¿acaso no excluye al principio del tercero excluido? Es que, al ordenarse en la duración vivida, la vida ya no tiene que optar entre lo uno y lo múltiple, entre lo idéntico sin matices y la alteridad sin coherencia: Bergson no da la razón a ninguno de estos dos contrarios, como no da la razón ni a la causalidad ni a la finalidad unilaterales. Para ella no hay dilemas insolubles. Ya lo señalaba Schelling: la vida es mil veces más ingeniosa que la filosofía dogmática, que tropieza con el principio de disyunción y se deja descuartizar entre los extremos. En primer lugar, la vida no tiene que escoger, precisamente porque dura. Los cuerpos materiales que no envejecen, sino que subsisten en la intemporal yuxtaposición de sus partes, seguirán siendo eternamente homogéneos o eternamente múltiples, según que adopten la forma de la unidad o la de la pluralidad. Esto no tiene remedio. ¿Pero qué impide que la misma conciencia sea una hoy y varias mañana? El tiempo no tolera los predicados definitivos; presta, pero no da nunca: mancipio nulli…, omnibus usu. Pero si el tiempo anula de buen grado sus propios dones, es también el gran curador: es el que cicatriza las heridas, lubrica, fluidifica y apacigua las contradicciones dolorosas, diluye los conflictos insolubles, pone en la unidad brutal la sonriente variedad. Los contradictorios, incapaces de coexistir uno eodemque tempore pueden por lo menos sucederse. Uno primero y el otro después: tal es la trampa de futurición que hace imposible la contemporaneidad del todavía no, del ahora y del ya no: ¡había que pensarlo! La absurda contradicción, que es un mal, cede su lugar a la negación escandalosa, que es un mal menor. La sutileza inagotable, el ingenio de las soluciones temporales desconciertan a la inteligencia, porque la inteligencia no está hecha para comprender lo sucesivo y se encierra de buen grado en el impasse de los incomponibles, de los incompatibles y de los inconciliables. ¿No sabemos, sin embargo, que la personalidad evoluciona, por divergencia e irradiación,79 desplegando poco a poco una pluralidad de tendencias primitivamente comprimidas en la unidad de nuestro carácter virtual? La imagen del haz se halla por doquier en Bergson. Y como la persona, por entero, se complica en tendencias múltiples, así cada tendencia, considerada aparte, en el interior de la persona prolifera en emociones variadas que enjambran, a su vez, a lo largo de nuestra vida, una multitud de sufrimientos cada vez más particulares. La evolución, en general, no es sino este pasaje continuo de lo uno a lo múltiple, este florecimiento progresivo de una identidad que madura hasta convertirse en pluralidad. Pero, al mismo tiempo que la unidad estalla en tendencias particulares, estas últimas se reabsorben, a su vez, mediante un movimiento inverso y proporcional; la pluralidad cicatriza, valga la expresión, a medida que se va dislocando la unidad. De tal manera, la conciencia nos ofrece en todos los momentos de su devenir el espectáculo de una identidad rica y variada, como dice Schopenhauer, de una concordia discors en la cual ni lo uno ni lo múltiple abstractos pueden prevalecer con superioridad definitiva. La idea criticista de la síntesis recobra un sentido admirablemente claro, nuevo y espiritual. La unidad del espíritu es una unidad “coral”, como la unidad “conciliar” de la Sobonorst, según Serge Troubetskoi, S. Frank y el eslavofilismo ruso;80 es decir, reposa en la exaltación de las singularidades y no en su nivelación; no reina en el desierto de las multiplicidades concertantes, pues es victoria perpetua sobre la alteridad, y no identidad solitaria. Por tanto, el tiempo no es simplemente la ausencia de contradicción; es más bien la contradicción vencida y perpetuamente resuelta; mejor todavía: es esta resolución misma, considerada bajo su aspecto transitivo. De ahí el espesor, la plenitud concreta y la animación del devenir: la unidad nunca acaba de meter en razón a las originalidades recalcitrantes, porque no se puede sofocar fácilmente la protesta de lo múltiple.

      Por otra parte, la duración supera la antinomia de lo continuo y de lo discontinuo, como supera la antinomia de lo uno y de lo múltiple, como la metafísica de Jean Wahl se coloca más allá de la antítesis. Cierto es que nuestro tiempo vivido, como el espacio del pintor Eugene Carrière, es la continuidad misma; pero esta continuidad no excluye –qué digo–, supone necesariamente la heterogeneidad fundamental de los estados que organiza entre sí. Y, recíprocamente, el espacio homogéneo se presta, por su propia homogeneidad, a las discontinuidades más tajantes. Ahí tenemos a la segunda paradoja del devenir. En el espacio desnudo no se encuentran esas articulaciones naturales, esas grandes divisiones orgánicas que delimitan, desde dentro y desde fuera, a los individuos de un grupo, a las partes de un cuerpo vivo, a los sentimientos de una conciencia. El espacio desnudo es el reino de la uniformidad, la χώρα desértica, sobre la cual podremos practicar tales particiones arbitrarias, tales fragmentaciones ficticias, cuya utilidad nos habrán revelado las exigencias de la acción. Este espacio desnudo no manifiesta, por sí mismo, ninguna preferencia por determinadas clases de divisiones con exclusión de las demás. Ante esta indiferencia, no tenemos más que expander la extensión material conforme a nuestras necesidades; la partimos en pedazos a los que llamamos cosas, cuerpos, fenómenos. A esto se llama la división. ¿Acaso Plotino y Damascio no hablaban ya de un μερισμός?81 La duración, por el contrario, es heterogénea, pero no fraccionable. La división es una operación artificial que la inteligencia practica sobre sus propias obras, y que el espacio puede soportar precisamente porque el espacio es tregua, abstracción de la inteligencia. Pero nuestra duración posee ya sus divisiones objetivas, y no soporta indiferentemente cualquier género de análisis. Por tanto, la duración es fundamentalmente heterogénea. Pero como nuestras burdas particiones no hacen mella en ella, decimos que es “continua”, expresando con ello que el análisis utilitario que la hace presa en el espacio resbala a lo largo del tiempo sin encontrar la menor fisura. En realidad, esta continuidad significa solamente esto: que el devenir no tolera una discontinuidad cualquiera. No significa de ninguna manera que el devenir se esfumine en la bruma o excluya toda suerte de variedad; la continuidad no es el flujo, ni la indiferenciación, y el tiempo es más indivisible que indiviso. Dicho de otra manera, no podemos cortar conforme a nuestra fantasía, aunque presintamos naturales y profundas distinciones. Lo continuo, en este sentido, es discontinuidad al infinito… es sobre todo este aspecto de disyunción y de determinación el que se manifiesta, a plena luz, en el bergsoniano de Albert Bazaillas82 o en el pluralismo de un James o de un Renouvier. Por lo demás, la unilateralidad pluralista parece ser mucho más bergsoniana que la otra, y, si hubiera que escoger, preferiríamos quedarnos, como James, con las “variedades de la experiencia”. Como dice Schelling, vacilando entre “heterusia” y “tautusia” o, quizá, entre politeísmo y monoteísmo: mejor lo demasiado que lo demasiado poco. Pero no hay que escoger, porque la vida no se encierra en dilemas escolares. De hecho, el pluralismo significa solamente que lo dado rebasa por todas partes a lo explicado y que la experiencia de la duración es una experiencia dramática. En el fondo, la “explicación” es siempre monista, y las particiones de que se vale representan simplemente la comedia de la pluralidad. Sabemos que no hay nada serio allá debajo, porque nuestras particiones son nuestra propia obra y si las practicamos es porque nos resultan cómodas. Ahora bien, estamos muy tranquilos, bien seguros de recuperar nuestra cara unidad, porque las particiones la suponen en vez de excluirla. Sustituimos la diversidad y la heterogeneidad de las cualidades por cortes convencionales que no comprometen gravemente la uniformidad del sistema. De tal modo, el espacio matemático parece fundamentalmente homogéneo, precisamente porque se ofrece a no importa qué discontinuidad. Llegamos hasta el final de la partición para que lo múltiple se destruya a sí mismo.

      La partición regresa a la unidad, pero es porque, en el fondo, nunca ha salido de ella; porque su “plural” no es un verdadero plural; por el contrario, la heterogeneidad cualitativa del tiempo envuelve a la unidad en el momento mismo en que la contradice más violentamente, de modo semejante a como los opuestos coinciden en la experiencia mística. He ahí el misterio que debemos ahora aclarar. La unidad del devenir es resultado de una crisis aguda, de la que sale empapada y enriquecida. Bergson, al estudiar el esfuerzo intelectual, nos muestra luminosamente cómo esta unidad dinámica se opone a la unidad de una dialéctica modelada conforme al espacio.83 En la dialéctica horizontal o visual no hay más que una imagen, pero es representativa de objetos diferentes; en la dialéctica vertical o penetrante hay, por el contrario, una infinidad de imágenes para un mismo objeto. Esto quiere decir, creo yo, que en el primer

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