Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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necesidad de sujetar a prueba a sus propias operaciones con ayuda de un criterio de verdad trascendente al saber mismo. Como sabemos, la teoría del conocimiento no es sustancialmente anterior al conocimiento propiamente dicho; el filósofo no está colocado en el punto de vista del espectador, sino en el punto de vista del actor: por tanto, como decimos hoy en día, se halla inmediatamente comprometido. La falsa óptica del intelectualismo proviene, en gran parte, como veremos, de que el espíritu se desdobla perpetuamente a sí mismo y proyecta lejos de sí una imagen de su propia actividad, a fin de contemplarla objetivamente. Cierto es, existe la necesidad de que el espíritu abandone al espíritu para conocerse a sí mismo, mediante la reflexión. Pero una ironía singular de la cultura quiere que este saber objetivo se compre al precio de innumerables ilusiones. De tal modo, los sofismas de Zenón –lo mismo que las paradojas de Einstein– nacen de un mal entendido. ¿Acaso no consagra Bergson todo un libro56 a mostrar que las aporías originadas por la teoría de la relatividad nacen, en general, de esa distancia engañosa, y sin embargo necesarísima, que se interpone entre el observador y la cosa observada? Los tiempos ficticios del relativista son tiempos donde “no se está”: como se nos han vuelto exteriores, se dislocan, por un efecto de refracción ilusoria, en duraciones múltiples, donde la simultaneidad se extiende en sucesión. Pertenecen al orden de los ídolos de la distancia, es decir, a ficciones por lo demás inevitables e, incluso, a menudo muy útiles, que giran como sombras alrededor de un espíritu ausente de sí mismo. Pero esta ausencia-de-sí que es, en la contemplación de la naturaleza material, una feliz garantía de desinterés y veracidad, multiplica en las cosas del alma los problemas insolubles o, como dice Bergson, los fantasmas. Las paradojas de Zenón nacen de una visión igualmente fantasmagórica del movimiento y del tiempo, y me atreveré a decir que el “Aquiles” eleata, al igual que el “viaje en bala de cañón” de Paul Langevin, proviene de los idola distantiae. Si el movimiento es imposible,57 si la duración se pulveriza en instantes, si los tiempos de Einstein se alargan, si las simultaneidades se dislocan, es siempre para un espectador que se niega a coincidir con el movimiento de Aquiles y el envejecimiento real del viajero, y cuya dialéctica disolvente convierte en misterio las evidencias más comunes. Pero que el espectador suba a la escena y se mezcle con los personajes del drama, que el espíritu, dejando de atrincherarse en la impasibilidad de un saber especulativo, consienta en participar en su propia vida, y de inmediato veremos a Aquiles atrapar a la tortuga, a los venablos alcanzar su blanco, al tiempo universal de todo el mundo expulsar, como a un mal sueño, a los vanos fantasmas del físico. Las evidencias naturales de la vida recuperan su lugar legítimo usurpado por las imposturas de la dialéctica; la libertad, impenetrable solamente para el espectador, se convierte de nuevo en lo que nunca dejó de ser para la conciencia, en la cosa más clara del mundo, y la más simple. El bergsonismo representa, pues, el punto de vista de una conciencia que toma necesariamente partido. Eso es lo que quiso decir Bergson cuando definió su intuición como una simpatía. Todas las veces en que nuestra alma está en juego, la exigencia de simpatía se hace presente para recordarle al filósofo que ya no se trata de un problema cualquiera, sino que es cuestión de un debate en el que estamos comprometidos por entero, en el que somos, a la vez, juez y parte, en el que debemos revivir, rehacer y recrear, en vez de conocer. Como dice Pascal, se trata de nosotros mismos; los espíritus vigorosos simulan despreciar en la intuición el embotamiento vegetativo del espíritu, la confusión del sujeto y el objeto. Pero la intuición sería, simplemente, el espíritu definitivamente entregado a sí, la certidumbre plenaria de un saber enteramente presente a sí mismo; por tanto la intuición, que es simpatía, se nos manifiesta como un género de parcialidad filosófica que no es sino una imparcialidad superior: el espíritu, liberado de toda jurisdicción heterónoma, es, en un mismo momento, espectador y espectáculo. Haciendo caso omiso de las contradicciones que obsesionan a la inteligencia desdoblada, se abre hasta convertirse en Conciencia. ¿No es la intuición, acaso, un primario comprometerse de toda el alma?

      El libro de Durée et simultanéité nos ofrece, a este respecto, una de las respuestas más claras.58 En esta obra, las paradojas de Einstein obligan a Bergson a hacer de una vez por todas la distinción entre real y ficticio. Es real todo lo percibido o perceptible. Para saber si una cosa es real basta con averiguar solamente si constituye o podría constituir el objeto de una experiencia actual del espíritu; no hay otro signo de verdad más que esta posibilidad que tiene un hecho real de ser experimentado o vivido por una conciencia. Por ejemplo, una simultaneidad real es la de dos acontecimientos que pueden captarse en un solo acto instantáneo del espíritu. Un tiempo real y concreto es un tiempo percibido inmediatamente por nuestra conciencia. Más generalmente, una idea es efectiva en la medida en que está verdaderamente presente al espíritu; el único indicio de “efectividad” es esta presencia misma; entendiéndose la palabra, a la vez, en su sentido temporal “el presente”, y en su sentido físico de παρουσία. Es esa una idea que la lengua rusa expresa especialmente bien: mientras que nuestra palabra “realidad” se deriva de “res”, que designa a la Cosa, es decir, a lo que ya está hecho, dieistvitelny sugiere la idea de una actividad drástica (dieistvovat, dielo) que expresa la colaboración viva del espíritu para destacar los hechos y la presencia vivida de los hechos en el espíritu.59 Efectivo, en este sentido, significaría primero eficaz; ahora bien, como han mostrado Henri Poincaré y Le Roy, el “hecho” es menos lo dado que la obra ideal del espíritu. Henos aquí en situación de separar, sin equívoco, lo efectivo y lo ficticio. Lo efectivo se opone a lo ficticio como lo real al símbolo, o también como lo “vivido” a lo “atribuido”. De tal modo, en Durée et simultanéité hay toda una tabla de antítesis cuya lista no carece de interés. Por una parte, las realidades vividas del filósofo o del metafísico; por otra parte, todos los símbolos de la física, todas las abstracciones del conceptualismo nocional. Real o metafísica será la duración que experimento personalmente en el interior de mi “sistema de referencia”; simbólicas serán las duraciones que, según me imagino, son vividas por viajeros fantasmagóricos, los movimientos que atribuyo a la flecha, a la tortuga y a Aquiles. Por las mismas razones, el movimiento que el físico Thomson atribuye a sus átomos-torbellinos no es sino una “relación entre relaciones”, una concepción del espíritu y no un acontecimiento real.60 La distinción de lo real y del símbolo se reduce, en suma, a la distinción de lo inmediato y de lo mediato. Lo real es el conjunto de las presencias que “percibo” (en el sentido de Berkeley) directamente, y por un simple contacto del espíritu con sus propias experiencias. Pero un símbolo se concibe más que se percibe, suponiendo ese desdoblamiento o, como hemos dicho, aquella distancia que, como es preciso confesar, es la condición de la sangre fría intelectual. Por tanto, concebir es, cuando mucho, percibir una percepción; es una percepción de segunda mano, una percepción a la segunda potencia, en la que el error tiene oportunidad de deslizarse, tal como la negación es una afirmación respecto de una afirmación, o un juicio con exponente.61 El pensamiento simbólico, por tanto, no bebe lo real en su fuente: se contenta con una réplica que su simplicidad abstracta torna manipulable, pero que carece de la frescura del original; se condena a la incertidumbre que ataca a todo simbolismo inconsciente, a todo pensamiento ausente de sí. Mientras que la percepción inmediata es, de golpe, el pensamiento de las cosas, el concepto no es directamente sino el pensamiento de otra percepción, artificial y fabricada: ha renunciado a conocer para siempre todo lo que no sean sucedáneos de lo real, captados a través de un mediador interpuesto.

      Por tanto, en presencia de una idea, de una teoría, de una noción, lo primero que habrá que preguntarse será si corresponden verdaderamente a alguna cosa pensable.62 Esta preocupación esencialmente nominalista que Bergson trae a todas las discusiones nos entregaría, sin duda, el secreto de su argumentación, tan elegante siempre, tan sutil, tan persuasiva. Por eso la crítica bergsoniana emplea tanto ingenio en disipar los seudoproblemas que surgen en torno de las seudoideas.63 El problema de la libertad, el problema de la nada alimentan a toda una multitud de vanas querellas y de teorías opuestas, que sus partidarios defienden gravemente, creyendo pensar en algo cuando en verdad no piensan en nada. No son sino fantasmas y vértigos64 comparables al “cinematógrafo interior”, mediante el cual la inteligencia será, a fuerza de aturdimiento, la ilusión del movimiento. He ahí uno de esos vértigos intelectuales que Bergson está resuelto maravillosamente a deshacer en las teorías

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