Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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siendo magnético hasta el infinito, parece hallarse en este caso…, ¡pero el organismo tiene una vida particularmente dura! Un organismo sigue siendo total en sus partes más pequeñas, mientras que una máquina no es total más que como resultante de sus propios elementos. Y lo mismo puede decirse del espíritu. Una pieza aislada, en los sistemas materiales, está privada en sí de toda significación interna y autónoma; es simple y verdaderamente parcial, puesto que es, por entero, relativa a otras piezas complementarias y porque esta relación, precisamente, agota su razón de ser. Pero una emoción, un recuerdo, una volición recortados sobre la tela de la vida tienden instantáneamente a regenerar un medio espiritual, a ordenarse en universos completos; ninguna ficción, ningún análisis pueden hacerles perder su plenitud significativa y esa suerte de pesantez espiritual que presentimos, instintivamente, en todas las obras de la vida; pues la totalidad de un mundo interior está aquí presente y operante, envolviendo, por así decirlo, con un halo de espiritualidad nuestros más humildes gestos.20

      La inmanencia de las cosas espirituales nos muestra, pues, un doble rostro, pero nos percatamos de que su fuente es única. Si todas nuestras experiencias actuales tienen un aire de familia, si cada una es capaz de expresar o representar nuestro yo integral, es porque, mediante la memoria, se ligan a un germen común cuyas energías y tendencias han liberado. Nuestra duración, que se abre en multiplicidad, se torna espesa y, por así decirlo, polifónica; un parentesco profundo vincula a las experiencias separadas. Las realidades espirituales son doblemente interiores a sí mismas, puesto que se perpetúan y puesto que se totalizan; son los mecanismos los que se quedan fuera de sí mismos. Un mecanismo no lleva consigo ningún más allá, y la enumeración de sus partes agota literalmente toda su realidad. Una máquina perfecta, en rigor, nunca nos produce decepción, ni tampoco nunca sorpresa. No muestra ninguno de esos desfallecimientos, pero tampoco ninguno de esos milagros que, de cierta manera, son la firma de la vida. Una máquina perfecta, como un instinto sin inteligencia, da todo lo que promete, pero no da más que lo que promete; su realidad óptica es capaz de ofrecernos todo lo que nuestra inteligencia tiene derecho a esperar; pero sabemos que en vano le pediríamos algo más. Un mecanismo no nos deja nada por adivinar, por presentir; nada por buscar. No crea soluciones nuevas. No va delante de los problemas. No es inventivo. Hay situaciones para las que está hecho, otras para las que no lo está; y eso es todo. Por el contrario, la elocuencia de la vida está hecha sobre todo de reticencias. Cuando la vida está en algún sitio, sentimos confusamente que todo se torna posible. Los organismos son profundos. Por así decirlo, están más allá de sí mismos; o, mejor aún, no son lo que son, y son lo que no son, son algo más que ellos mismos, otra cosa que ellos mismos: el devenir, que es no-ser en trance continuo de dárselas de ser, el devenir que es la alteración, es decir, lo mismo que se torna otro, el devenir será, pues, la dimensión natural de esta profundidad. Por ejemplo, ¿el misterio de las almas grandes acaso no está hecho de todo lo que nos ocultan?, ¿y qué nos dirían, sin embargo, qué duda cabe, si supiésemos interrogarlas atenta y seriamente? Esta organización en profundidad y esta infinitud inmanente que caracterizan la duración continua de la vida escapan, pues, a toda lógica, porque la no-contradicción representa por sí misma una exigencia de pureza intelectual y de simplicidad, y porque esta exigencia incita naturalmente al espíritu a la eliminación del tiempo, a la separación de los seres confundidos y a la destilación de las existencias. Y entrevemos ya que el método que hace necesario esta densidad –propia de las cosas del alma– no puede ser sino totalmente “irracional”. Por tanto, la filosofía ya no es, como en Platón, un panorama sinóptico del macrocosmos, sino que es, más bien, una excavación subterránea y un ahondamiento intenso de las realidades particulares.

      La óptica retrospectiva y el espejismo del futuro anterior

      Debemos ahora definir la ilusión constitucional de la óptica intelectualista, es decir, de aquel modo de obrar que aplica a la interioridad métodos ideados para las existencias mecánicas. La reacción natural de la inteligencia en presencia de los problemas consiste en desmembrar a sus objetos para comprenderlos, o, como dice Descartes, en dividir las cuestiones. Pero esta actitud corresponde al momento primitivo del descubrimiento y el pensamiento heurístico tiende, dondequiera sea posible, a trocarse en pensamiento didáctico; por doquier, valga la expresión, el pensamiento propende a doctrinalizarse. Y como el análisis de las dificultades es relativo al saber que se busca, así lo es la recomposición de los seres a la ciencia que se ha encontrado. El espíritu que se halla en posesión de la ciencia constituida no adopta instintivamente sino las actitudes más reposadas, y se afloja hasta el agotamiento del movimiento adquirido, según un orden de exposición que va del más al menos. Ahora bien, llega a ocurrir que la preocupación de explicar lleva al pensamiento didáctico a avanzar, aparentemente, del menos al más, o de la parte al todo; pero esta síntesis doctrinal no es sino un mentís ilusorio a la ley de los mecanismos económicos que gobierna a la ciencia acabada; pues los elementos de que parte y que recompone no representan, psicológicamente, un verdadero minus por relación al todo que finge restaurar. Para que las partes de un todo sean realmente partes, es decir, para que sean pensadas como parciales, y, en consecuencia, para que su totalización pueda representar un verdadero agrandamiento psicológico, una dilatación del pensamiento, su anterioridad en el movimiento de síntesis debería ser no sólo ideal, sino cronológica, y proceder absolutamente al compuesto. Ahora bien, las partes desmembradas son, precisamente, más abstractas que el todo y provienen, en el interior de la ciencia acabada, de un análisis previo; o, mejor dicho, son menos “partes” concretas que elementos elaborados, derivados, extraídos reflexivamente de una totalidad primitiva en el transcurso del avance problemático.21 Se obtienen las partes por una división espacial de las totalidades y estas partes reproducen la complicación del total. Pero los elementos son el término de un análisis intelectual y purificador que se ajusta a las articulaciones lógicas de las cosas. “El que quiere conocer y describir alguna cosa viva”, dice Mefistófeles al Escolar, “comienza por expulsarla del espíritu; entonces le quedan fragmentos en el cuenco de la mano: por desgracia, no falta más que el lazo espiritual.” De esta manera nuestro pensamiento propende a darse, lo más posible, estos elementos simples, puros y homogéneos, para trabajar sobre ellos con toda tranquilidad: puesto que, a pesar de su pureza formal, representan un dilatado esfuerzo anterior, y esto explica el carácter extensivo e inerte de la técnica combinatoria por medio de la cual el pensamiento los reúne; el movimiento de síntesis que rige su agrupamiento completa un análisis reductor y, por tanto, restaura una totalidad ya conocida. Podemos decir, entonces, que la inteligencia es el pensamiento de los elementos por cuanto parte de los elementos, απο στοιχειων y no se encuentra a sus anchas más que allí donde, habiendo logrado fragmentar las cosas en partes elementales, en conceptos o en átomos indivisibles, ya no tiene que manipular más que elementos. De tal manera proceden el evolucionismo de Spencer o el asociacionismo,22 que recomponen el todo con elementos tardíos y artificiales y ponen en lugar de las cosas concretas lo que la Introduction a la métaphysique llama el “equivalente intelectual” de la realidad. Es esta preocupación la que manifiestan también las psicologías “atomísticas”, la de Condillac o la de Taine23 y, en general, todos los sistemas cuyo propósito es recomponer las totalidades con elementos simples, sensaciones transformadas o choques nerviosos; ese es (en un campo en que el pensamiento de los elementos tiene ganada la partida) el ideal que opone a una física completa, respetuosa todavía de las cualidades y de los individuos, una física según la cual las sílabas de las cosas se reducen a στοιχεια homogéneos; la naturaleza, por entero, no sería sino una vasta “panespermia”, es decir, un almacén de semillas iguales al que bastaría con echar mano para reconstituir los cuerpos; y la ciencia se convertiría en un juego reposado para el espíritu; en cuanto a la filosofía, no sería, a su vez, sino una Ars combinatoria, un divertido reordenamiento de elementos ya conocidos.

      Se responderá que el elemento es más simple que el todo y que lo simple de hecho y de derecho preexiste respecto de lo complejo. A este prejuicio Bergson opone, al tratar otro problema,24 la distinción entre dos especies de simplicidad a las que, para abreviar, llamaremos simplicidad lógica y simplicidad cronológica. En el primer sentido, la condición es evidentemente más simple que lo condicionado, el principio más que la consecuencia,

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