Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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se había vuelto casi clásica, las citas se han revuelto un tanto. La única solución será, en lo futuro, rectificar una a una todas las referencias, en función de las ediciones nuevas. En la espera de poder realizar este largo y fastidioso trabajo, hemos hecho lo mejor que hemos podido: el Essai sur les données immédiates de la conscience, Matière et mémoire y L'Évolution créatrice se citan conforme a las ediciones originales (impresas en vida de Bergson y cuidadas por él); Le rire, L'énergie spirituelle, Les deux sources de la morale et de la religion, La pensée et le mouvant, conforme a las nuevas ediciones.

      Una edición de la Oeuvres de Bergson, en un solo volumen, apareció en 1959, con un prólogo de Henri Gouhier y al cuidado de André Robinet.

      I. TOTALIDADES ORGÁNICAS

      Consuélate, no me buscarías si no me hubieses encontrado.

       Pascal, Mystère de Jesús

      El bergsonismo es una de esas raras filosofías en las que la teoría de la investigación se confunde con la investigación misma, con lo cual excluye aquella suerte de desdoblamiento reflexivo que da origen a las gnoseologías, a las propedéuticas y a los métodos. Del pensamiento de Bergson puede decirse, en un sentido, lo que ya se ha dicho del spinozismo:4 que no hay en él un método sustancial y conscientemente distinto de la meditación sobre las cosas, que el método es más bien inmanente a esta meditación, de la cual, en cierta manera, dibuja su aspecto general. No hace mucho que Bergson insistía con gran cuidado en la vanidad de los fantasmas ideológicos que perpetuamente se insinúan entre el pensamiento y los hechos y mediatizan el conocimiento.5 La filosofía de la vida abrazará la curva sinuosa de lo real sin que ningún método trascendente venga a aflojar esta apretada adherencia; más aún, su “método” será la línea del movimiento que conduce al pensamiento en el espesor de las cosas. El pensamiento de la vida, dijo profundamente Frederic Schlegel,6 prescinde de toda propedéutica, pues la vida no supone sino la vida, y el pensamiento viviente que adopta su ritmo se va derecho a lo real, sin embarazarse con escrúpulos metodológicos. La diferencia entre las tímidas abstracciones de los colegios y la generosidad de la filosofía concreta consiste en que las primeras son eternamente preliminares o, lo que es lo mismo, relativas a algo absolutamente ulterior, que será su aplicación o que se deducirá; mientras que la última es, a cada momento, presente a sí misma. Las primeras nos remiten a un futuro cualquiera en las que permanecen separadas por un vacío boqueante; la última se envuelve, por lo contrario, con evidencias actuales y certidumbres visibles; no acepta ninguna jurisdicción trascendente, porque lleva en sí misma su ley y su sanción. Por tanto, el método es ya el verdadero saber; y, lejos de preparar una deducción doctrinal de conceptos, se engendra gradualmente a medida que se desenvuelve el progreso espiritual, del cual no es, en resumidas cuentas, sino la fisonomía y el ritmo interior.

      Así pues, no busquemos el punto de partida del bergsonismo (como parece hacerlo Höffding) en una crítica del conocimiento o en una gnoseología, cuyo centro sería la idea de intuición. Tal forma de exposición, que no conserva del pensamiento bergsoniano más que un determinado sistema de formas, un determinado ismo (en este caso, el “intuicionismo”), condena al intérprete a situarse ante el bergsonismo cumplido, en vez de asistir a su revelación y de penetrar su sentido. En la respuesta que envió a Höffding, Bergson protestó con gran claridad, y sin exponer quizá todas sus razones, contra una exposición tan retrospectiva; y alegó que el centro vivo de su doctrina no era tanto la Intuición como la Duración.7 En cuanto metafísica de la intuición, el bergsonismo no es sino un sistema entre otros. Pero la experiencia de la duración determina su estilo verdadero e interior; es en ella donde volveremos a encontrar la imagen “infinitamente simple” de que se habla en la Intuition philosophique y que es verdaderamente la fuente viva de la meditación bergsoniana. Antes de que pasemos revista a las encarnaciones sucesivas a través de cuatro problemas-tipo: el esfuerzo de intelección, la libertad, la finalidad y el heroísmo, debemos encontrar de nuevo el “hecho primitivo” que, en las cosas del alma, rige toda la ascética bergsoniana.

      El todo y los elementos

      Hace necesaria esta ascética la extensión abusiva a las realidades espirituales –mentales y vitales (las llamaremos, para abreviar, los organismos)– de un método eficaz solamente en el plano de las realidades materiales (las llamaremos los mecanismos). El verdadero hecho fundamental, así en el orden del espíritu como en el orden de la vida, es el hecho de “durar” o, lo que viene a ser lo mismo, la propiedad mnémica que, considerada en toda su amplitud vital, como lo hace Richard Semon, es la única que asegura la perpetuidad de nuestras experiencias a cada instante de la vida; la memoria no es, como se ha dicho,8 una función derivada y tardía; antes de convertirse en órgano independiente, en facultad metódica de clasificación y de distribución, no es sino el rostro espiritual de una duración interior a sí misma; se insiste en tratarla como una agenda o calendario del alma, siendo que expresa simplemente esto: nuestra persona es un mundo en el que nada se pierde, un medio infinitamente susceptible en el cual la menor vibración despierta sonoridades penetrantes y prolongadas. La memoria no es sino aquella obstinación primitivísima de mis experiencias en sobrevivirse a sí mismas; es aquello que continúa, los unos a través de los otros, a los innumerables contenidos cuyo conjunto forma, en todo momento, el estado actual de nuestra persona interior. Pero quien dice continuidad dice infinitud, y, de tal manera, la inmanencia de todo en todo se convierte en la ley del espíritu. Y no es que la memoria sea literalmente atesoramiento o capitalización de recuerdos; como ha mostrado lúcidamente Philippe Faure-Fremiet,9 la memoria es más el ejercicio de un poder que el acrecentamiento de un haber; y más la “recreación” o realización activa del pasado que el registro de ese pasado. El propio Bergson, tan hostil a las metáforas espaciales, se niega a considerar el cerebro como un receptáculo de imágenes, y a las imágenes como contenidos que se hallen en un continente: y eso no es para hacer del tiempo un recipiente de recuerdos. Ahora bien, “conservación”, al igual que depósito, es una imagen espacial… No es menos cierto también que el pasado califica imperceptiblemente nuestro ser actual y que, en todo momento, es evocable, inclusive cuando la conservación se infiere simplemente del dato inmediato del recuerdo e incluso cuando el pasado no sobrevive literalmente en nosotros, ni dormita en el inconsciente del devenir. ¿No es el tiempo bergsoniano esa latencia paradójica sin inesse ni estar en, sin conservación ni depositación virtuales? ¿El tiempo bergsoniano no es acaso aquella supervivencia irrepresentable, sin nada que sobrevive ni nada en lo que el pasado sobreviviente pueda sobrevivir? ¿No es conservación creadora, conservación sin conservatorio? Habiendo hecho esta reserva, nos queda el derecho, que nos da el Essai, de comparar la duración con la bola de nieve que va engrosando en la avalancha. ¡Que la discontinuidad del recuerdo no nos impida ponerle por debajo la continuidad del devenir! He aquí, pues, una primera oposición entre la vida de los organismos y la existencia de los mecanismos. Un sistema material es por completo lo que es, en cualquier momento que se le contemple, y no es sino eso; como no dura, es en cierta manera eternamente puro, puesto que no posee ningún pasado que dé color o fije el clima de su presente; por eso Bergson recuerda, a su respecto, la expresión leibniziana: mens momentanea. ¿No es esto la conciencia instantánea que el Filebo atribuye a las ostras y a las medusas? Un guijarro puede modificarse y, aparentemente, “envejecer”. Pero en este caso sus estados sucesivos serán exteriores entre sí, sin que ninguna transición, por insensible que sea, logre solicitar a lo viejo en lo nuevo, puesto que podemos decir –parafraseando dos versos célebres– que, sin la duración, las cosas no serían lo que son. Y este es el caso de las cosas materiales que siempre y totalmente son ellas mismas. Por el contrario, una realidad espiritual, que sirve de vehículo a impalpables y sutiles tradiciones, se carga perpetuamente de sobrentendidos; por así decirlo, cada uno de sus contenidos es venerable y profundo por todo lo que supone de alusiones implícitas y de experiencias acumuladas; la emoción humana más mediocre es un tesoro cuyas riquezas no podremos enumerar nunca puesto que da testimonio de un pasado continuo, en el que se han depositado silenciosamente, a manera de aluviones, las innumerables experiencias de las personas. Cierto es que, literalmente, no hay sedimentación: pues toda localización es una añagaza;

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