Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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espiritual por esencia, físico por sus efectos, tangente a los dos universos, el movimiento es, en cierta manera, el espíritu objetivado. Bergson señala ya, sin explicárselo demasiado, que hay una “incomprensible razón”,102 una “inexpresable razón”103 que da a las cosas materiales la apariencia de la duración. Este misterio, este no sé qué, le parecen consistir más en la presencia del espíritu que en una propiedad de las cosas mismas. Sin embargo, es indiscutible que el bergsonismo se mantuvo en la afirmación de una duración universal. Es verdad que, entonces, la dualidad se agranda en vez de anularse; hay tiempo y creación, así en el mundo como en el hombre, y si la oposición ya no se establece entre la memoria de los sujetos y el espacio de las cosas, subsiste a través del conjunto de lo real, entre dos movimientos inversos, uno de materialización y otro de evolución viviente. Sin embargo, se ha tornado muy sutil y mucho menos brutal. De tal modo, la especulación bergsoniana descubre poco a poco, en la historia de las cosas, un elemento irreductible de sucesión. Es este residuo histórico lo que impide a la causalidad del físico parecerse por completo a una identidad; es él, también, el que torna verosímil y utilizable el tiempo matemático. Después de la Évolutión créatrice, Bergson llegará inclusive104 a ampliar, a expensas del yo, la parte de esta duración universal. Si la duración no expresa una simple deficiencia de nuestro saber, es porque es un carácter de las cosas al igual que una propiedad de la conciencia; o mejor todavía, es porque por doquier hay conciencia. Verdaderamente, los acontecimientos nos acontecen, no es que les acontezcamos; “tener lugar” no es de ninguna manera, aunque se moleste Eddington, una formalidad superflua, y quienes han experimentado la amargura de la acción saben que la duración es la cosa más real del mundo. Porque a veces hay que esperar el mañana, porque no se nos da el futuro con el presente, como no sea porque hay una temporalidad de la que no hacemos lo que queremos, y porque el intervalo no se puede comprimir. No es una formalidad; por el contrario, no hay nada más experimental. El más grande filósofo del mundo tiene que esperar a que el azúcar se disuelva en su vaso de profesor... pero, por otra parte, esta resistencia de lo dado nos tranquiliza. El tiempo dialéctico es verdaderamente negativo porque, suponiendo a su objeto, dado en la eternidad, debe recorrer grandes círculos antes de encontrarlo: su debilidad constitucional es lo único que está en entredicho. Pero ¿por qué la duración de las cosas sería muda para nuestra duración interior? El cambio existe para conocer el cambio, y nuestra intuición se lanza por el camino del absoluto.

      En efecto, sólo la duración sería reveladora del absoluto o, diciéndolo mejor, sólo ella nos entrega una realidad enteramente determinada105 porque tiene como sanción la experiencia vivida y percibida que siempre es determinada, es decir, particular. Toda duración constituye, en efecto, una serie orientada, irreversible. A esta serie no se le toma indiferentemente para cualquier fin, pues tiene un sentido; según los casos, es enriquecimiento o empobrecimiento.106 La duración representa, pues, un tipo de orden dramático cuyos episodios no se invierten a voluntad, una biografía en la que la sucesión de las experiencias vividas107 posee algo de intencional y de orgánico. Una filosofía que seguiría siendo verdadera, inclusive si todo se volviera al revés, se condena a sí misma. Sólo cuentan el sentido y la dirección. La ciencia no calcula sino relaciones entre simultaneidades, y por eso puede suponer a los intervalos de tiempo infinitamente acelerados o frenados sin tener que modificar sus ecuaciones.108 Esta utopía abstracta, y tan poco seria como el viajero montado en la bala de cañón, prueba el absurdo del relativismo. Sólo es temporal el entredós de las simultaneidades, que es transición indivisa e intervalo continuo. “No describo el ser, describo el pasaje”, decía Montaigne.109 Toda duración vivida posee una determinada cualidad específica, un valor determinado, un coeficiente afectivo que recibe de mi esfuerzo, mi espera o mi impaciencia. Ahora bien, esta impaciencia o este esfuerzo son cambios cualitativos, es decir, son absolutos. El discurso saca su valor del fin que mediatiza: el intervalo mismo no es sino déficit y molesto retardo, principio de expectativa pura; es un instrumento sustituible –pues otros medios podrían servir al mismo fin– y el ideal podría prescindir por completo de él. Pero la duración vivida tiene un fin propio; aquí es el intervalo lo que importa, que es todo plenitud. No se trata de un tiempo perdido cualquiera, de una duración de expectación en la espera de tal o cual acontecimiento, como aquellos que “matan” el tiempo moviendo los pulgares: se trata de un proceso único en su género, en el curso del cual yo envejezco, y que será para mí una ganancia o una pérdida. Por tanto, el tiempo verdadero pone en juego la historia de la persona entera. Es el tiempo fantasmagórico lo que el instinto de la Évolution créatrice es a la inteligencia. El tiempo verdadero es de naturaleza “categórica”, mientras que el tiempo del matemático no tiene sino una existencia “hipotética”, como aquella dialéctica hegeliana a la que Schelling y Kierkegaard reprochan su carácter nocional y tristemente inefectivo. ¿Quién nos dará la quodidad de la historia? ¿Cómo podremos recobrar ese “tiempo vivido” que ha descrito tan profundamente Minkowski? De tal modo, todo el libro de Durée et simultanéité está consagrado a mostrar que la intuición inmediata del tiempo nos proporciona un sistema de referencia natural y absoluto, y que la creencia en el tiempo universal del sentido común esta filosóficamente fundada. El “sentido común”, al que el Essai consideraba culpable de los simbolismos ambiguos de la ciencia vulgar, se convierte en el portador de una gran verdad que lo une a los filósofos contra los físicos. Hay ahí una aparente “inversión del por en contra”: la duración vivida se convierte de nuevo en la ciudadela de las evidencias comunes que anteriormente parecía desmentir. ¿No dará indirectamente la razón al realismo del sentido común la teoría bergsoniana de la materia?110 Y es que existe una ingenuidad sabia, y mil veces más profunda que las vanas sutilezas de los doctos. Esta ingenuidad nos ordena creer en la universalidad del tiempo, en la realidad absoluta del movimiento. La ciencia relativista evapora, convirtiéndolas en fantasmas, todas estas cosas tan simples, tan sólidas, tan naturales porque ha adquirido el hábito de contemplar los fenómenos perspectivamente, es decir, según puntos de vista variables111 que elige sucesivamente como sistemas de referencia.

      Por tanto, la duración intuitiva nos proporciona el principio de una suerte de antropocentrismo superior. Lo propio del bergsonismo es afirmar que en todas circunstancias existe un sistema privilegiado; ya no un sistema de referencia, sino un sistema superior a toda referencia, aquel que experimento desde dentro en el instante en que hablo; ninguna paradoja podría prevalecer contra la certidumbre de un pensamiento interior que se experimenta a sí mismo queriendo, viviendo y durando. Cada uno de nosotros posee una duración (y como tiene duración, tiene conciencia) y, por consiguiente, cada uno se toma a sí mismo, con justa razón, como “refiriente” en el interior de este plano privilegiado: de suerte que la reciprocidad universal se destruye a sí misma y restaura el tiempo absoluto. Pero la esencia de las paradojas relativistas es poner sobre el mismo plano todas estas visiones fantasmagóricas que una conciencia refiriente obtiene de las conciencias referidas; es desconocer, por consiguiente, la distancia metafísica que media entre lo real y lo virtual; mejor aún, lo real se convierte en un caso particular de lo virtual; como simulamos tomarnos en serio a los variados fantasmas que nos hemos complacido en imaginar, como infundimos subrepticiamente vida a nuestros observadores “referidos”, la duración efectiva cesa de tener sobre las duraciones ficticias esa superioridad incomparable que distingue a un ser vivo de carne y hueso de una muñeca de cera. Se ha realizado, y aun hipostasiado, una pluralidad de “tiempos propios”, siendo que quizás había una simple pluralidad de métricas. Por el contrario, Bergson se forma una idea demasiado elevada de lo real (la distinción entre recuerdo y percepción nos dará la prueba de esto para situarla, de esta manera, al mismo rango que sus contrafiguras). No es él quien tomaría por seres verdaderos a todas esas torturas, a todos esos Aquiles de colegio, a todas esas muñecas dialécticas o matemáticas a las que llamamos: viajero en bala de cañón, espacio-tiempo, figuras de luz. Las cosas que puedo experimentar efectiva y personalmente –mi duración, mi labor, mi esfuerzo– son realidades privilegiadas y dolorosamente ciertas, a las que ningunas otras pueden compararse. Los movimientos son relativos para el ojo, o dicho de otra manera, para el geómetra, que no retiene sino el aspecto visual de las cosas; pero no lo son para mis músculos, para mi acción y para mi fatiga.112 Y nadie se engaña. Tal como la duración es irreversible,

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