Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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En nosotros es todo vida, todo realidad. Jamás una “conducta”; aunque fuese la espera, aunque fuese la intención, dará la duración si no implica de antemano la intuición; pues las conductas, abandonadas a sí mismas no dan sino conductas. El papel de la filosofía consistirá precisamente en remontarse a esta fuente viva de la duración. Porque sabemos que nuestros flacos símbolos volverán a tornarse duración pura en cuanto lo queramos, nos abstenemos de realizarlos y, en nuestra ingratitud, nos olvidamos del tiempo vivo que los hace vivir. Sin embargo, no podemos aplazar perpetuamente el retorno a la intuición. Nadie aceptaría ya símbolos en los que no se volverían a encontrar tarde o temprano todas esas buenas cosas sólidas y efectivas de que se nutre la intuición. Pues no se puede vivir sin el absoluto.

      El tiempo no es ni una dimensión ni un atributo, entre otros, del ser humano, ni una propiedad partitiva de este ser; el tiempo no es un determinado modo de ser del ser, pues el ser, en este caso, podría concebirse, con razón, como sustancia intemporal fuera de toda modalidad cronológica. Bergson ya no distingue una forma que llenarían secundariamente, es decir, accidentalmente, contenidos temporales... Todas estas abstracciones dan vida de nuevo al prejuicio órfico, platónico, eternitario de una pérdida de las alas y de una caída calamitosa en la temporalidad: pues si la temporalidad es un castigo, por eso mismo es epigénesis y contingencia. A su vez, este prejuicio tiene como origen la superstición “fijista” y sustancialista del sistema de referencia: al igual que el sustancialismo se representa un sustrato neutro e incalificado, antes de toda manera de ser circunstancial, así el transformismo especioso se representa la evolución como si se destacara sobre un fondo de inmutabilidad: un tipo inmutable, que cambiara solamente de pelaje, de plumaje o de disfraz, es decir, que modificara sus modalidades por “metamorfosis”, ejecutaría algunas pequeñas variaciones peliculares sobre el tema de la especie. Modificación, transformación, transfiguración no son para este mutacionismo sino un paseo de forma en forma, o un pasaje de figura en figura. Y, en cuanto a la alteración, se le define por relación al Mismo: el tiempo es, pues, el carácter secundario de un ser que primero es, y luego deviene u opera, pues el Ser preexiste respecto del Acto. El evolucionismo, que reconstituye la evolución con fragmentos de lo evolucionado, trata el cambio como un arreglo superficial de elementos antiguos, es decir, como una perífrasis de la inmutabilidad: en pocas palabras, es el arte de hacer con lo viejo lo nuevo... se toma a los mismos y se comienza de nuevo. Ahora bien, el hombre no es solamente “temporal”, en el sentido de que la temporalidad sería el adjetivo calificativo de su sustancia: es el hombre mismo el que es el tiempo mismo, nada más que el tiempo, que es la ipseidad del tiempo. A los cambios aparentes, Bergson opone la idea metempírica de una “transubstanciación”, de un devenir central que transporta a todo el ser a otro ser y contradice el principio de identidad. A los metabolismos partitivos, la Évolution créatrice opondrá el prodigio de la mutación radical; al pseudo-historicismo evolucionista, el cambio revolucionario; al prejuicio estático de una temporalidad pelicular, la segunda conferencia de Oxford sobre la Perception du changement opone la idea paradójica y casi violenta de un “devenir óntico”: idea contradictoria, que nos impone la inversión de todos nuestros hábitos y la reformación de nuestra lógica y una profunda reforma interior. La inversión de las relaciones entre el tiempo y la eternidad ¿no supone ya una “conversión”? El cambio sin sujeto-que-cambia, de que nos habla este relativismo radical, es semejante a las cualidades sin sustrato del impresionismo percepcionista. El tiempo es consubstancial a todo el espesor del ser o, mejor dicho, es la única esencia de un ser cuya esencia toda es cambiar. Es pues el ser por entero, hasta su raíz y hasta su ipseidad, el que se ve arrastrado en el movimiento del devenir. En otras palabras: el ser no tiene otra manera de ser que el devenir, es decir, precisamente, de ser no siendo de ser un ya-no o un todavía-no. La libertad, como el tiempo, es la sustancia misma del ser humano. Para el indeterminismo dogmático, la libertad designa un carácter parcial de este ser, que es, por ejemplo, la ciudadela inconquistable en la que se atrinchera una voluntad a la defensiva: la libertad no es una excepción negativa en la trama del determinismo, es una positividad creadora; no modifica el arreglo de las partes, sino que libera a la materia por una decisión revolucionaria. El hombre es todo libertad, como es todo “deviniente”; es una libertad bípeda, que va, que viene, que habla y que respira. Esto es lo que nos queda por demostrar.

      El acto libre

      En ninguna parte el ídolo de la explicación127 ha hecho surgir más aporías insolubles que en las cuestiones relativas a la libertad. Pues en ninguna parte, sin duda, la preocupación por explicar revela mejor su verdadera naturaleza y su alcance retrospectivo. La explicación nunca es, precisamente, contemporánea de las cosas por explicar: pone en lugar de la historia empírica de los acontecimientos la historia inteligible de los fenómenos y debe esperar a que aquella sea completamente contada antes de reconstituir esta última; lo que opone el relato a la explicación es que, en un relato, el biógrafo o el narrador son siempre, por convención, contemporáneos de la crónica novelesca que se desenvuelve, mientras que en una “explicación” el moralista o el historiador son ficticiamente posteriores a la crónica desenvuelta. Por tanto, la explicación no es sólo la abolición del tiempo, como Emile Meyerson se ha consagrado a demostrar. El acto mismo de explicar supone abolido el tiempo, desenvuelta la crónica. ¿Qué es esto sino el libre arbitrio deformado por la óptica de la retrospectividad? ¿Y qué es esto sino la libertad durante la acción libre?

      1. El espiritualismo tradicional nos ha legado del acto voluntario una fórmula por completo libresca, cuya crítica ha sido hecha repetidas veces, y especialmente por Ch. Blondel:128 así, sin duda, se le ve en los libros. Quizá el examen de una caricatura de volición arrojará una luz indirecta sobre la libertad del querer auténtico. Los manuales, como es sabido, distinguen en la volición cuatro momentos sucesivos que llaman concepción, deliberación, decisión y ejecución. ¿Es preciso mostrar cuán absurdo y arbitrario es semejante tabicación introducida entre operaciones que, de antemano, se suponen incomunicables y sustancialmente distintas? Sobre todo, en la raíz de esta volición-modelo reconocemos el prejuicio venal que todo el bergsonismo combate: el espíritu espera a que el acto libre haya desenvuelto todos sus episodios mentales, en vez de captar en vivo la inmanencia concreta. De tal modo nos damos un esqueleto de voluntad que corresponde quizá al homunculus ideal de la psicología wolfiana, pero no al individuo real, que quiere y obra. En efecto,129 el sustancialismo vulgar quiere a toda costa que la deliberación preceda y prepare a la resolución, como la resolución precede, por ejemplo, a la ejecución; y esto porque “lógicamente” se debe vacilar antes de decidirse, porque el acto debe ser posible antes de ser real, porque la volición debe asemejarse a una fabricación en el transcurso de la cual el acto se construye a pedazos, al pasar gradualmente de la existencia virtual o deliberada a la existencia actual o resuelta. Pero una experiencia verdaderamente contemporánea de la acción demuestra, por el contrario, que se delibera después de haber resuelto y no antes de resolver. Esto parece absurdo, pero la mismísima inutilidad de una deliberación tan “póstuma” da testimonio del desinterés de la inteligencia especulativa que, para satisfacer sus gustos de mecánica, logicizaría de buen grado toda nuestra vida: se diría que a fuerza de buscar por doquier el orden de fabricación, el orden de técnica, el orden “útil”, su inercia constitucional la ha llevado a reconstituirlo inclusive cuando es demasiado tarde. En efecto, ocurre como si el momento de las vacilaciones no fuese, en cierta manera, sino una comedia inconsciente que nos haríamos a nosotros mismos para estar a bien con la inteligencia y para legitimar retrospectivamente una decisión que, en el fondo, se había detenido mucho antes en nuestro espíritu. La decisión es, de tal manera, preformada las más de las veces en la deliberación, a la que gobierna desde dentro, en vez de proceder después de un veredicto abstracto y, de hecho, un examen severo de conciencia nos muestra que la voluntad originariamente ha decidido, sin responder porque a los por qué: los motivos ideológicos son inventados para las necesidades de la causa, y confundimos a nuestra conducta real con un escenario ideal que reglamos después de la acción; en cierta manera, nos complacemos en imaginar la manera en que las cosas debieron ocurrir para ser “razonables”: pues el vicio de estos ordenamientos retrospectivos es precisamente que no tienen sentido más que en el futuro anterior130 y nunca conforme al verdadero futuro. El futuro en sentido riguroso es aquello

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