Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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Así pues, en todo momento, mi libertad se halla en peligro de muerte: no se activa más que negándose. “La facultad que teníamos de elegir no puede leerse en la elección que se ha hecho en virtud de ella.”151 El acto consumado se vuelve contra el acto por cumplir; y las complacientes reconstituciones afluyen de todas partes para demostrarnos nuestra servidumbre.

      Así se explica, en particular, la ilusión de los eleatas.152 La dialéctica le prohíbe a Aquiles alcanzar a la tortuga; y, sin embargo, es un hecho que la alcanza, e inclusive que la rebasa. Los geómetras, dice Bergson en otra parte,153 explican la curva como la reunión de una infinitud de pequeñas líneas rectas, puesto que, en el límite, la curva se confunde en cada punto con su tangente; y, no obstante, es un hecho que las líneas curvas son bien curvas, y que el ojo más experimentado no lograría romper la continuidad de su flexión. Aquiles, que se burla de la dialéctica, no avanza, como ella, poniendo una junto a otra longitudes de espacio: corre y resuelve este vano problema. Tolstoi, al meditar sobre el desenvolvimiento histórico de la humanidad,154 se expresa de la siguiente manera: la continuidad del movimiento se nos ha vuelto ininteligible a causa de los movimientos intermitentes que distinguimos en su flujo; y nos pide que calculemos la diferencial de la historia, que “integremos” los libres arbitrios innumerables e infinitesimales que dan propulsión al devenir humano. La metafísica bergsoniana irá más allá del cálculo de las fluxiones y de la matemática infinitesimal, tal como esta última había rebasado la matemática de la finitud. El movimiento –el verdadero movimiento de las cosas que se mueven, el movimiento que nos sugiere la cinemática de Rodin– es una totalidad orgánica, y si se quiere a toda costa interpretarlo “άρὸ στοιχείων”, será necesario explicar su continuidad dinámica por una infinitud real y positiva de elementos. Ahora bien, la construcción dialéctica, que emplea un número finito de átomos conceptuales, no sería capaz de dar cuenta y razón de la verdadera movilidad, tal como no es capaz de restituir la suavidad y ligereza de las melodías, la sinuosa flexibilidad de las curvas y la gracia viva de las acciones libres.155 Por tanto, no se comprende verdaderamente el movimiento y la acción sino moviéndose y actuando, puesto que sólo el acto mismo, o la función de conocimiento que lo limita –es decir, la intuición–, está hecho a la medida de lo vital. En el fondo, es lo que expresaba Aristóteles con las siguientes palabras de su Física:156 “No hay nada absurdo en que, en un tiempo infinito, se recorran infinitos”. οὐδὲν γὰρ ἄτοπον εἰ ἐν ἀπεείρῳ χρόνῳ ἄπειρα διέρχεταί τις. Por otra parte, objeta a los eleáticos, esos instantes que obtenéis mediante una división infinita del tiempo no existen en el tiempo más que en potencia y no en acto. ¿No verá Bergson, como él dice, “detenciones virtuales?” Es un acto artificial y accidental de la representación el que nos permite actualizar estas detenciones posibles; pero, de hecho, el tiempo no está compuesto de instantes, tal como no lo está el continuo de indivisibles, o el movimiento de κινήματα.157 Mientras que los puntos seccionan a la línea en acto, los instantes sólo dividen el tiempo virtualmente;158 pero nada impide a un móvil recorrer puntos virtuales en número infinito, mientras no se realiza este infinito.

      “No temáis, señor”, dice Leibniz,159 “a la tortuga que los pirrónicos hacían avanzar más rápidamente que Aquiles. Tenéis razón en decir que todas las magnitudes pueden dividirse hasta lo infinito. No hay nada tan pequeño que no se pueda concebir en él una infinitud de divisiones, que no terminaríamos nunca de hacer. Pero no veo qué inconveniente haya en esto, o qué necesidad exista de practicar tales divisiones. Un espacio divisible sin fin se recorre en un tiempo que es también divisible sin fin”.

      Este mismo argumento lo utiliza Pascal al enfrentarse con la geometría de los indivisibles en una forma dialéctica,160 cuando trata de refutar la objeción de Méré a la divisibilidad hasta el infinito: ¿cómo se puede recorrer en un tiempo finito esa infinidad de infinitamente pequeños que constituyen la extensión? Pero, replica Pascal, el tiempo entero es el que es coextenso con el espacio entero, y el movimiento recorre una infinitud de puntos en una infinitud de instantes. El finitista Renouvier rechaza este argumento,161 so pretexto de que no se resuelve una dificultad duplicándola y de que, entonces, tendríamos dos infinitos por franquear en vez de uno solo. Ahora bien, los espacios de tiempo interminables del tedio lo logran: al devenir consumimos el intervalo, tocamos en el término de cada periodo. La coextensibilidad del tiempo infinito respecto del trayecto infinito demuestra que el Infinito es vulnerable al Infinito, que el movimiento puede tragarse al espacio y que la simplicidad del acto triunfa allí donde fracasa la dialéctica enumerativa. Y Pascal, a su vez, retoma un argumento162 que las doctrinas dinamistas han opuesto siempre al atomismo: o lo “indivisible” tiene ya la potencia de la extensión, y posee él mismo partes, o es verdaderamente inextenso y entonces es necesario que la extensión nazca de cero. Por lo demás, señala Proudhon,163 ¿acaso no negamos el movimiento mediante un movimiento del espíritu? Y quien condena lo móvil a la inmovilidad, ¿acaso no condena a la parálisis al progreso del pensamiento? Lento en pasar, pronto pasado: tal es el tiempo; tal es el movimiento. Aristóteles distinguía164 el infinito de división o la divisibilidad al infinito (κατὰ διαίρεσιν) y el infinito de magnitud (τοῖς ἐσχάτοις, ο κατά ποσον). Para efectuar el recorrido de un trayecto infinitamente grande se requiere en verdad un espacio de tiempo infinitamente grande. Pero una longitud divisible hasta lo infinito no es infinitamente larga y para recorrerla en su totalidad basta con una duración divisible hasta lo infinito, pero finita. Entendido de tal manera, el movimiento no es más imposible que el presente, ese milagro perpetuo, límite inconcebible del pasado y del futuro. Es lo mismo que decir, señala Mill, que la puesta de sol es imposible, porque si fuese posible debería tener lugar o bien mientras el sol está todavía sobre el horizonte o bien cuando está debajo. Pero esta puesta de sol no se halla en ninguna parte, puesto que se define precisamente como el paso del día a la noche. Asignar un lugar al cambio es suprimirlo. De esta manera se refuta el inmovilismo de los megáricos.

      El estudio de las totalidades orgánicas nos ha mostrado que todo ser espiritual es necesariamente complejo; y lo que es verdad del movimiento o del acto libre lo será también de la extensión y de la intelección. No se fabrica el movimiento con puntos, justo como la extensión no se forma con recuerdos, ni el sentido con signos. De igual manera, el acto libre, por así decirlo, es perpetuamente total hasta en sus menores elementos; sobre esta tensión “irracional” sólo puede hacer presa un método que se asemeje a la vida e imite su aspecto. Retrospectivamente, la acción se agota en instantes y en motivos que multiplicamos indefinidamente para reconstituir su curva; y, correlativamente, nuestra dialéctica se agota en aproximaciones y en dosificaciones burdas. La crítica del infinito actual, que es el alfa y el omega del finitismo de un Renouvier, enuncia solamente la esterilidad de estas descomposiciones retrospectivas. La libertad militante y sana escapa a esta obsesión de un infinito actual realizado por la dialéctica. Es una prueba de salud en el querer y en la acción esta despreocupación que manifiesta una libertad invulnerable a la obsesión de los escrúpulos disolventes. La impotencia se apodera de aquellos que se dejan desmenuzar por las dudas interminables. Pero ¿cómo podría un espíritu verdaderamente contemporáneo de sí mismo, verdaderamente inmunizado contra los escrúpulos retrospectivos, cómo podría este espíritu perder su tiempo en el eterno lamentarse de las cosas cumplidas? ¿Cómo podría no realizar ese milagro de contraer en todo instante, en decisiones simples, la infinita riqueza de sus experiencias? Esta soltura y facilidad soberanas del espíritu no son sino la gracia. Nuestras artes se esfuerzan en imitarla,165 pero no pertenece naturalmente más que a la vida. La acción plena de gracia será ante todo, sin juego de palabras, la acción gratuita, aquella cuyo encanto y espontaneidad no altera ningún procedimiento retrospectivo.

      La teoría bergsoniana de la libertad es, pues, como la rehabilitación del tiempo universal, como la refutación de los eleáticos y de Einstein, un homenaje al sentido común. El movimiento y la acción vuelven a ser para el filósofo lo que no han dejado nunca de ser para todo el mundo: el

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