Henri Bergson. Vladimir Yankélévitch

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Henri Bergson - Vladimir Yankélévitch Biblioteca

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de vista del sentido común es el punto de vista del actor, mientras que el punto de vista de Zenón representa la perspectiva fantasmagórica del espectador que se niega a vivir la duración y a participar en la acción. Para el actor comprometido personalmente en el drama de la libertad, tiene un interés vital que los movimientos alcancen su fin, que los actos lleguen a conclusiones efectivas. Pero al actor no le cabe, precisamente, ninguna duda: los movimientos alcanzan su meta y las acciones se cumplen. La esencia del bergsonismo es afirmar que esta comprobación ingenua, tan ingenua que mal parece merecer el honor que le hace el filósofo, es la única que nos ofrece un punto de vista sobre lo absoluto. Mejor todavía: el actor no tiene “punto de vista”, puesto que es interior al drama, y puesto que percibe desde dentro todos los aspectos a la vez, puesto que personalmente actúa en todos los episodios, puesto que es el drama mismo, el drama entero con sus más sutiles detalles, sus más secretos resortes. Punto de vista significa limitación; y por eso el Dios de Leibniz no tiene punto de vista, sino solamente las mónadas. Los eleáticos nos proponen un punto de vista especulativo sobre el movimiento, es decir, una visión perspectiva y parcial que torna por completo irrisoria nuestra óptica; cambiamos la evidencia clara y total de la intuición por los espejismos de una dialéctica cegada por las luces de la escena y por el prestigio de la distancia.

      De tal manera los actos libres, como los movimientos, son seres individuales que tienen su “signo local”, su originalidad propia. El matemático no uniforma los movimientos más que descuidando su esencia espiritual, tratando a la ligera su “movilidad”, la cual es siempre una tendencia particular, una alteración cualitativa y orientada.166 La única forma de conocimiento que hace presa en el acto libre y que alcanza la “haeccidad” será la intuición: pues pertenece a la naturaleza de la intuición el ser general y ajustarse, sin embargo, con precisión a los objetos individuales. El conocimiento de la vida debe ser una imitación de la vida. Mientras que la inteligencia es siempre desemejante de su objeto, no hay diferencia esencial entre el movimiento de la intuición y el de la libertad o el de la vida. Como lo mismo, dice Empédocles, no es cognoscible más que por lo mismo, así la vida no es aprehensible más que por la vida.167 La sentencia de Plotino, que tanto admiraba Goethe, cobra un sentido nuevo: el ojo debe ser solar para ver la luz.168 ¡Que tu ojo sea la cosa contemplada!, leemos en los Alimentos terrestres. ¡Que tu retina sea el azur mismo, que tu visión sea el fuego en persona! Es en este sentido como interpretaremos el realismo de la percepción pura. A su vez, la intuición no es la asimilación especulativa de un sensible o de un sentido; más bien es una coincidencia drástica y, para decirlo de una vez, una recreación. ¿Comprender no es rehacer? ¿El esfuerzo interpretativo no exige que el espíritu, en presencia de los problemas, se coloque de golpe en una atmósfera espiritual y descubra el sentido verdadero suponiéndolo? De manera que la intelección consiste siempre, en rigor, en suponer resuelto el problema; ahora bien, suponer resuelto el problema cuando se trata de movimiento, ¿no es moverse? Y de igual manera, sólo hay una forma conveniente de demostrar la libertad posible, y esta es querer y obrar. Esta solución activista, en la cual coinciden la paradoja y el buen sentido, implica pues, por lo menos, un acto arbitrario, una suerte de aventura inicial: es necesario “comenzar”, hay que arriesgarse. El razonamiento está siempre sujeto a la preexistencia de un algo dado; pero la acción se crea a sí misma por entero, puesto que no existe sino completa y total.169 La pedagogía de Montaigne lo había comprendido bien, puesto que prescribía ante todo el aprendizaje de la experiencia, del ejercicio y de la acción. Es hablando como se aprende a hablar, y es caminando como el niño aprende a caminar. La espontaneidad de nuestras iniciativas ilumina los problemas en torno de los cuales gira la dialéctica, puesto que nos propone una totalidad, en vez de reunir los miembros dispersos; la acción rompe el círculo en que nos encerraban las justificaciones. ¿La acción no es causa sui?

       Esta concepción inmanentista de la libertad no le quita a la decisión su valor excepcional de comienzo. Bergson no tiene necesidad, para hacernos sentir la solemnidad del fiat, de exagerar, como Renouvier, la discontinuidad de las acciones libres. “¡Comenzar es una gran palabra!”, exclama Jules Lequier en el fragmento conmovedor que cita Renouvier.170 No se ve que esta gran palabra pierda su dignidad con el libre arbitrio bergsoniano. ¿Acaso el propio Renouvier no pone un gran cuidado en distinguir entre libertad y “fortuidad”?171 Con un lenguaje que podría ser de Bergson, si fuese menos torpe, protesta contra la aritmética abstracta de los motivos, contra la idea mitológica de un querer indiferente y quiméricamente absoluto. La voluntad no es un ὑποκείμενον pasivo, una tábula rasa que aguardaría a que le llegaran desde fuera motivos para determinarla.172 El postulado común al determinismo y al indeterminismo, añade profundamente Renouvier, es el de una indiferencia fundamental y esencial de la voluntad. No puede ser más bergsoniano... Berdiayeff rechaza también la idea de un arbitrio sustancial que elegiría en la isostenia de los motivos concurrentes o, mejor dicho, en el vacío de toda motivación. Esencialmente, el querer sería, según el indiferentismo, un capricho que decidiera en medio de la nada, una adiaforía carente de las diferencias que la determinarán. Accidentalmente, según el determinismo, el querer recibirá el impulso irresistible de determinados factores que vendrán a visitarlo desde fuera. Pero, tanto si se le considera pasiva, como si se le quiere activa, la voluntad será esencialmente distinta de estos factores. Pero, por el contrario, sabemos que todo motivo pertenece ya a lo querido. Sin embargo, ¿no se renuncia de esta manera a personificar o a “reificar” un querer trascendente a la persona misma? Mi voluntad no está en mí como una extraña o una visita; al igual que mi duración no designa algo realmente distinto de la conciencia misma. Por el contrario, entre mi voluntad y yo hay una familiaridad íntima, una larga camaradería. No es la charla íntima indiferente de una persona puramente queriente y de una persona puramente querida, sino una coincidencia de todos los instantes. Es verdad que entonces el acto de libertad deja de ser un decreto arbitrario, una catástrofe inaudita. “¿Estoy en libertad de ser libre?” Es sabido hasta qué punto Renouvier era sensible a estas innovaciones radicales, a estas crisis de la acción. “Es cosa extrañamente singular, y hecha como para espantar a una mirada profunda, el poder de producir un fenómeno instantáneo, nuevo, producirlo no sin precedentes; cierto es, sin raíz pero, a fin de cuentas, sin vínculo necesario con el orden eterno de las cosas…”173 Sin embargo, por preformada que esté en las tradiciones que la preparan, la acción libre no deja de ser en Bergson una acción sorprendente, un verdadero comienzo. Nuestras iniciativas tienen para nosotros mismos algo imprevisto, y el yo tiene todo lo que es necesario para trascender sus propios límites. La creación está por doquier, en nosotros y alrededor de nosotros; en todo momento, en la vida interior hay un Rubicón por pasar, un salto peligroso por dar. Es lo que reconocemos claramente en el absurdo de algunas decisiones repentinas que, estallando teatralmente, no parecen tanto seguir nuestras tendencias como precederlas y conducirlas. “Tener lugar”, es preciso repetirlo, no es una vana formalidad, ni en la vida del alma, ni en la naturaleza. Sólo el acontecimiento cuenta. Esto quiere decir que el desenlace de la acción no es, de ninguna manera, una ceremonia convencional, un gesto simbólico de cerrar. Lejos de ello. Lo que importa es la conclusión, es ella la que, exigiendo a toda costa que se le afirme, crea para su servicio las ceremonias de la justificación. Así pues, todo se hace para el desenlace. La lógica, la razón han de arreglárselas como puedan. Nadie se engaña con su puesta en escena, con sus bellas fórmulas, con toda esta legalización ritual. Pues sólo el desenlace tiene un valor, sólo él merece que le subordinemos todo. Sólo él es efectivo. ¿Y cómo una filosofía tan preocupada, como el bergsonismo, por las realidades efectivas no habría de poner, por encima de todo, a estas decisiones creadoras de una libertad militante y conquistadora?

      Dicho esto, Bergson admite las innovaciones, pero no la creación radical. Veremos por qué este continuacionismo de la plenitud no podía admitir un comienzo absoluto: ¡en el espíritu de Bergson una continuación creadora no es más contradictoria que una evolución creadora! También la libertad no es una opción vertiginosa en el vacío de toda preferencia y de toda preexistencia, ni siquiera un poder de encorvar o suspender arbitrariamente el curso de las representaciones; la libertad no es un clinamen sorprendente, una fortuita declinación del devenir, sino más bien un extremo concentrado de duración. De esto se sigue que

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