¡Ping!. Juana Inés Dehesa

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¡Ping! - Juana Inés Dehesa

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existía antes del candidato? ¡Por favor, señores, seamos serios!

      Estaba fuera de control. Era algo que le costaba admitir hasta frente a sí misma, pero lo que realmente la enfurecía no eran los comentarios irresponsables ni la falta de visión histórica, sino que a ella nadie la hubiera llamado.

      ¿Pues a qué hora se me acabó el chiste?

      En su otra vida, la temporada de campañas no se acababa nunca, sólo iba variando en intensidad, y el día de las elecciones lo pasaba yendo de un medio al otro, opinando, dando entrevistas, analizando encuestas, pronosticando resultados, no yendo a votar con los niños en el triciclo para luego irse a comer a casa de sus suegros y viendo los resultados por la tele, como si fuera cualquier hija de vecina.

      Había seguido la campaña paso a paso, consumiendo como yonqui comunicados de prensa, entrevistas y sondeos de opinión. No sólo era capaz de explicar, hasta con notas a pie y bibliografía, por qué había pasado lo que había pasado, por qué ahora sí había ganado el mismo candidato que llevaba tres intentos, sino que era capaz de pronosticar dónde iba a estar el país y la opinión pública dentro de un año.

      Pero ¿a quién le importa? ¿Quién le pregunta su opinión a una señora que pasa el día de la elección cuidando que sus hijos no se caigan del triciclo?

      Se levantó con muchos trabajos, teniendo que detenerse del borde del mueble para impulsarse y maldiciendo a Mónica por arrastrarla a esa clase salvaje de aeróbics glorificados.

      Hizo lo que hacía siempre que necesitaba volcar en alguien sus miles de opiniones. Le llamó a su papá.

      A su casa, obviamente; si su papá era de esa generación que no sólo tenía una línea de teléfono fija, sino que la usaba regularmente y no entendía que las personas usaran dentro de su casa un aparato diseñado para funcionar cuando no se tenía una línea fija a mano.

      Pero nadie contestó. Ni siquiera Blanquita. Susana dejó sonar diez veces el teléfono, por si Blanquita otra vez había perdido el inalámbrico que le habían puesto en su cuarto justamente para que no tuviera que salir corriendo cada vez que sonara. Pero Blanquita se había ido con Laura a Veracruz, para votar allá y para que Lucio conociera a su familia.

      ¿Por qué no contesta? ¿Será que le pasó algo? Ay, no, que no le haya pasado nada porque Catalina no me va a dejar en paz nunca.

      Estaba mal, lo sabía bien, que ésa fuera su primera preocupación; no el bienestar de su papacito lindo, no; no una inquietud genuina porque estuviera solo en ese caserón que se negaba a abandonar, no. Lo que realmente le podía era que eso le iba a dar armas a su hermanita para insistir en que su papá ya no estaba en condiciones de decidir y que tenían que tener un papel mucho más proactivo en su cuidado.

      Que, en lenguaje de Catalina, quería decir “por favor, Susanita, hazte cargo”.

      Las manos de Susana temblaban de pura adrenalina mientras marcaba el número del celular de su papá. Si no contestaba, iba a tener que ir a su casa a ver qué estaba pasando.

      Uf, pero qué tal que se cayó o algo, y hay que levantarlo. Yo no sé si puedo. Pero ni modo que vaya Andrés, porque quién se queda con los gemelos. Habría que llevárnoslos. Ay, pero ya están dormidos, y con lo que cuesta que se queden.

      —¡Bueno! —contestó don Eduardo, en medio de lo que claramente era una fiesta de aquéllas; se oía a alguien que pedía a gritos otro tequila y al menos dos voces que cantaban (horrible) el himno nacional—. ¡Bueno!

      —¡Papá! ¡Papá! —Susana se tapó un oído para escuchar mejor—, ¿dónde andas?

      —¿Susanita?

      —No, papá, el hada Campanita.

      —¿Quién?

      —Soy Susana, papá, ¿dónde estás?

      —Estoy en casa de Antonio, mijita; nos juntamos varios a esperar el resultado.

      —¡Y ya nos vamos al Ángel, Lalito; dile que nos alcance! —se oyó una voz a lo lejos.

      Lo que me faltaba.

      Susana no podía pensar en algo más inapropiado que su padre, con su cadera de titanio, internándose entre las multitudes en torno a la columna del Ángel de la Independencia.

      —No vas a ir al Ángel, ¿verdad, papá? —dijo, tratando de que su voz no sonara como cuando le prohibía a sus hijos los clavados en la alberca.

      —No, mijita, ya en un ratito me voy a la casa.

      —¿Vas manejando?

      —No, no. Orita me piden un Uber.

      No le dio tiempo de preguntarle en qué momento había pasado de pedir taxis al sitio de la esquina, donde conocía a todos los choferes, a utilizar Uber. Ni, ahora que lo pensaba, a quién se refería cuando decía que “se lo iban” a pedir. Simplemente le dijo “adiós, mijita, besos a los niños y a tu marido y más a ti”, y le colgó.

      Susana se quedó viendo su teléfono con indignación. Si acaso, su sensación de irrelevancia no había hecho más que aumentar.

      Para colmo, los únicos tópers con tapa que había encontrado eran de crema Chipilo, y Andrés no soportaba que los usaran más que estrictamente dentro de la casa.

      —Como si no nos alcanzara para unos más decentes —decía.

      Susana suspiró y sacó de la alacena un par de bolsas de plástico con cierre. Entre la desaprobación de Andrés y la de los organizadores del curso de verano, que la iban a tachar de consumista y cómplice en todos los crímenes en contra del planeta por introducir en su ambiente ecológico y sustentable dos perversísimas bolsas de plástico, prefería cargar con el odio de los jipis.

      El curso de verano, con los jipis, también había sido idea de Mónica. Hasta donde Susana tenía entendido, su hermana, que llevaba años dedicada a la apicultura en un pueblo perdido de Morelos, era una de las organizadoras. No era que un curso sobre vida sustentable hubiera sido su primera opción en otras circunstancias —de hecho, la lista de materiales, que incluía dos paliacates y un par de guantes de lavar los trastes por niño, dos kilos de tierra, un envase de refresco de dos litros partido a la mitad y cinco lombrices, la había hecho cuestionar un poco su decisión—, pero dado que los cursos a los que se habían inscrito la mayoría de los compañeritos de los gemelos, y los hijos de su cuñado, por supuesto, costaban por una semana el equivalente a dos colegiaturas, pidió que la excluyeran del equipo de perseguir lombrices y consiguió todo lo demás.

      A los gemelos les vendió la idea como un entrenamiento para ser exploradores, y como a su abuelo le encantaba sacar el atlas y contarles de la Antártica y el Amazonas, los dejó que pensaran que por ahí iba la cosa. A Andrés, por supuesto, no le dijo que lo más atractivo del curso era el precio, porque a Andrés eso de que se anduviera preocupando por el dinero que no tenían lo ponía muy malito de sus nervios; le dio la vuelta al tema explicándole que los niños estaban felices, que le venía muy bien organizarse con Mónica para llevarlos y traerlos, y que no había tema más relevante para el futuro de los niños y de la humanidad entera que el cuidado medioambiental.

      Terminó de empacar los pepinos y el agua y miró su celular. Le parecía muy raro que no hubiera sonado ni una sola vez en toda la tarde. Lo levantó y vio un texto

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