¡Ping!. Juana Inés Dehesa
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—No, creo que mejor no, papá. Estoy cansadísima y todavía tengo que pasar a la oficina.
Don Eduardo hizo un ruido de desaprobación.
—Ese afán tuyo de trabajar y trabajar, mijita.
—Ni modo, papacito. A alguien le tiene que tocar.
Cuando se abrió el elevador, le sorprendió ver la mayoría de los cubículos y las oficinas apagados. Claramente, nadie había considerado pertinente darse una vuelta por el changarro a ver si algo se ofrecía.
En la oficina de Fernando había una televisión prendida. Cuando estaba a punto de apagarla, escuchó ruidos y vio a los becarios aproximarse con pinta de estar enormemente satisfechos consigo mismos. Una chica —¿Luisa? ¿Lucía? ¿Lilia?— sostenía en la mano un paquete de cerveza Sol con limón y Miguel —casi estaba segura de que se llamaba Miguel— cargaba un bote de basura rebosante de palomitas de microondas.
Susana se preguntó si siquiera lo habrían lavado antes de llenarlo de comida. Pero no era cosa de delatarse como la adulta del grupo. De por sí, tenían cara de conejitos frente a la escopeta.
—¡Maestra! —exclamó Miguel—, ¡qué bueno que vino! ¿No se quiere quedar?
Susana se admiró de su capacidad para fingir bajo presión. No era una cualidad despreciable en esta profesión.
—Ay, sí me darían ganas —dijo, correspondiendo a una mentira con otra—, pero quedé de pasar a casa de mis papás.
Se encogió de hombros, como llena de pesar.
—Ni modo. Ustedes diviértanse, muchachos, aprovechen que son jóvenes y que no tienen compromisos.
Los dejó frente a la tele y los resultados electorales y se volvió a subir al elevador.
Sacó su celular. Ignoró todas las alertas de mensajes y correos y pasó los ojos por las actualizaciones de noticias. Si en su constitución hubiera estado la posibilidad de no preocuparse, hubiera pensado que no había de qué preocuparse.
Pasó, una detrás de otra, las notificaciones. Hasta que abrió la aplicación del teléfono, como si no se diera cuenta de lo que hacía.
Su dedo índice se detuvo encima de un número.
Nada más le voy a marcar para tocar base. No por otra cosa, sino porque ni modo que uno no esté en contacto en un día así. Qué tal que hay algo que yo deba saber.
No se convencía ni a sí misma, pero marcó de todas maneras.
—¿Cómo viste? —preguntó Susana, en cuanto escuchó que se conectaba la llamada.
—Muy bien. Te viste súper ruda.
—Ay, claro que no.
Ay, Susana, suenas como quinceañera.
Se aclaró la garganta.
—¿Sabes si ya están saliendo los preliminares?
—Sí, ya hay varios. ¿No quieres venir a verlos?
—Pues… —Susana dudó. En su cabeza se aparecieron Catalina y Laura cantando una canción norteña sobre una que tropieza de nuevo y con la misma piedra. Últimamente se la cantaban todo el tiempo.
Eso me gano por contarles nada.
—Iba a ir a mi casa —dijo, rápido—. Bueno, en realidad había pensado ir a casa de mis papás, pero va a estar Fernando.
—Y nadie quiere ver a su jefe cuando estamos a punto de abrir nuestro propio despacho, ¿verdad? Sobre todo cuando no le hemos dado la sorpresita de que nos vamos.
—Exacto.
—Pues no vayas y vente para acá —la voz se tornó persuasiva—. Seguro ni has comido, ¿verdad? ¿Te voy pidiendo algo?
Susana sabía que era muy mala idea. Si hubiera estado en el cine, viéndose en la pantalla, seguramente voltearía con quien tuviera junto y le diría “bueno, pero es que ésta es idiota”.
—No —dijo, sin ninguna convicción—; es que mañana tengo que estar muy temprano. Es lunes.
—Todo el mundo va a estar crudo. ¿Qué te pido?
También, si se estuviera viendo en la pantalla, sabría en qué iba a terminar esa conversación.
—Un consomé y unos nopales con queso.
Mami, ¿por qué tú no trabajas?
“Mami, ¿por qué tú no trabajas?”
Y pensar que estábamos tan preocupados porque los gemelos no hablaban. Pensamos en llevarlos a un terapeuta y todo porque qué tal que era algo del oído, o qué tal que no estaban recibiendo los suficientes estímulos en su casa. Aunque mi papá decía siempre que esos pobres niños no hablaban porque entre Andrés y yo no les dábamos oportunidad.
—Déjalos tantito que hagan su vida y vas a ver si no empiezan a manifestarse —decía.
También decía que el problema era que éramos muy exagerados y vivíamos en un mundo que a fuerza quiere encontrarle defectos a los chamacos.
—Míralos, Susanita —mientras miraba con arrobo cómo Carlitos se metía el dedo a la nariz y Rosario chupaba insistentemente la esquina del trapito sin el cual no podía dormir—. Son perfectos.
No es que yo no estuviera de acuerdo. Claro que pensaba que mis hijos eran perfectos; de entrada, porque eran míos y de Andrés, pero también porque los veía todos los días a todas horas y me daba cuenta de que aprendían y se les movían los engranes a toda velocidad. Pero, entonces, ¿por qué demonios no hablaban? ¿Por qué nada más mugían frenéticamente cuando querían manifestar su descontento o se limitaban a balbucir algo que lejanamente, y con mucha imaginación, sonaba como “leche” o “mamá”?
Y no ayudaba nada que los hijos de Jorge mi cuñado, y Tatiana, su esposa perfecta, hablaran de corridito y en varios idiomas. Eran un par de años más grandes, pero eso Andrés no lo entendía. Sistemáticamente salíamos cada domingo de casa de mis suegros con la moral por los suelos y la certidumbre de que algo les pasaba a nuestros hijos.
Hasta que, de pronto, el milagro. Un buen día, en que Carlitos lloraba y lloraba, sin motivo aparente, y yo no sabía si hablarle al doctor o salirme a la calle con rumbo desconocido y empezar una nueva vida, Rosario se irguió en su sillita alta y, viéndome muy seria, como siempre ha visto ella, me dijo:
—Quiere salir, mamá.
Me tardé en registrar la magnitud de lo que estaba sucediendo. Sólo después de que le había soltado un indignado “¿y tú cómo sabes?” a manera de respuesta, caí en cuenta de lo que había pasado. Y no hubo vuelta atrás: a partir de ese momento, Rosario se convirtió en la intérprete oficial de su hermano hasta que Carlitos sintió que se le estaba