¡Ping!. Juana Inés Dehesa
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Obviamente, era Andrés. El pie que había perforado era el de Andrés.
Ahorita ya es parte de la mitología familiar, y Andrés va feliz por la vida diciendo que tiene una uña negra como prueba de que lo nuestro estaba escrito y dictado por Dios mismo, pero en ese momento yo me quise morir y sospecho que él me quiso matar. Y, claro, acabamos con la solemnidad del momento porque Juan se dio cuenta y se atacó de risa.
Y, para contribuir a la teoría de Andrés, resultó que él acababa de terminar con una novia muy adecuada y de muy buena familia y yo (aunque en ese momento no lo sabía) estaba en vías de deshacerme de una relación nefasta con un tipo que se dedicó a maltratarme todo lo que quiso nomás porque yo me dejaba.
Así que, después de desahogar rapidito el trámite de la felicitación al padre Juan Diego (no le besé la mano, pero sí hice la finta, porque su mamá me estaba supervisando), cumplí con decirle a Andrés que estaba apenadísima y que si seguro no se le habría roto nada y si no sería cosa de que lo llevara al hospital, no fuera a ser.
Obviamente no tenía roto nada, si tampoco es que fuera yo un paquidermo, pero algo pasó, que vi a Andrés y, como en las películas cursis, pasó frente a mí la película de lo que podría ser mi vida junto a alguien como él, alguien que no tuviera millones de opiniones, que no estuviera todo el tiempo compitiendo conmigo y que fuera suficientemente bueno como para hacerle plática a las amigas de su mamá.
Y él confiesa que estaba también harto, pero de salir siempre con la misma mujer, aunque tuviera diferente nombre.
Dos años después, mientras pasábamos Año Nuevo en Nayarit con sus papás, me propuso matrimonio.
Dos años y medio después, mi mamá dijo en una junta que se sentía un poco mal. Cuando la ambulancia llegó al hospital, ya estaba muerta de un infarto fulminante.
Dos años y medio menos una tarde después, mi mamá y yo peleamos porque, según ella, más que casarme, lo que estaba haciendo era enterrar mi carrera y mis posibilidades de éxito profesional.
Dos años y nueve meses después, Andrés y yo nos casamos en una boda bastante deslucidita porque quién quiere bailar cumbias en esas circunstancias, pero no era cosa de tirar a la basura los depósitos y lo que ya habíamos pagado porque eso sí, mi mamá, asesora financiera de las grandes, nunca me lo hubiera perdonado.
Y yo nunca le hice mucho caso a las quejas de mi mamá sobre mi futuro porque no eran ciertas: yo no tenía por qué dejar de trabajar. De ninguna manera.
Luego me embaracé.
Y luego eso de que quién se queda a cuidar a los niños. Y el costo de una persona que los cuidara era tal, que no había trabajo de medio tiempo que lo cubriera.
Así que me quedé con mi trabajo de tiempo completo. En mi casa, con mis hijos.
DE: MÓNICA
¿Ya viste el chat?
DE: SUSANA
Ay, no. Nunca veo el chat. ¿Qué dice?
DE: MÓNICA
Reenviado:
DE: ANALO
Porfa, las que trabajan fuera de casa, ¡urge que contesten! Todas tenemos 1000 chamba, pero si no nos ponemos de acuerdo, nos van a agarrar las prisas. Porfa, CONTESTEN!!!!
DE: SUSANA
¿Contestar de qué?
DE: MÓNICA
Del festival de navidad. Que, obviamente, urge organizar porque estamos en oc-tu-bre.
DE: SUSANA
No la peles. Únete a mi resistencia pacífica.
DE: MÓNICA
No puedo. Me da culpa.
DE: SUSANA
A mí me da culpa todo. ESO, no.
DE: MÓNICA
Dichosa tú.
Susana no tenía pensado casarse con el vecinito. Ni siquiera tenía en su universo al vecinito, y ni siquiera le gustaba decirle el vecinito. Era el nombre con el que su mamá había bautizado a Andrés desde el momento mismo en que volvió a aparecer por la vida de los Fernández.
—¿Y tú, muchachito, a qué te dedicas? —le soltó el sábado en que Susana, armada de un extraño valor que no sabía de dónde había sacado, lo invitó a comer a casa de sus papás.
Tenían ya casi tres meses saliendo, desde que se habían reencontrado en la fila para el besamanos del padre Juan. Susana, si le preguntaban dónde había conocido a Andrés, decía siempre que habían sido vecinos y no daba más explicaciones, como si fuera muy normal que uno se reencontrara con sus vecinos de la infancia así, como así.
De hecho, se había tardado mucho en decirles a sus papás. A Catalina no, porque Catalina tenía una capacidad muy irritante para adivinar en un segundo lo que fuera que Susana le estaba escondiendo.
—¿Fuiste por fin a lo de Juan? —le preguntó el siguiente fin de semana, aprovechando que sus papás estaban deliberando junto a la mesa de metal que utilizaban como cantina, tratando de decidir si las aceitunas de un frasco todavía estarían buenas, a pesar de que la etiqueta declaraba que su caducidad había vencido dos días antes.
—¿Y si pruebas una? —decía la doctora.
—Pues yo por mí, sí —decía don Eduardo—, pero no me acuerdo si este tipo de cosas son las que acumulan bacterias.
Susana no sabía si le daban ternura o desesperación. Pero más bien lo primero, por más que insistiera en decirle a Catalina que estaban muy lejos de ser un matrimonio ideal. Siempre le había intrigado que se llevaran tan bien, si eran tan distintos, y eso de que todos los sábados a la una de la tarde declararan la hora feliz, con botanas en el jardín y un trago para quien lo quisiera, y se sentaran a conversar de cosas que no tenían nada que ver con su vida doméstica ni con las niñas ni con nada, le había parecido conmovedor desde la infancia. Claro que a veces no se llevaban tan bien y terminaban su sábado con unas peleas legendarias, pero era porque, como decía la doctora, puesto que no siempre se puede ser feliz, a veces hay que conformarse con ser intenso.
—Susana —repitió Catalina, en tono insistente para distraer la atención de su hermana del frasco de aceitunas—, que si fuiste a lo de Juan.
—Sí —respondió Susana, mirando fijamente su gin and tonic y sin ofrecer mayor información. No tenía ganas de contarle que había ido, que se había encontrado con Andrés y que se habían quedado platicando en el atrio de la iglesia.
Como si viviéramos en el siglo diecinueve.
Peor todavía, después se habían ido a la nevería de enfrente por una malteada. Susana no sabía qué era lo que más la sorprendía: que la cascada de endorfinas la hubiera cegado hasta el grado mismo de consumir una malteada de chocolate llena de grasa y azúcar, o que su vida se pareciera cada vez más,