¡Ping!. Juana Inés Dehesa
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Cuando llegaron a la puerta de la heladería, Andrés se quedó parado y Susana, por copiarlo, también.
Se tardó un momento en entender que la estaba dejando pasar.
Muy bien, Susana. Que piense que sales con puro patán.
Era cierto, pero no era cosa de que se le notara tan pronto.
Andrés le contó que había estudiado Ingeniería Civil igual que su abuelo, y Susana tuvo una visión de Andrés, cuando no habría tenido más de doce años, accediendo a jugar con Juan y con ella a construir torres y luego apoderándose de todo porque ellos no sabían cómo se hacía y él sí, porque él iba a ser ingeniero como su abuelo. Y Susana siempre se había quedado con ganas de decirle que una cosa era que no supieran cómo y otra, muy distinta, que no tuvieran ganas de hacer siempre la misma torre, igualita, para que no se fuera a caer.
Le recordó el incidente a Andrés, mientras se tomaba su malteada de chocolate a traguitos para que le durara bastante.
Andrés movió la cabeza con desaprobación fingida.
—Ustedes siempre fueron muy rebeldes.
Susana se defendió diciendo que, más que rebeldes, eran librepensadores.
Andrés la miró, con una sonrisa, y Susana sintió como si se le hubiera posado un unicornio abajito del esternón. Catalina siempre decía que era una calamidad para ligar y que siempre era la última en enterarse de que le estaban tirando la onda.
Se preguntó si eso sería lo que estaba pasando. Y el unicornio se puso a hacer la ola.
Andrés hacía un año que había dejado de trabajar en la constructora de su papá y había abierto su propio despacho, con dos amigos. Susana estuvo a punto de contarle que ella también estaba pensando en abrir su propia consultoría de operación política, pero se detuvo. ¿Qué iba a decir si le preguntaba si se iba a asociar con alguien?
En ese momento, Susana no quería ni pensar en con quién se iba a asociar, en ese que llevaba toda la tarde mandándole mensajes que no tenían nada que ver con sus proyectos laborales. Hacía una hora que había optado por mejor apagar su teléfono.
—¿Y? —preguntó Catalina.
—¿Y qué?
—¡Susana! —Catalina tronó los dedos tres veces frente a los ojos de Susana—. Estás en la mensa. ¿Cómo estuvo? ¿Qué pasó? ¿Se equivocó? ¿Se arrepintió y dijo que mejor no y salió corriendo? ¿Entró a la iglesia en una moto?
Susana frunció el ceño.
—No, claro que no. Esas cosas no pasan. Fue una misa normal, nomás que con dos padres, uno ahí como haciéndole de coach, ya sabes.
—¿Por si se le olvidaba el Padre Nuestro?
—No sé para qué, Catalina —dijo, fingiendo exasperación para que su hermana la dejara en paz—, ¿por qué te interesa tanto?
Catalina agitó la cabeza para quitarse de la cara un mechón de pelo color berenjena.
—Ay, pues me da curiosidad, ¿a ti no? —se quedó pensando—. Bueno, obviamente a ti no porque ya fuiste y ya lo viste, pero yo no.
—Pero tampoco es que sea el circo Atayde —dijo Catalina—. Es una misa equis.
—¿Qué discuten, niñas? —preguntó don Eduardo, sentándose a la mesa de hierro forjado, una vez que él y la doctora hubieron decretado que las aceitunas todavía estaban buenas—, ¿qué es lo que no es como el circo Atayde?
—No me quiere contar cómo fue la primera misa de Juan, el que era el vecino.
—¿Ese pobre niño al que le pusieron Juan Diego en un arranque de guadalupanismo salvaje?
Catalina soltó un grito de sorpresa.
—¡Papá! —dijo, poniéndose las manos en la cara en un fingido gesto de horror—. ¿Cómo te acuerdas de esas cosas?
Don Eduardo soltó una risita y le dio un sorbo a su tequila.
—Ni yo mismo lo sé, mijita. Debe ser porque esa familia era así para todo.
—Ay, sí —dijo la doctora, sacándose delicadamente de la boca un hueso de aceituna (caduca) y poniéndolo en su plato—. Eran mochísimos. ¿Te acuerdas de cuando querían poner una gigantesca virgen de Guadalupe de piedra en la entrada del condominio?
Don Eduardo se rio.
—¡Sí es cierto! Que yo les dije que sí, siempre y cuando me dejaran poner del otro lado un busto de Juárez.
—¡Qué grosero! —dijo Susana, sintiéndose en la obligación de defender a la familia de Andrés—, ¿a ti qué más te daba?
Don Eduardo se encogió de hombros y sonrió.
—¿A mí? Nada. Pero ¿por qué no, a ver? ¿Por qué sólo ellos?
—Y tan guapo que era Juárez —dijo la doctora, haciéndole segunda.
—¿Y ese pobre muchachito ahora es sacerdote? —preguntó don Eduardo, que nunca perdía oportunidad de enterarse de un buen chisme—. Fue el que me contaste, ¿no?
—Sí.
—Pobrecito.
—Y con lo desprestigiados que andan ahorita los sacerdotes —remató la doctora.
—¿Y tú, muchachito, a qué te dedicas?
Lo primero que le había dicho Susana a sus papás, lo primero, había sido que por favor no torturaran a Andrés ni lo cosieran a preguntas. Así les dijo: por favor no lo vayan a coser a preguntas, que era una frase que a don Eduardo y a la doctora les gustaba mucho. Y una acción que disfrutaban enormemente ejerciendo.
—No entiendo por qué lo dices, mijita —dijo don Eduardo, mal disimulando una sonrisa—. Si nosotros somos de lo más discretos.
—Como unas tumbas —dijo la doctora, haciendo como que se cerraba los labios con una llave.
Si no hubieran sido sus padres y no hubiera tenido que padecerlos, le hubiera hecho mucha gracia la complicidad entre ellos dos. Pero eran sus padres y le correspondía a Susana defender a Andrés de su eterna necesidad de saber todo, más por un interés casi científico que porque les preocupara que fuera a hacerle daño a su hija. Según ellos, Susanita sabía cuidarse sola.
Que a veces sí y a veces no tanto.
Pospuso la visita todo lo que pudo, hasta que Andrés empezó a hacer comentarios incómodos, medio en broma medio en