¡Ping!. Juana Inés Dehesa
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Ya sé, ya sé, quién me entiende. Pero igual que de pronto tengo ganas de que vuelvan a esa etapa en que eran unos bultitos que se quedaban quietos donde uno los dejaba, también a veces querría un poco de paz y tranquilidad. No necesariamente silencio, porque con los niños, sobre todo con los gemelos y su increíble capacidad para transmitirse planes malévolos de manera cuasitelepática, uno aprende pronto que el silencio antecede invariablemente a la catástrofe.
—Los niños están muy callados, ¿por qué no vas a ver qué están haciendo?
Es una frase que decimos mi marido o yo diez veces cada tarde. Y con frecuencia lo que encontramos es peor que lo que nos imaginábamos: uno ya dio con las tijeras que estaban escondidas en un sitio teóricamente muy seguro, la otra ya le dio la vuelta al bote de basura y está trepada tratando de abrir la llave del agua, lo que sea. Todo puede ser si los niños están callados.
Más bien, me refiero a ese bonito momento en que ni siquiera podían formularse preguntas. Todo lo aceptaban como venía y con eso se conformaban. No querían saberlo todo y, mejor todavía, no pensaban que todo eso que querían saber tenía que provenir directamente de la boca y la sabiduría de su madre.
Cuando no salían a la calle todos los días después de la escuela con la boca llena de preguntas, vamos.
Porque lo peor es que una les contesta más o menos lo que puede idear en ese momento, entre la miss de la puerta que te dice que no se te vaya a olvidar que es la semana de traer periódico para reciclar y el microbús que de ninguna manera está dispuesto a pararse por más que sea el paso cebra y tú tengas preferencia, y ellos tal vez insisten o tal vez deciden darse por satisfechos, pero luego llegan a su casa y siguen con su vida, y tú te quedas con la pregunta atravesada entre pecho y espalda y con la necesidad imperiosa de responderla, porque, demonios, a ti te enseñaron que en esta vida el único que triunfa es el que tiene todas las respuestas. TODAS.
Así que aquí estoy, sentada en la sala de mi casa, a las tres de la mañana, tratando de responderle al Carlitos y la Rosario que viven en mi cabeza por qué su mamá no trabaja.
¿Qué les contesto? Bueno, ya nada. En ese momento, en que íbamos los tres negociando la banqueta después de la escuela, les dije lo primero que me vino a la mente, algo muy dignificador como que hacerse cargo de ellos y de la casa también era un trabajo, aunque no me pagaran un sueldo ni me dieran descanso los fines de semana, pero con todo y que son un par de enanos muy sabios, no me entendieron. Obviamente, eso no era lo que me estaban preguntando. Obviamente, ellos querían saber por qué yo no era como su papá, o como la mamá de su amigo José Pablo, y no iba todos los días a una oficina.
Bueno, pues porque en eso quedé con su papá cuando nos casamos. Para horror de sus abuelos, niños, yo renuncié voluntariamente a un trabajo de oficina y de tacones todos los días, y de sentirnos todos muy importantes y muy inmersos en la construcción de la vida democrática del país, porque iba a tener un hijo y no era cosa de abandonarlo porque los niños crecen mucho mejor cuando tienen a una madre abnegada que se queda en la casa a velar por ellos.
Obviamente el argumento no estaba planteado exactamente en esos términos, pero sí en unos muy, muy parecidos.
Vamos, tampoco puedo decir que me hubiera pescado por sorpresa. Si Andrés y yo nos conocimos desde que teníamos doce años y éramos vecinos en una colonia bien fresa, antes de que mis papás compraran el terreno en Tlalpan y decidieran mudarnos a todos porque así mi mamá estaba más cerca de su oficina y mi papá de la UNAM.
Antes siquiera de pensar que iba a ser el padre de mis hijos, yo ya era amiga de su hermano más chico, Juan. Juanito, que era un desastre y peleaba todo el día con sus padres, hasta el día en que decidió enfrentar su destino, hacerse cargo de que le habían puesto Juan Diego por alguna razón, y meterse al seminario. Cuando me habló para contarme, cuando los dos estábamos a punto de terminar la carrera, no lo podía creer.
—¡Pero si ya te faltan dos créditos para acabar Ingeniería! —dije, como si entregarle la vida a Dios fuera equivalente a cambiar una licenciatura por otra.
Juan sólo se rio y me explicó que era algo que había estado pensando durante mucho tiempo y apenas había juntado fuerzas.
—Amparito debe estar feliz —dije, pensando en su mamá y su costumbre de ir a misa todos los días.
—Sí, aunque preferiría que me fuera con los jesuitas o con los carmelitas.
Bueno, sí. A Amparito nunca se le da gusto del todo. Siempre hay algo que se pudo haber hecho mejor, o diferente, o que se podía haber evitado. Si lo sabré yo. Resulta que Juanito decidió ser padre diocesano, que equivale, en palabras de mi suegra, a ser “de la calle” y parece ser que no es tan deseable. No tengo idea por qué.
Yo, a diferencia de mis hijos, he aprendido que a veces es mejor no preguntar.
El caso es que Juan se fue al seminario durante años y años y un buen día me dejó un mensaje en el teléfono invitándome a su primera misa.
Mi hermana Catalina estaba horrorizada de que yo fuera a ir. En mi familia no íbamos a misa. Estábamos bautizadas y con la primera comunión en regla, básicamente porque mi papá decía que no estaba listo para que su madre, mi abuela, pensara que su hijo mayor condenaba a sus hijas a arder en las llamas del infierno, pero con el pretexto de que “fomentaban nuestra libertad religiosa y de conciencia”, mis papás nunca se preocuparon por darnos mayor instrucción. Eso sí, a los tres años mi papá me explicó lo del opio de los pueblos, pero no llegó mucho más lejos.
—¿Y vas a ir?
—Sí.
—¿Por qué?
—Para compartir con él ese momento, Cata, cómo que por qué.
—No te creo nada.
—La verdad, por morbosa; para ver si se le olvida algo o qué.
—Sí, algo así me imaginaba yo.
Pero no se le olvidó nada. O seguramente sí, pero no se le notó, porque yo no me di cuenta. Aunque hay que decir que, primero, yo ni idea tenía de cómo tenía que ser una misa, a tan pocas que había ido en mi vida a esas alturas y, segundo, que estaba yo un tanto distraída.
Porque ah, cómo había cambiado su hermano Andrés en el tiempo que no nos habíamos visto. Finalmente había embarnecido un poquito, lo justo para ya no ser un ñango sin chiste sino un flaco distinguido, se le habían quitado los granos y ahora usaba unos lentes que le tapaban la nariz (o la nariz ya también se le había civilizado). Desde la banca donde yo estaba, muy atrás porque no era cosa de quitarle el lugar a la inmensa familia de Juan, alcanzaba a verle el perfil cuando se agachaba a hablar con su mamá. Siempre había sido el más cercano a su mamá de los tres, mucho más que Juan y años luz más que Jorge, el más grande.
Quién lo hubiera pensado, pensaba, mientras me arrodillaba y me paraba al compás de mis compañeros de banca.
Cuando terminó la misa, se hizo una fila frente a Juan, deslumbrante con toda su indumentaria nuevecita. Yo, pues me formé. Supuse que era para felicitarlo, como cuando va uno a dar el pésame en los velorios.
No suponía que era para besarle la mano.
Cuando vi a la señora de pelo lila con mucho crepé que iba delante de mí agacharse con enormes trabajos y tomar la mano del menso de