¡Ping!. Juana Inés Dehesa

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¡Ping! - Juana Inés Dehesa

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tuvo que echar a andar el penoso mecanismo de preparar a sus padres y a su hermana para la introducción en el ambiente familiar de un individuo nuevo.

      —Por favor, se portan bien —les imploró, una semana antes—. No lo cosan a preguntas, no lo torturen, no se rían de él que no es intelectual como ustedes ni va a pescar ninguna de sus referencias al Che ni a Mozart.

      Sus familiares intercambiaron miradas como si estuviera hablando de otras personas de otra familia.

      —Por supuesto que sí, Susanita —dijo la doctora—. Cualquiera diría que somos unos monstruos.

      Pues no tanto así, pero…

      El jueves antes de la comida escuchó un mensaje de voz en su celular. Era la asistente de la doctora.

      “Susana, me pide la doctora que te pregunte qué bebe el vecinito.”

      Porque la doctora sería cualquier cosa, menos mala anfitriona.

      Susana respondió por el mismo medio que el vecinito se llamaba Andrés y que bebía cerveza clara, muchas gracias.

      El sábado, Andrés llegó a su casa con un ramo de flores y una botella de vino.

      —¿Algún consejo de último momento? —le preguntó a Susana, sonriendo.

      Corre, corre por tu vida.

      —Ay, nada. Tú tranquilo y, si te dan mucha lata, no les hagas caso.

      —Mucha lata, ¿como qué?

      Susana no contestó.

      —¿Y tú a qué es que te dedicas, muchachito? —preguntó la doctora.

      Susana sintió que se le tensaban todos los músculos. Ya le parecía raro que todos hubieran estado tan amables y tan bien portados, su mamá diciendo que qué flores tan preciosas y don Eduardo comentando que no había nada en esta vida mejor que un buen Rioja.

      Inconscientemente, puso una mano en la pierna de Andrés.

      —Soy ingeniero civil —contestó.

      Don Eduardo lo miró con los ojos entrecerrados.

      —Tu papá tenía una constructora, ¿no? —preguntó, gesticulando con su tequila—, una grande.

      Andrés asintió.

      —Sí. La fundó mi abuelo.

      —¿Y tú trabajas con él?

      Los ojos de Susana brincaban de Andrés a su papá, de ahí a su mamá y luego de regreso a Andrés. Catalina no le preocupaba tanto, sabía que podía confiar en que se comportara más o menos bien y sólo después le diera lata con que qué afán de salir con un tipo tan convencional como para usar zapatos y fajarse la camisa.

      —Empecé trabajando ahí —explicó Andrés—, pero hace un año me independicé y puse un despacho con unos amigos que son arquitectos.

      La doctora y don Eduardo hicieron “aaaah”, exactamente al mismo tiempo.

      —¿Y cómo les está yendo? —preguntó la doctora, mordiendo un totopo con aire inocente—, ¿de facturación, y así?

      Susana le lanzó una mirada asesina a su mamá, que no surtió ningún efecto.

      Andrés sólo respondió, “pues bien, bien”, claramente sorprendido por el interrogatorio.

      Don Eduardo cruzó y descruzó la pierna.

      —Seguro le va muy bien, Rosario, si se ve muy de provecho. Pero ¿qué haces además de trabajar?

      —¿Cómo?

      En ese momento, contra todo pronóstico, Catalina decidió que era momento de intervenir.

      —Que si tienes hobbies. Si construyes avioncitos o te disfrazas de Hitler en tus ratos libres. Cosas así.

      Andrés volteó a ver a Susana, y sus ojos pasaron fugazmente por la puerta.

      —Esteee… —su manzana de Adán subió y bajó mientras tragaba saliva—. Avioncitos hacía de chico, pero ya no. Y, pues, no. Hitler, no, qué raro. Me gusta el futbol, eso sí.

      Don Eduardo ladeó la cabeza.

      —¿Y a quién le vas?

      —Al Necaxa —dijo Andrés, con un hilo de voz.

      La respuesta le ganó un gesto de extrañeza de la familia entera.

      —¿El Necaxa? —preguntó don Eduardo—, ¿todavía hay alguien que le vaya al Necaxa?

      —Claro —dijo Susana, saliendo en su defensa—, hay muchísima gente. Zedillo, por ejemplo.

      La perplejidad familiar sólo aumentó: nadie consideraba al expresidente como alguien digno de imitación.

      —Pero ésa no es muy buena referencia, mijita. No habla bien ni del equipo ni de Zedillo —volteó a ver a Andrés—. Con todo respeto.

      Andrés levantó las manos.

      —No se preocupe —dijo—. Del equipo, ya estoy acostumbrado, y de Zedillo, pues me da un poco lo mismo, la verdad. Yo ni voté por él.

      —¿Y por quién votaste, entonces? —preguntó la doctora.

      ¿Ahora resulta que le importa la política?

      —Yo todavía no votaba en esa elección.

      Ah, caray.

      Claro que votaba; si Susana en ese entonces tenía diecisiete años, Andrés ya tenía veinte. Repasó mentalmente a los candidatos de 1994. Le vino a la mente el nombre del candidato del partido católico; uno bien peleonero y bien machista.

      Y la cara culpable de Andrés se lo confirmó. Agradeció que sus papás no tuvieran esos datos tan a la mano.

      —No soy tanto de política, la verdad —dijo Andrés, acorralado.

      La doctora miró de soslayo a su marido mientras se metía otro totopo a la boca, desafiante.

      Mami, ¿ese vestido verde de quién es?

      —Qué manera de echar a perder tu vida, mijita.

      —Mamá, sólo te pregunté cómo quieres que tu nombre aparezca en las invitaciones.

      Para esas alturas, ya me había acostumbrado a que cualquier conversación sobre la boda terminaba en quince minutos de lamentos sobre la forma en que estaba desperdiciando mis años de estudio y, con ello, malgastando el dinero que mis padres habían ganado con enormes sacrificios y trabajando tantísimo.

      —Que aparezca como sea, qué más da. Todo es una pérdida de tiempo.

      —¿Quieres que diga “María Amparo Jiménez

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