La chica que se llevaron (versión latinoamericana). Charlie Donlea
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El año de Livia como becaria corría de julio a julio, trabajando cinco días a la semana con períodos fuera de la sala de autopsias observando otras especialidades relacionadas, dos semanas acompañando a los investigadores médico-legales, más días pasados en los tribunales o participando de simulacros de juicios con estudiantes de Derecho. Livia tenía claro que, para llegar al número mágico de 250 autopsias que prometía el programa, con el tiempo iba a tener que realizar más de un caso individual por día.
—Por supuesto —respondió sin vacilar.
—Bien. Está por ingresar un flotante. Un par de pescadores encontraron el cuerpo en los bajos esta mañana.
—Termino con los papeles y comienzo en cuanto ingrese.
—Informarás los resultados en las rondas de la tarde —le indicó el doctor Colt. Extrajo una libretita del bolsillo a la altura del pecho y anotó un recordatorio mientras abandonaba la oficina.
CAPÍTULO 2
EL CUERPO INGRESÓ A LA UNA de la tarde, lo que le daba a Livia dos horas para realizar la autopsia, limpiar todo y preparar las notas antes de las rondas de las tres. Estas eran el evento más interesante del día, cuando los becarios presentaban los casos al personal de la Jefatura. El público incluía al doctor Colt y a otros médicos que entrenaban a los becarios, a los especialistas en patología que colaboraban con los casos, a estudiantes de medicina visitantes y a residentes de patología. En una de esas tardes, Livia podía tener treinta personas observándola presentar su caso.
Si los becarios no estaban seguros de los detalles de los casos que presentaban, se tornaba dolorosamente obvio y muy desagradable. No había forma de disimularlo. Era imposible ocultarse estando en la jaula, como llamaban a la sala de presentación donde se llevaban a cabo las rondas de la tarde. Rodeada por una cerca de alambre que más que allí merecía estar en el jardín trasero de alguna casa de la década de 1970, la jaula era un lugar temido por los becarios nuevos. Estar frente a toda esa gente resultaba un desafío estresante. Pero se suponía que, a medida que avanzaba el año, se tornaría más fácil.
—No te preocupes —le dijo un becario recién graduado cuando Livia tomó su lugar en julio—. Odiarás la jaula al principio, pero después te encantará. Terminas por encariñarte con ella.
Después de dos meses trabajando allí, no había indicio alguno de una incipiente relación de afecto entre ambas.
Livia terminó el papeleo relativo al caso por sobredosis de heroína y regresó a la sala de autopsias. Se cubrió el uniforme con una bata azul descartable, se protegió las manos con guantes triples y se calzó la máscara por encima del rostro mientras los investigadores entraban con la camilla por la puerta trasera de la morgue y la estacionaban junto a la mesa de autopsias. En un quirófano estéril, la ropa quirúrgica protege al paciente del médico. En la morgue, sucede lo contrario. Algodón, látex y plástico eran todo lo que había entre Livia y cualquier enfermedad o infección que aguardara dentro de los cadáveres que diseccionaba.
Los investigadores de la escena del crimen levantaron el cuerpo —que estaba dentro de la característica bolsa plástica negra— sosteniéndolo de la cabeza y de los pies para transferirlo a la mesa de autopsias. Livia se acercó mientras recibía los detalles de boca de los investigadores: un cadáver masculino flotante descubierto por dos pescadores a las siete de la mañana. Descomposición avanzada y una fractura de pierna muy evidente, producida por haberse arrojado desde algún sitio.
—¿A qué distancia está el puente más cercano al sitio donde encontraron el cuerpo? —preguntó Livia.
—Ocho kilómetros —respondió Kent Chapple, uno de los investigadores.
—Mucha distancia para flotar.
—El estado avanzado sugiere que estuvo mucho tiempo en el agua —dijo Kent—. Así que Colt te ha dado a ti el caso, ¿eh?
Desde la bolsa negra chorreaba agua que caía por los orificios sobre la mesa y se juntaba en el recipiente inferior. Un cuerpo extraído del agua salada nunca es un espectáculo agradable. Los suicidas, por lo general, mueren con el impacto y más tarde se hunden. Se los llama flotantes solo después de que comienza el proceso de descomposición, en el que las bacterias intestinales fermentan y se alimentan de las entrañas, liberando gases nocivos dentro de la cavidad abdominal, lo que literalmente levanta a los muertos. Este proceso puede llevar de horas a días y, cuanto más tiempo pasa el cuerpo sumergido antes de emerger, en peores condiciones está cuando finalmente ingresa en la morgue.
Livia sonrió detrás de la máscara plástica transparente.
—Qué afortunada soy —bromeó. Abrió el cierre y observó mientras Kent y su acompañante apartaban la bolsa negra. Notó de inmediato que el cuerpo estaba muy descompuesto, más que cualquier flotante que hubiera visto antes. Le faltaba gran parte de la epidermis y, en algunas zonas, todo el grosor del sistema tegumentario, lo que dejaba solo músculos, tendones y huesos a la vista.
Los investigadores colocaron la bolsa chorreante sobre la camilla.
—Suerte —le deseó Kent.
Livia saludó con la mano, sin apartar la vista del cadáver.
—Lo veo todos los años, doctora —dijo Kent al llegar a la puerta—. Empieza en septiembre. Primero les dan los borrachos y las sobredosis, a modo de bautismo. Después les dan lo feo: descomposiciones y niños. No paran hasta alrededor de enero. Colt se lo hace a todos los becarios para ver de qué están hechos. Con el tiempo les adjudicarán homicidios jugosos, que sé que es lo que ustedes están esperando. Una buena herida de arma de fuego o una estrangulación. Pero tendrás que esperar hasta el invierno. Primero te tocan los feos, para ver si los puedes manejar.
—¿Así es como funcionan las cosas aquí? —preguntó Livia.
—Todos los años.
Livia levantó el mentón.
—Gracias, Kent. Te informaré qué sucede con este.
—No es necesario.
Los investigadores empujaron la camilla fuera de la morgue, sonriendo y echando miradas de soslayo al atroz espectáculo que habían dejado sobre la mesa de autopsias, algo que, sin duda, haría vomitar a la mayoría de las personas y resultaría difícil de soportar aun para un médico forense experimentado. Sabían que a la doctora Cutty le llevaría un buen tiempo la autopsia. Mucho trabajo y esfuerzo (algunas arcadas también, seguramente) para garabatear sobre un certificado de defunción que la causa de la muerte había sido por lesiones internas o una disección aórtica; forma de muerte, suicidio.
La puerta trasera de la morgue se cerró y Livia quedó a solas con el suicida, de cuyo cadáver todavía chorreaba agua. Durante las mañanas, los patólogos uniformados solían arremolinarse alrededor de las mesas, realizando diferentes exámenes. Otros especialistas también las recorrían para ofrecer su experiencia. La morgue no era un ambiente estéril y lo único que se necesitaba para poder entrar era una identificación de la JEMEFO o de la policía. Los detectives, muchas veces, miraban por encima del hombro de un patólogo, a la espera de alguna información valiosa que les diera motivos para investigar o para dejar de hacerlo.
Los técnicos se llevaban los cadáveres a la sala de radiología o se dedicaban a obtener muestras para los laboratorios de patología neurológica, dermatológica o dental. Otros técnicos completaban el proceso