La chica que se llevaron (versión española). Charlie Donlea
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Livia se quedó mirándolo, y luego asintió lentamente.
—Vale, tú ganas.
Randy se rió.
—¡Imposible! El arrepentimiento no gana.
—¿No?
—No. No tiene tamaño, no puede ser mayor el mío que el tuyo. Mi padre siempre decía: “o te arrepientes o no te arrepientes”. —Señaló la bolsa de boxeo—. Y no te lo vas a quitar de encima pegándole a una bolsa de cuero.
—Puede que tengas razón.
—¿Qué es? ¿De qué te arrepientes, entonces?
Livia clavó la vista en la bolsa, luego miró a Randy.
—De no atender el teléfono.
Esa noche, Livia Cutty despertó en el dormitorio de su infancia, bajo el mismo ventilador de techo que la había refrescado durante los calurosos veranos de la niñez. Después de su sesión en el gimnasio, decidió irse de Raleigh. Con la fotografía de Casey Delevan en el bolso, se dirigió a casa de sus padres en Emerson Bay. Su plan original era preguntarles sobre Nicole en los meses previos a su desaparición. Preguntarles si sabían algo sobre el sujeto con el que estaba saliendo.
Livia había planeado enseñarles la foto de Casey Delevan y decirles que su cuerpo había sido sacado de la bahía y dejado sobre su mesa de autopsias. Que probablemente llevaba muerto más de un año y que, si coincidían los tiempos, había sido asesinado más o menos en el mismo momento en que Nicole había desaparecido. El plan original de Livia incluía confesar sus sospechas de que el hombre de la foto estaba de alguna manera conectado con la desaparición de Nicole. Necesitaba la ayuda de sus padres para averiguar qué había estado haciendo Nicole en los meses anteriores a su muerte, porque ella sabía poco sobre la vida de su hermana durante ese verano. La triste verdad era que Nicole había empezado a separarse de la vida de Livia en los años anteriores a su secuestro. Su actitud rebelde la había alejado. Livia echaba la culpa de su distanciamiento a la residencia y a la inminente decisión de buscar una beca de perfeccionamiento o ponerse directamente a trabajar. Alegaba que no tenía tiempo para su hermana, ni siquiera cuando ese verano Nicole le pidió irse a vivir con ella durante una semana.
—Solo necesito marcharme de Emerson Bay por un tiem- po —dijo Nicole.
—¿Y venir aquí? Nic, aquí no hay nada que hacer —protestó Livia.
—No me molesta. Lo paso bien sin hacer nada, siempre y cuando no sea en Emerson Bay.
—Estoy doce horas al día en el hospital.
—No importa, podemos vernos cuando vuelvas por la noche.
—Pero, Nicole, vuelvo a las once de la noche, a veces hasta más tarde. Me levanto temprano y otra vez lo mismo. Así son las residencias. No voy a poder atenderte ni salir contigo.
—No me importa, Liv. Solo quiero alejarme de aquí.
—Sé que es difícil la secundaria, pero ya está, ya has terminado el colegio. Irás a la universidad en otoño y harás nuevos amigos. Créeme: venir aquí te deprimiría.
Silencio.
—¿Nic?
—¿Qué?
—Es tu último verano antes de irte a la universidad. Disfrútalo, vamos. Basta de dramatismo, no tiene sentido.
—¿Entonces no puedo ir?
—Dentro de tres semanas volveré a casa durante el fin de semana largo. Hablaremos entonces.
Nicole había desaparecido de la fiesta en la playa una semana más tarde. Livia escondió esa conversación en la oscuridad más recóndita de su mente y la cubrió con una pesada manta. Subdividir en compartimentos las veces que le había fallado a su hermana era una forma de protegerse.
Sus padres la recibieron encantados cuando llegó a su casa ese viernes por la noche. Querían saber todo sobre cómo habían sido sus primeros meses como becaria. Livia respondió la batería de preguntas y se disculpó por haber estado demasiado ocupada y no haberse mantenido en contacto. Lo que no podía decirles era que el contrato como becaria forense le ofrecía horas muy manejables y era, en realidad, una de las mejores opciones de vida para licenciados en Medicina. La verdad era que en ningún momento había estado demasiado ocupada como para no poder volver a casa. Pero la excusa de una vida ajetreada era una mentira fácil y sus padres nunca le cuestionaban las largas ausencias. O no se daban cuenta de que le costaba mucho volver a la casa de su infancia por cómo le recordaba a su hermana menor, o entendían muy bien lo difícil que le resultaba y se lo perdonaban. El primer año después de perder a Nicole, todos habían experimentado los mismos sentimientos de fracaso y de incapacidad; se quedaron atrapados entre la necesidad de demostrar todo el tiempo que no se habían rendido, y la de permitirse abandonar para poder retomar sus vidas.
Sea lo que fuere, ignorancia o perdón, la visita inesperada del viernes por la noche transcurrió con conversaciones sobre su nueva vida como becaria forense sin nunca mencionar su ausencia de más de un año. Livia no comentó sus preocupaciones sobre Casey Delevan esa noche. Sus padres habían envejecido mucho durante ese año bajo el peso de la hija perdida y hubiera sido muy desconsiderado por su parte hablarles del tema sin antes haberle asignado un significado.
Cuando se iba a la cama, Livia asomó la cabeza por la puerta del dormitorio de sus padres. Estaban apoyados contra el respaldo de la cama, leyendo, como siempre los recordaba desde niña. Les deseó buenas noches y al salir de la habitación, vio el libro de Megan McDonald sobre la mesa de noche de su madre.
Sin poder conciliar el sueño, observaba cómo el ventilador rojo de techo giraba y le refrescaba la piel sudorosa. Sus padres no creían en los aires acondicionados y Livia tenía recuerdos de ella y Nicole durmiendo sobre sábanas húmedas con las ventanas abiertas y los ventiladores encendidos toda la noche. Los calurosos meses de septiembre la veían irse al colegio con las mejillas arreboladas y mechones de pelo sudoroso pegados a la frente. Ya era octubre, pero seguía haciendo calor. El dormitorio estaba tan caluroso como siempre.
Cuando el reloj de pie de la entrada en la planta baja dio las dos de la madrugada, Livia se incorporó en la cama. La habitación no había cambiado para nada desde que se había ido a la universidad hacía diez años. Había fotos de su adolescencia sobre el tocador y animales de peluche colgando de una bolsa de red en un rincón. El viejo puf donde solía hacer la tarea descansaba, desinflado, junto a la cama. El dormitorio se parecía al de un hijo muerto al que los padres no quieren olvidar. El de Nicole, contiguo al suyo, era exactamente eso y también la razón por la que Livia odiaba volver a su casa.
Sentada ante su viejo escritorio, Livia sacó el ordenador y quedó iluminada por el tenue brillo de la pantalla. Escribió Megan McDonald en el motor de búsqueda y encontró miles de resultados. Abrió artículos de 2016, cuando Megan y Nicole desaparecieron. Las historias contaban exhaustivamente los antecedentes de Megan. El mundo conocía su brillante futuro. Los periodistas parecían regodearse en el hecho de que una chica tan característicamente estadounidense hubiera sido secuestrada. Era fascinante cómo una joven tan inteligente había engañado a su secuestrador y escapado de la siniestra cabaña que todo el país había llegado a conocer tan