Una chica como ella. Marc Levy

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Una chica como ella - Marc Levy HarperCollins

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naturaleza no era la de someterme. Deepak no pertenecía a nuestra casta, pero nos queríamos y estábamos decididos, costara lo que costara, a no dejar que unos viejos cerriles decidieran nuestro futuro. Habíamos subestimado el «costara lo que costara», y tuvimos que huir de Bombay antes de que tu abuelo o uno de tus tíos matara a Deepak.

      —¡Mi padre nunca hubiera permitido algo así!

      —Se puso del lado de los hombres, lo que yo viví como una traición terrible pues, de mis tres hermanos, tu padre era el único con el que tenía complicidad. Podría haberme respaldado, erigirse contra los arcaísmos de una familia en la que reinaba la hipocresía; no lo hizo. Pero no debería hablar así de él delante de ti, no está bien.

      Era tarde ya, Sanji y Lali se despidieron, pero ni uno ni otro lograron conciliar el sueño.

      *

      En el número 12 de la Quinta Avenida hacía mucho tiempo que todos dormían, salvo la señora Collins, cuyo despertador acababa de sonar. La encantadora anciana que ocupaba el piso de la quinta planta se puso la bata y fue al salón. Tapó la jaula de su loro con un pañuelo de seda negro y entró en la cocina. Descorrió los cerrojos de la puerta de servicio y la entornó. Después fue al cuarto de baño, se empolvó las mejillas delante del espejo, se echó un poco de perfume en la nuca y volvió a meterse en la cama enseguida, donde aguardó, hojeando una revista.

      *

      El día en que salí del hospital

      Al principio utilizaba una tabla. La colocaba entre la cama y la silla y me deslizaba sobre ella para pasar de una a otra. El truco me lo enseñó Maggie. Yo no era su primera paciente, y tenía una manera de explicar las cosas que no te daba tiempo a asustarte. Me prometió que algún día ya no la necesitaría, siempre y cuando desarrollara los músculos de los brazos. Tantos años de carreras para tener unas piernas de hierro, y ahora que ya no estaban ahí, tenía que volver a empezar de cero con los hombros y la nuca.

      Una mañana el doctor Mulder me dijo que ya no tenía motivos para retenerme. Parecía triste al anunciarme esta noticia y pensé que igual quería que me quedara un poco más. Como estaba un poquito enamorada de él, y Maggie me había dado un último comprimido de oxicodona a escondidas, le propuse que se viniera conmigo. Se rio y me palmeó el hombro diciéndome que estaba orgulloso de mí. Luego me pidió que me preparara, al parecer había gente fuera esperándome. ¿Qué gente? Ya lo verá, me contestó con una sonrisita capaz de hacerme querer casarme con él en ese mismo instante.

      No era consciente, pero en ese momento solo tenía una cosa en la cabeza: impregnarme de su rostro y de su olor mientras aún podía hacerlo. Se dibujaba otro antes y su después: con y sin el doctor Mulder.

      Recorrí el pasillo sentada en la silla, empujada por papá. Los auxiliares, las enfermeras, las recepcionistas y los médicos de guardia levantaban el pulgar, aplaudían a mi paso y me felicitaban. Qué simpáticos todos, porque era yo quien tenía que aplaudirles, abrazarlos, decirles que con ellos había descubierto una humanidad que no sospechaba, pero que me había dado la fuerza para soportar el dolor. Y eso no era todo: cuando llegué al vestíbulo, me quedé pasmada.

      Había periodistas, cámaras, flashes que chisporroteaban, policías para protegerme y un centenar de personas anónimas venidas de toda la ciudad para felicitarme. Me puse a llorar como una magdalena, sobrecogida por toda esa atención, y volví a llorar en el coche, cuando comprendí que no me felicitaban por haber llegado casi a la meta, sino por haber sobrevivido.

      *

      4

      Al salir de la audición, Chloé tuvo ganas de dar una vuelta por la avenida Madison. Después de todo, por qué no comprarse un vestido o un sujetador para complacer a su madre o, mejor todavía, a sí misma. Recorrió los escaparates, entró en un par de tiendas y renunció a comprarse nada de ropa. Flotaba en el aire ese aroma primaveral que te alegra el corazón, la acera estaba despejada, la audición había ido bastante bien… lo tenía todo para ser feliz sin recurrir a gastos superfluos. Rodeó Madison Park. De norte a sur, la Quinta Avenida descendía en suave pendiente, podía volver sola fácilmente.

      Cuando apareció bajo la marquesina de su edificio, Deepak se precipitó a abrirle la puerta y la acompañó hasta el ascensor.

      —¿A su despacho o a su domicilio? —le preguntó con la mano en la palanca.

      —A casa, por favor.

      La cabina se elevó.

      —He conseguido el papel, Deepak. Empezamos a grabar la semana que viene —le confió Chloé al llegar a la primera planta.

      —Enhorabuena. ¿Un bonito papel? —le preguntó él en la segunda planta.

      —Sobre todo es un libro que me encanta.

      —Entonces tengo que leerlo cuanto antes, bueno, mejor no, esperaré a poder escucharlo —se corrigió a la altura de la tercera.

      —El hombre que estaba antes en el ascensor —preguntó Chloé en la cuarta—, ¿es un cliente del señor Groomlat?

      —No puedo recordar a todos los visitantes.

      La quinta planta desapareció en silencio.

      —Bueno, este se ocupó del paquete de los Clerc y de conseguirme un taxi.

      Deepak hizo como que reflexionaba hasta la séptima.

      —No me he fijado mucho en él. Parecía cortés y solícito.

      —Era indio, diría yo.

      Octava planta. Deepak detuvo la cabina y abrió la reja.

      —Tengo por principio no hacer preguntas a las personas que suben en mi ascensor, y menos aún sobre sus orígenes, sería del todo inapropiado por mi parte.

      Dicho esto, se despidió de Chloé y volvió a bajar inmediatamente.

      *

      Sam colgó el teléfono con aire circunspecto; su jefe lo llamaba a su despacho sin preocuparse de saber si estaba ocupado. Eso no auguraba nada bueno. Sam se preguntó qué podría querer reprocharle. No pudo pensar mucho pues Gerald, el secretario de su jefe, llamó con los nudillos en el cristal y se dio unos golpecitos sobre la esfera del reloj, un gesto de lo más claro. Sam cogió un bloc de notas y un lápiz, y recorrió el pasillo con renuencia.

      El señor Ward estaba al teléfono. No le ofreció asiento, peor aún, le dio la espalda y giró la silla hacia la cristalera con vistas a Washington Square Park. Sam lo oyó deshacerse en disculpas y prometerle a su interlocutor que habría sanciones. El señor Ward colgó el teléfono y se volvió hacia él.

      —¡Aquí está! —explotó.

      No auguraba nada pero que nada bueno, concluyó Sam.

      —¿Quería verme? —preguntó.

      —¿Se ha vuelto usted loco?

      —No —contestó Sam—, estoy en mis cabales.

      —No le aconsejo que se haga el gracioso, a veces lo

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