Una chica como ella. Marc Levy

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Una chica como ella - Marc Levy HarperCollins

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hala, corre, ya me estoy acostumbrando a tu presencia. Por si acaso se te hubiera pasado la idea por la cabeza, de ninguna manera vas a dormir en otra parte que no sea bajo mi techo durante tu estancia en Nueva York. Me ofenderías terriblemente. Y no se te ocurriría ofender a un miembro de tu familia, ¿verdad?

      Sanji salió del apartamento poco después, sin más remedio que dejar allí su maleta.

      Descubrió Spanish Harlem en ese bonito día de primavera. Escaparates abigarrados, aceras abarrotadas de gente, calles llenas de tráfico en las que resonaba un concierto de bocinazos, en todo ese jaleo solo faltaban unos cuantos rickshaws. Veinte horas de avión para acabar teletransportado a una versión puertorriqueña de Bombay, y el golpe de gracia fue tener que llamar al Plaza para anular su reserva, justo antes de meterse en el metro.

      La India se había modernizado desde que su tía se marchara, pero algunas tradiciones persistían, entre ellas, el respeto debido a los mayores.

      *

      Sanji salió del metro en la estación de la calle 4; llegaba tarde a su cita. Al bordear las verjas de Washington Square Park, oyó una melodía. En lugar de rodear el parque, lo atravesó, avanzando como un niño que siguiera al flautista de Hamelín. En mitad de un sendero había un trompetista tocando. Sus notas se elevaban entre las ramas de los tilos americanos, los arces noruegos, los olmos chinos y las catalpas norteñas. Se había formado un corrillo alrededor del músico. Cautivado, Sanji se acercó y se sentó en un banco.

      —Será nuestra pieza, no podemos olvidarla —susurró una joven sentada a su lado.

      Sorprendido, Sanji volvió la cabeza.

      —Cuando dos personas se conocen, siempre hay una melodía para señalar el momento —añadió la joven en tono alegre.

      Era de una belleza esplendorosa.

      —Es broma, parecías tan absorto que resultaba conmovedor.

      —Mi padre tocaba el clarinete divinamente. Petite Fleur era su melodía preferida, esta pieza ha arrullado toda mi infancia…

      —¿Sientes nostalgia de tu tierra?

      —Creo que por ahora no, no llevo mucho tiempo aquí.

      —¿Vienes de lejos?

      —De Spanish Harlem, a media hora de aquí.

      —Touchée, estamos en paz —contestó ella divertida.

      —Vengo de Bombay, ¿y tú?

      —De la vuelta de la esquina.

      —¿Sueles venir a este parque?

      —Casi todas las mañanas.

      —Entonces, igual tengo el placer de volver a verte, ahora he de irme pitando.

      —¿Tienes nombre? —le preguntó ella.

      —Sí.

      —Encantada, «Sí», yo soy Chloé.

      Sanji sonrió, la saludó con un gesto de la mano y se alejó.

      *

      El edificio en el que trabajaba Sam estaba en la esquina de la calle 4 Oeste con MacDougal, en el lado sur del parque. Sanji se presentó en la recepción, donde le rogaron que esperara un momento.

      —No has cambiado nada —exclamó Sanji al volver a ver a su amigo.

      —Tú tampoco, tan puntual como siempre. ¿No tienen servicio despertador en el Plaza?

      —Estoy en otro hotel —contestó tranquilamente Sanji—, ¿empezamos a trabajar?

      Sam y Sanji se habían conocido quince años antes en las aulas de Oxford. Sanji estudiaba Informática, y Sam, Económicas. A este Inglaterra le había resultado más extraña que a Sanji.

      De vuelta en la India, Sanji había creado una empresa que había prosperado en los últimos años. En cuanto a Sam, era agente de bolsa en Nueva York.

      La amistad entre ambos expatriados se había mantenido por correo electrónico, pues se escribían regularmente, y cuando Sanji había decidido buscar fondos en Estados Unidos para financiar sus proyectos, naturalmente se le había ocurrido apelar a Sam. Sanji odiaba hablar de dinero, lo cual resultaba desconcertante para un director de empresa.

      Pasaron la mañana elaborando el plan de negocio que pronto darían a conocer a los inversores. Las cifras previstas eran muy atractivas, pero a Sam no terminaba de gustarle la presentación de Sanji y no había dejado de reprochárselo.

      —Eres demasiado impreciso y no vas al grano: nuestros mandantes tienen que ver en ti a un socio a largo plazo y no solo al diseñador de una aplicación, por genial que sea. Lo que los cautiva es la India.

      —¿Quieres que me ponga un turbante y que hable con acento para parecer exótico?

      —Sería más elegante que esos vaqueros y esa camisa arrugada. En este país sobran programadores, lo que cautivará a los inversores son los cientos de miles de usuarios de tu red social solo en la región de Bombay.

      —¿Y por qué no haces tú la presentación? Pareces saber mejor que yo lo que hay que decir y lo que no.

      Sam observó a su amigo. Sanji venía de un linaje indio acomodado. Los padres de Sam eran simples comerciantes de Wisconsin y habían tardado diez años en devolver el préstamo que había financiado sus estudios.

      Si tenía éxito en ese tema, le demostraría a su jefe que era digno de proyectos de gran envergadura, y este quizá le ofreciera un puesto de socio, la ocasión de cambiar de vida.

      Pragmático, Sam no envidiaba a Sanji en nada, al contrario, lo admiraba. Pero contaba con servirse de la reputación de su familia para atraer a sus clientes, aunque por motivos encomiables Sanji no quisiera valerse de ella de ninguna manera.

      —Bueno, por qué no, después de todo —contestó— en la facultad se me daba mucho mejor que a ti hablar en público.

      —Si las clases hubieran sido en hindi, las cosas habrían sido distintas.

      —Eso habría que verlo. Vete a dar un paseo; cuando vuelvas, te haré una presentación de tu proyecto, ¡y ya me dirás si no resulto más convincente que tú!

      —¿Y dentro de cuánto tiempo tengo que volver para admirar tu talento?

      —Una hora, ¡no necesito más! —contestó Sam.

      Al salir del edificio, Sanji fue a parar delante de la verja del parque, el trompetista se había marchado y, con él, la melodía de Petite Fleur. Entonces se le ocurrió llamar a su tía para invitarla a almorzar.

      *

      Lali se reunió con él media hora más tarde delante de la fuente de Washington Square Park.

      —Me apetece alta cocina, te dejo elegir el mejor restaurante del barrio, e invito yo, por supuesto —dijo Sanji al recibir

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