Una chica como ella. Marc Levy
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Deepak se quedó sin respiración al ver la manera en que su mujer había transformado la habitación.
Lali llegó por detrás y lo abrazó.
—Un soplo de juventud no puede hacernos daño.
—¿Y cuándo se supone que llega ese sobrino? —preguntó Deepak, justo cuando sonaba el telefonillo.
*
Mientras esperaba a su invitado en el rellano, Lali se arregló un poco el sari y se pasó la mano por el cabello recogido en un moño y sujeto con una peineta de asta clara.
Sanji empujó la puerta del ascensor, vestía vaqueros, camisa blanca y una americana a medida, y calzaba unas deportivas elegantes.
—No te imaginaba así —dijo Lali algo azorada—. Estás en tu casa.
—Lo dudo —masculló Deepak detrás de ella—. Voy a servirle un té a nuestro invitado de paso, mientras tú vas a cambiarte.
—No hagas caso a este viejo cascarrabias —intervino Lali—. Deepak se burla de mi atuendo, no sabía qué clase de hombre llamaría a nuestra puerta. Nuestra familia era muy conservadora.
—La India ha cambiado mucho. ¿Me esperabais?
—Claro que te esperaba. Cómo te pareces a él —suspiró Lali mirándolo—, tengo la impresión de volver a ver a ese hermano con el que llevo cuarenta años sin hablarme.
—No lo aburras con esas viejas historias, estará agotado —terció Deepak, acompañando a su invitado hacia el comedor.
Lali volvió después de cambiarse el sari por un pantalón y una blusa, y encontró a los dos hombres sentados a la mesa, intercambiando no sin esfuerzo unas pocas palabras de circunstancias. Le sirvió a su sobrino unos dulces, le preguntó si había tenido buen viaje y le contó todos los lugares a los que quería llevarlo. Lali se esforzaba por hablar por los dos, pues su marido no era muy locuaz. Sanji, que esperaba el momento adecuado para marcharse sin parecer descortés, ahogó un bostezo, lo que le dio a Deepak la ocasión de anunciar que ya era hora de que todos se fueran a descansar.
—Tu habitación está preparada —anunció Lali.
—¿Mi habitación? —se inquietó Sanji.
Lali cogió a su sobrino del brazo y lo llevó hasta el cuarto azul. Sanji lo miró, circunspecto.
Sobre un sofá cama tapizado de pana gruesa Lali había puesto unas sábanas naranja, dos almohadas de flores y una colcha de patchwork hecha a mano. También había cogido la consola de la entrada para convertirla en un pequeño escritorio auxiliar sobre el que había colocado un jarrón de barro lleno de flores de papel.
—Espero que te guste la decoración, es una alegría para mí recibirte en nuestra casa.
Se acercó a correr las cortinas y le dio las buenas noches.
Sanji miró su reloj, eran las 19:15. Le aterraba la idea de sacrificar una junior suite en el Plaza, con vistas a Central Park, por una habitación de seis metros cuadrados en Spanish Harlem, y buscó alguna estratagema para salir airoso del atolladero sin ofender a su tía. Cautivo de las buenas formas, llamó al conductor, con un nudo en la garganta, para avisarle de que ya no necesitaba sus servicios. Y, oyendo crujir el colchón bajo su peso, se puso a soñar con la cama king size en la que debería haber dormido esa noche.
*
En el número 12 de la Quinta Avenida, Chloé abría la puerta de su piso de doscientos cincuenta metros cuadrados. Dejó las llaves en el velador de la entrada y recorrió el pasillo. Con sus fotos en las paredes, ese pasillo era una auténtica galería de su vida. Le gustaban algunas, como la de su padre a los treinta años, con su abundante cabellera y su cara de Indiana Jones, que volvía locas a sus amigas del instituto; odiaba otras, como aquella de una entrega de medallas tras una carrera en San Francisco, en la que su madre posaba con cara de funeral la víspera del día en que había hecho las maletas, y sentía cierta nostalgia ante la del perro que había sido parte de la familia cuando sus padres y ella aún formaban una.
De la biblioteca se escapaba un rayo de luz. Entró en silencio y observó a su padre. Su cabellera seguía igual de abundante, pero ya no pelirroja sino cenicienta. Inclinado sobre su escritorio, el profesor Bronstein corregía evaluaciones.
—¿Has tenido un buen día? —le preguntó Chloé.
—Enseñar el keynesianismo a un grupo de alumnos granujientos es más satisfactorio de lo que parece. ¿Y qué tal tu audición? —preguntó sin levantar la mirada—, ¿concluyente?
—Lo sabré dentro de unos días, si me llaman para una segunda entrevista, a menos que reciba la sempiterna carta explicándome por qué no han considerado mi solicitud.
—¿Hoy no cenas con Schopenhauer?
Chloé miró a su padre y retrocedió hacia la puerta.
—¿Te tienta una cenita a solas con tu hija? Estaré lista en media hora —añadió antes de retirarse.
—¡Veinte minutos! —le gritó su padre.
—Eso es lo que se tarda en llenar la bañera. ¡El día que arregles las cañerías, podré cumplir con tus plazos! —Oyó su padre a lo lejos.
El profesor Bronstein abrió un cajón, rebuscó entre sus papeles en busca de un viejo presupuesto y contempló afligido el importe exigido. Lo dejó en su sitio y volvió a enfrascarse en sus correcciones hasta que Chloé llamó a su puerta… mucho más tarde.
—He llamado al señor Rivera, date prisa.
El señor Bronstein se puso la chaqueta y se reunió con su hija en el rellano. La reja del ascensor ya estaba abierta, Chloé entró la primera en la cabina, seguida de su padre.
—Deepak me había dado a entender que no saldrían esta noche —se disculpó casi el ascensorista del turno de noche.
—Cambio de planes —contestó Chloé alegremente.
Rivera accionó la palanca y la cabina empezó a moverse.
Llegados a la planta baja, abrió la reja y se apartó para dejar pasar a Chloé.
Fuera, el cielo estaba azul noche y la temperatura era suave.
—Vamos enfrente, a Chez Claudette —sugirió el profesor.
—No podemos abusar indefinidamente de su generosidad, algún día tendremos que saldar nuestra cuenta.
—Indefinidamente no, pero un tiempo más sí, y te vas a alegrar, hoy he pagado al de la tienda de alimentación.
—Mejor vamos a Mimi, invito yo.
—¿Has ido a pedirle dinero a tu madre? —le preguntó su padre, preocupado.
—No exactamente, he