Una chica como ella. Marc Levy
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—Igual deberías haberle hecho caso.
—Lleve lo que lleve, nunca es de su gusto, mientras que tú y yo compartimos el de la cocina francesa —dijo ella, bajando por la avenida.
—¡No tan rápido, que yo no voy rodando! —protestó el señor Bronstein—. Y deja de llamar así a Rodrigo. Llevan viviendo juntos quince años.
—Ella le saca veinte y lo mantiene.
Bordearon Washington Square Park y bajaron por Sullivan Street. El señor Bronstein entró en Mimi, donde los recibió una camarera anunciando en voz alta que su mesa estaba lista. Sin embargo, en el bar esperaba un buen puñado de clientes… Los habituales disfrutaban de cierto trato de favor. El profesor se instaló en el banco corrido y, mientras un camarero quitaba la silla de enfrente para dejar sitio a la silla de ruedas de Chloé, esta se acercó a una pareja que no dejaba de mirarlos.
—Es un modelo Karman S115, edición limitada. Se lo recomiendo, es muy cómodo y se pliega fácilmente —precisó antes de reunirse con su padre.
—Voy a pedir los ñoquis a la parisina, ¿y tú? —le preguntó él con aire crispado.
Chloé prefirió una sopa de cebolla y pidió dos copas de Pomerol.
—¿Quién le ha dado plantón a quién? —la interrogó el señor Bronstein.
—¿De qué estás hablando?
—Esta mañana me has dicho que volverías tarde, y te he oído rebuscar en el armario durante un buen rato.
—Iba a quedar con mis amigas, pero después de la audición estaba tan cansada que…
—¡Chloé, por favor!
—Julius está desbordado, así que me he adelantado.
—¡Llamarse Schopenhauer siendo profesor de filosofía exige el máximo rigor, supongo! —ironizó su padre.
—Papá, por favor, ¿te importa cambiar de tema?
—¿Qué es de esa señora de la que te ocupabas? Si mal no recuerdo, su pareja la trataba como a un jarrón chino. No hace mucho me explicabas que la conducta de ese hombre era la causa de su desgracia y, paradójicamente, la fuente de su felicidad.
—No fue eso lo que te dije, al menos no así. Sufre un tipo de síndrome de Estocolmo, se considera tan insignificante que se siente deudora de su amor.
—¿Le has sugerido que deje a ese hombre por uno más amable?
—Mi papel se limita a escuchar a mis pacientes y ayudarlos a tomar conciencia de lo que expresan.
—¿Al menos has encontrado la manera de resolver su problema?
—Sí, estoy trabajando en ello, enseñándole a ser más exigente, ha progresado mucho, pero si estás tratando de decirme algo, sé más directo.
—Simplemente que no debes ser menos exigente que cualquier otra mujer.
—¿Esa es tu manera de cambiar de tema? Tú sufres el síndrome del padre celoso.
—Igual tienes razón, si hubiera podido consultarte antes de que me dejara tu madre…, pero solo tenías trece años —suspiró el profesor—. ¿Por qué te empeñas en ir de un proceso de selección a otro cuando eres brillante en lo que haces?
—Porque estoy empezando mi carrera de terapeuta, solo tengo tres pacientes y estamos en las últimas.
—No te corresponde a ti ocuparte de nuestras necesidades. Si todo va bien, pronto firmaré un ciclo de conferencias que nos sacará del bache.
—Pero que te alejará y te agotará, ya va siendo hora de que vuelva a ser autónoma.
—Deberíamos mudarnos. Este piso está por encima de nuestras posibilidades, no podemos con tanto gasto.
—Me he reconstruido dos veces en este piso, cuando nos marchamos de Connecticut y después de mi accidente, y además ahí es donde quiero verte envejecer.
—Temo que ese tiempo haya llegado ya.
—Pero si solo tienes cincuenta y siete años, la gente que nos mira está convencida de que somos pareja.
—¿Qué gente?
—La que está sentada a mi espalda.
—Entonces, ¿cómo sabes que nos miran?
—Lo noto.
Las veladas entre Chloé y su padre solían terminar con un jueguecito que practicaban con un placer lleno de complicidad. Callados, se miraban fijamente, y cada cual tenía que adivinar lo que pensaba el otro, orientándolo con simples gestos o movimientos de cabeza. Su jueguecito rara vez pasaba inadvertido para sus vecinos de mesa. Eran de los pocos instantes en que Chloé disfrutaba de que la observaran, pues era a ella a la que miraban y no su silla de ruedas.
*
3
Las cortinas de flores apenas tamizaban la luz del día, por lo que Sanji abrió los ojos nada más amanecer. Se preguntó dónde estaba, pero el rosa y el azul que coloreaban la habitación se lo recordaron enseguida. Metió la cabeza debajo de la almohada y volvió a dormirse. Unas horas más tarde, cogió el móvil de la mesita de noche y saltó de la cama. Se vistió deprisa y salió de la habitación con el pelo revuelto.
Lali lo esperaba sentada a la mesa de la cocina.
—Bueno, entonces ¿quieres ir a visitar el MET o el Guggenheim? O igual prefieres dar un paseo por Chinatown, Little Italy, Nolita o el Soho, lo que quieras.
—¿Dónde está el cuarto de baño? —le preguntó algo aturdido.
Lali no trató de ocultar su decepción.
—Desayuna —le ordenó.
Sanji se sentó en la silla que Lali había apartado con el pie.
—Vale —concedió—, pero deprisa, llego tarde.
—¿A qué te dedicas, si no es indiscreción? —le preguntó, sirviendo leche en un cuenco de cereales.
—A la high-tech.
—¿Y eso qué significa?
—Concebimos nuevas tecnologías que hacen la vida más fácil a la gente.
—¿Podrías concebirme un sobrino que me sacara un poco de la rutina? ¿Con el que pudiera pasear y me hablara de mi país o me contara cosas de mi familia, con la que no hablo desde hace tanto tiempo?
Sanji se levantó y se sorprendió besando a su tía en la frente.
—Prometido