El manuscrito Ochtagán. Julián Gutiérrez Conde
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El escenario acontece en las verdes tierras de Irlanda, tan hermosas como misteriosas, por las que se pueden encontrar tanto lugares de duendes como de angustiosos gritos apagados mezclados con alegres canciones juglarescas tradicionales de los antepasados desde antaño.
***
PRIMERA PARTE
An glao (la llamada)
En que cuento cómo me vi envuelto en esta aventura
Lo que menos podía imaginarme aquel día lluvioso que invitaba a permanecer en casa es que al otro lado del teléfono alguien de un hospital en Irlanda preguntaría por mí. Y aún me creó más confusión el hecho de que pronunciara el nombre de J. Walterson y me preguntara si le conocía.
–Por supuesto –respondí–. Fuimos compañeros de colegio y hemos mantenido nuestra amistad desde entonces. ¿Sucede algo?
–¿Sería usted tan amable de venir hasta aquí?
–Bueno, sí; podría hacerlo. Pero ¿qué sucede? ¿Necesita algo Waltcie?
–No me está permitido darle esa información por teléfono. Solo puedo decirle que el señor Walterson nos ha pedido que le llamáramos y que desearía verle.
–De acuerdo. ¿Es muy urgente?
–Bueno, diría que no es necesario que venga de inmediato pero que convendría que lo hiciera en el más breve plazo posible.
Cuando alguien de un hospital te dice algo así, las perspectivas nunca son demasiado halagüeñas.
–De acuerdo –respondí–; mañana podría estar allí. Procuraré llegar lo antes posible. Y...
–¿Sí?
–Si sucede algo, por favor no deje de llamarme nuevamente. Dígale a Waltcie que le mando un abrazo.
–Así lo haré. Muchas gracias –respondió la afable voz femenina al otro lado del hilo.
–Gracias a usted por su interés en localizarme.
–¡Ah!, una cosa más. Pregunte por mí. Soy la doctora O´Sullivan.
–¡Oh!, muchas gracias; así lo haré. Llegaré por la tarde a primera hora.
El viaje resultó una mezcla entre la inquietud que me había producido aquella llamada y el hermoso paisaje de la serpenteante carretera. Conducir por Irlanda siempre me había producido un extraordinario placer así que hacer ese viaje en mi viejo, aunque impecable, Land Rover era algo que estaba dispuesto a aprovechar.
Cuando entré en el Hospital St. John pregunté por la consulta de la doctora O´Sullivan.
–Mr. Gui… –se atascó intentándolo de nuevo–. Giu…; –volvió a trastrabillarse la recepcionista tras el pupitre de información.
–No se esfuerce, no será capaz –me reí–. Mi apellido es Gutiérrez, pero es imposible de pronunciar para ustedes. Será más fácil si me llama por mi segundo apellido, Conde.
–Ok, Mr. Conde –dijo con una sonrisa de alivio que al tiempo quería ser una excusa–. Ahora le acompañamos al despacho de la doctora O‘Sullivan. Nos ha pedido que la contactáramos según llegara, así que le está esperando.
En el rótulo de aquella puerta aparecía escrito Dra. Marion O´Sullivan.
Era una mujer de cabello rojizo recogido en una coleta. Su piel sin embargo no dejaba ver más que algunas escasas pecas dispersas, lo cual rompía con el mito de que todas las pelirrojas son intensamente pecosas.
Tras saludarme amistosamente y darme las gracias por mi atención al desplazarme hasta allí, me requirió:
–Mire, no se lo tome a mal, pero ¿podría identificarse? Debe comprender que…
–Por supuesto –la interrumpí.
–Le voy a contar lo que sabemos de su amigo –dijo tras examinar rápidamente mi documentación.
–¿Cómo se encuentra, por cierto? –me adelanté preocupado.
–Bueno, digamos que estable.
–¿Es grave lo que padece?
–Espere. Le contaré lo que ha sucedido. Verá. Hace dos semanas ingresó en el hospital el que luego hemos sabido que es su amigo. No recordaba nada en aquel momento. Estaba perdido y desorientado. Vestía ropa de deporte y traía consigo una mochila, pero no había documentación alguna entre sus pertenencias. Probablemente la perdió. En todos estos días no hemos sido capaces de que saliera de su estado de amnesia. Solo ayer pronunció su nombre. Nos dijo que contactáramos con usted y que era escritor. Lo siguiente ya lo conoce.
–Bueno. ¿Y cuál es su estado ahora?
–Mire, el señor Walterson es un misterio para nosotros. Aún no hemos sido capaces de descubrir qué es lo que padece. Tenemos una colección de síntomas, pero no mucho más.
–¡Ufff! –respondí–. Qué mala señal es que un médico te diga eso.
–Solo ha hablado para repetirnos que le localizáramos. Está obsesionado con eso. Quizá usted pueda conseguir más información. Sería muy importante para poder avanzar.
–Bien; en tal caso ¿puedo verle?
–Sí, desde luego, le acompañaré.
Cuando entré en la habitación, mi amigo se encontraba recostado sobre un almohadón. Su aspecto me impresionó. No era ese dechado de vitalidad que siempre había conocido sino que más parecía un cuerpo entregado y desplomado sobre la cama.
–Waltcie –le dije afectuosamente–. Aquí estoy, amigo.
Tuve que insistirle dos veces para que reaccionara. La mueca de una sonrisa apareció en aquel rostro demacrado y blanquecino. Parecía que no hubiera visto la luz en años. Estaba casi irreconocible.
Me ofreció su mano haciendo un notable esfuerzo para acercarla a la mía y quiso mostrar que me la apretaba, aunque la presión que noté fue poco más que la que hubiera ejercido sobre mí una pequeña libreta que me hubieran colocado encima.
En medio de aquella impotencia y falta de energía parecía tener prisa por decirme algo desde su desasosiego.
–Escúchame atentamente –me dijo.
–¿Cómo te encuentras? ¿Qué te ha pasado? –le corté interesado.
Hizo un gesto de desconcierto con la cara, pero enseguida insistió en decirme lo que le interesaba. Fue como si tuviera prisa por contarme algo, así que puse todo el empeño en mostrarle la mayor atención. «Quizá escuchándole –me había advertido la doctora– podamos conseguir alguna pista sobre lo que le ha sucedido que nos pueda orientar con el tratamiento».
–Es