El manuscrito Ochtagán. Julián Gutiérrez Conde

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El manuscrito Ochtagán - Julián Gutiérrez Conde Directivos y líderes

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que Waltcie cuenta cómo se vio involucrado en

      la mayor y más sorprendente historia de su vida

      Como tantas otras veces en mi vida, fueron un cúmulo de casualidades inesperadas y enlazadas las que dieron conmigo en aquel recóndito y aislado lugar del que nunca antes había oído hablar.

      Había sentido ese dolor crudo que se precipita sobre uno cuando se choca de bruces con el infortunio que surge de improviso. Ese dolor que se agudiza cuando una nimiedad entra en espiral creciente y descontrolado rumbo hasta convertirse en un conflicto incomprensible para la razón y la sensatez y que, una vez que toma vida propia, ya no hay modo de reconducir y apaciguar.

      Debería haber tenido aprendido que en la vida, cuando todo marcha de forma estable y por camino satisfactorio, lo más probable es que algo comience inexorablemente a ir mal. Sin embargo nunca estamos prevenidos para el infortunio, y mucho menos reconocemos merecerlo.

      Cuando las cosas marchan correctamente tendemos a proyectarlas hacia el futuro de forma lógica y sin tener en cuenta que la estupidez es un imponderable que aparece por sorpresa y con extraordinario vigor quebrándolo todo.

      Así pues, sin quererlo ni desearlo, mis previsiones se habían desmoronado de golpe y casi en el último momento.

      Mi relación de pareja me había acostumbrado a tener planes compartidos para las vacaciones, pero los acontecimientos se habían precipitado de forma inesperada y por primera vez en muchos años me encontraba sin nada organizado y con una cierta sensación de orfandad. Francamente, aquella amarga situación me había dejado descolocado y sin ganas de ir a ningún lado ni de estar acompañado por nadie.

      Caitlin se había ido dejando solo un breve e incomprensible mensaje: «Tengo que irme. Lo siento, mi amor. Adiós».

      Estaba tan desganado y confuso que llegué a pensar que tal vez me encontraba al borde de ese grado de depresión que uno se niega a reconocer por parecerle una flaqueza inaceptable. Al mastín se le adiestra no para reconocer sus debilidades sino para superar las mayores adversidades. Y yo había sido mucho tiempo mastín en la vida.

      Esa soledad inesperada fue una especie de zarpazo que en un primer momento me dejó algo atolondrado y desconcertado. Así estuve hasta que sentí que no me quedaba otro camino que el de convertir aquellos reveses en nuevas oportunidades. En medio de aquella turbulencia presentí que una gran transformación personal me haría salir de esa vida de comodidad a la que me había habituado.

      La estabilidad prolongada siempre me había aburrido, así que en el fondo, y aunque estaba desconcertado, mi intuición se encontraba excitada ante la nueva etapa que se abría ante mí.

      Quizá por eso algo me impulsó a desconectar con el pasado. Y no se me ocurrió nada mejor para superar aquel estado que acometer alguno de los retos que guardaba en el baúl de los deseos imposibles.

      Llevaba años participando en carreras pedestres de larga distancia como aficionado. Dado que mi profesión me obligaba a llevar a cabo numerosos viajes y que era adicto a la práctica del deporte, me había dedicado a correr por ser una actividad sana, fácilmente realizable en cualquier parte y sencilla en cuanto a equipamiento. Además, no consume mucho tiempo; con una hora basta y puede llevarse a cabo en cualquier lugar y situación.

      Había practicado también ciclismo, pero resultaba demasiado exigente en tiempo y recursos para un viajero frecuente. Había probado también con el gimnasio, pero me encontraba mucho más a gusto fuera de ámbitos cerrados.

      El aire libre era algo que mi naturaleza necesitaba, así que el running era ideal para una persona como yo, ocupada y entregada a su profesión.

      Reconozco que, afortunadamente, la ilusión forma parte de mi intimidad vital y que cuando la detecto en algún proyecto, personal o profesional, me entrego con pasión. Tal vez eso es a lo que llaman vitalidad, que no deja de ser un cuchillo de doble filo, porque si se me quiere demoler interiormente no hay nada más eficaz que rodearme de lo anodino, repetitivo o paralizante. Las personas así somos incapaces de soportar la falta de inquietud y, cuando esto sucede, el coraje y la rebeldía se nos activan de forma descontrolada.

      Para ser sincero, mi mundo profesional eran las dificultades y los conflictos; ni lo fácil ni lo sosegado o apacible formaban parte habitual de mi entorno natural.

      Supongo que por estas razones y de sopetón me sobrevino la idea de acometer un nuevo reto. Recorrería Irlanda por la costa. Pero no lo haría en moto, ni en automóvil ni en transporte público; ni siquiera en ningún tipo de artilugio o caminando. ¡Lo haría corriendo! Era una idea alocada, pero precisamente por eso me atraía.

      Aunque mi forma física se había resentido algo en los últimos tiempos como consecuencia de la desgana sobrevenida tras la situación vivida, aún estaba en bastante buenas condiciones y el hecho de llevar a cabo aquel reto sin duda me devolvería la ilusión, así que aprovecharía el tiempo que restaba hasta el momento del inicio del viaje para acometer un plan de entrenamiento que me permitiera llevar a cabo el proyecto con garantías de éxito.

      Busqué mapas, tracé alternativas, establecí etapas de en torno a los quince o veinte kilómetros diarios y localicé lugares posibles en los que alojarme. En definitiva, concentré el tiempo libre que me dejaba mi trabajo en preparar los detalles logísticos de aquella aventura. Y me sentí ilusionado con el proyecto.

      Otra de las reglas sería que eludiría en lo posible las ciudades y escogería las rutas más rurales y próximas a la costa. Afortunadamente, la amplísima red de tradicionales B&B, tan extendida entre las familias de aquellas culturas como modo de conseguir unos ingresos extra, me facilitó enormemente las opciones de alojamiento.

      Antes que el reto deportivo me puse otro objetivo prioritario, que era el de disfrutar y dejar que un nuevo mundo se abriera frente a mí. Si por alguna razón deseaba permanecer por más tiempo en algún lugar, lo haría sin dudarlo. Y si una etapa diaria era inferior a lo marcado a priori o no me apetecía hacerla, tampoco pasaría nada. Si no me encontraba con ánimo de correr pues caminaría, y si no descansaría en algún momento. Conociendo mi carácter disciplinado y mi espíritu de superación, eso resultaría un reto aún mayor. Quería, y tenía que aprender a hacerlo, disfrutar de mi libertad.

      Decidí comenzar en Westport, la hermosa villa a la que podía acceder inicialmente por ferrocarril. Desde ese punto ascendería por la costa oeste hacia el norte. Aquella era una zona menos turística que el sur y por tanto con menos aglomeraciones.

      Además, de ese modo, según fuera ascendiendo hacia zonas más norteñas, el verano iría avanzando y presumiblemente las temperaturas se irían moderando, lo cual sería de agradecer. Tomé la arriesgada decisión de no hacer reservas más allá del primer día y el resto con antelación no mayor a un día para evitarme la presión de tener que alcanzar un punto exacto de llegada. Eso reforzaría, además del sentimiento de aventura, mi objetivo de disfrutar. Prefería asumir otros riesgos antes que ver truncado el éxito de mi aventura por tener que forzar en alguna etapa en la que, por alguna de esas razones misteriosas que a veces acechan al deportista, el cuerpo no responde como normalmente suele.

      Y así me vi envuelto en lo que hasta ese momento había sido un sueño abandonado, una ilusión que se hallaba oculta en lo más profundo del baúl de los imposibles. Ese baúl se abrió y su contenido estalló con inmensa energía cuando llegó el día de arrancar. Llevaba un equipaje tan mínimo como liviano que me permitiera disponer de lo imprescindible y soportar su transporte durante la exigente actividad que pretendía llevar a cabo. Coloqué aquella minimochila sobre mi espalda con tanta emoción como –por qué no decirlo– inquietud.

      ***

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