Poli. Valentin Gendrot

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Poli - Valentin Gendrot

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Esto parece un vestuario. También está Mickaël, un tipo pequeño y musculoso. El más joven tiene veintiún años y el mayor —ese soy yo—, veintinueve.

      —¡Abuelo! —me bautiza enseguida uno de mis nuevos compañeros. Sonrío.

      Capítulo 4

      Un hombre de cara delgada y nariz puntiaguda entra en la sala. Nos ponemos firmes.

      —Sentaos —dice el tipo, con voz tranquila. Se presenta—: Soy el inspector Goupil, inspector jefe.

      Será nuestro profesor teórico durante las próximas doce semanas; otras dos personas se encargarán de las clases de educación física y de tiro. El inspector jefe Goupil nos informa del programa del primer día. Haremos unas clases introductorias con él y, después, el director de la escuela nos dedicará unas palabras.

      —¿Alguien sabría decirme cuáles son las cuatro situaciones profesionales que abordaremos durante vuestra formación? ¿Nadie?

      En la primera fila, una joven rechoncha levanta la mano.

      —¿Atender a los ciudadanos?

      —Sí, eso será lo primero que veamos. Continúa…

      —Patrullar, participar en las operaciones de seguridad vial y, por último, cómo detener a un individuo.

      —Gracias.

      Los aspirantes a agente de policía abordan diecisiete situaciones profesionales en un año de formación. Para nosotros, los ADS —adjuntos de seguridad, también llamados auxiliares de policía—, estas situaciones se reducen a cuatro. A esto hay que sumar las sesiones de entrenamiento (boxeo, lucha en el suelo, correr y sesiones de tiro) y las clases de Derecho —código deontológico—, todo acompañado de evaluaciones escritas. También recibimos un centenar de fotocopias.

      En menos de tres meses, saldremos de la escuela con un permiso para llevar un arma automática en la vía pública. Tres meses no es demasiado, según nuestro instructor. En su opinión, esta formación exprés tendrá como resultado «una policía low cost».

      Creado en 1997, el estatuto de los ADS permitía a las personas sin estudios desempeñar las funciones de un policía. Solo hay un requisito para convertirse en ADS: tener menos de treinta años.

      Al principio, estos auxiliares de policía se encargaban de atender a la gente en recepción y de las ingratas tareas administrativas. A día de hoy, pueden participar en las intervenciones, como cualquier otro agente. Una vez en la calle, un ADS puede esposar, cachear e incluso participar en un interrogatorio. Sin embargo, no puede redactar actas. Este puesto de «policía low cost», formado en tres meses y, a continuación, enviado al campo de batalla, no aparece reflejado en los organigramas oficiales de la policía nacional. El uniforme de los ADS es igual que el del resto de policías, excepto por la insignia azul cobalto, con un rectángulo celeste del tamaño de un billete de metro sobre el pecho. De los 146 000 policías con los que cuenta Francia, 12 000 reciben esta formación superficial.

      Un ADS gana una media de 1340 euros netos al mes si trabaja en París y 1280 fuera de la capital. Al igual que mis compañeros de promoción, he tenido que firmar un contrato de tres años, renovable una vez. Si de pronto sintiera que esta es mi vocación, podría presentarme al examen de acceso para convertirme en agente de policía, lo que me permitiría pasar a cobrar un salario neto mensual de 1800 euros durante el primer año.

      Hay varias razones que me llevaron a elegir el puesto de ADS. Para empezar, el examen de acceso parecía bastante sencillo: una prueba de lectura, de escritura y de cálculo, otra de resistencia física rudimentaria y una entrevista con tres policías y un psicólogo. La formación de tres meses —frente al año de los agentes de policía— me garantizaba un acceso rápido al trabajo. Y, además, este puesto me daba la posibilidad de renunciar sin tener que reembolsar los gastos de la escolarización.

      —Para mantener la tranquilidad, es necesario llenar la calle de azul —continúa el inspector jefe Goupil.

      «Llenar la calle de azul»: literalmente, inundar las calles de policías bien visibles y, en sentido figurado, de novatos. Nos convertiremos en policías florero para hacer guardia frente a edificios públicos, en zonas de tránsito o en situaciones de tensión. En la segunda fila, un joven con cara de niño bosteza.

      —¡Atención! —nos sermonea el inspector jefe Goupil mientras traza una línea en la pizarra—. Dibujaré una raya por cada bostezo. ¡Al quinto, toda la unidad deberá hacer diez flexiones sobre el asfalto frío!

      El inspector jefe Goupil se pasea junto a las mesas para repartir una fotocopia a cada uno. En el encabezado se lee la palabra «autobiografía».

      —Quiero que me contéis vuestra historia. No saldrá de aquí. Solo es para conoceros mejor.

      Cojo la hoja y comienzo a contar mi vida. No la de verdad, en la que me gradúo en la escuela de Periodismo de Burdeos, vivo seis meses en Canadá con la chica de la que estaba enamorado o me preocupo por mi padre enfermo. No, construyo una existencia maquillada con momentos reales. Escribo sobre mi pasado como empleado de un anticuario, empleo que conservaría seis años; en realidad solo trabajé allí durante cuatro veranos cuando era estudiante. Cuento la historia de la quiebra de la tienda de antigüedades. Eso también es verdad. «Ahora quiero ser policía para defender a mi país de la amenaza terrorista». Reparto algunas faltas de ortografía aquí y allá para no llamar la atención.

      Goupil recoge las redacciones y nos dice, sin sonreír:

      —Puedo llegar a conoceros en veinte segundos. Si tengo alguna duda, os dejaré un par de minutos para hablar. Eso es todo.

      Se me hace un nudo en el estómago.

      Capítulo 5

      Desde esta mañana, Alexis me ha bautizado con un nuevo apodo: Ronquidomán.

      —Te has pasado toda la noche haciendo ruido —gruñe, con su larga nariz oculta en la almohada.

      6:25. He dormido del tirón, solo me he despertado de madrugada por el roce áspero de la manta contra las piernas. Me ducho, me afeito, bajo a desayunar a la cantina de la escuela y regreso a la habitación para ponerme el uniforme.

      Mis compañeros y yo nos vestimos con los uniformes de policía. Nos miramos, los veo contemplar sus uniformes con cierto orgullo, con un sentimiento de pertenencia a una comunidad, a un cuerpo, a algo más grande que ellos mismos.

      —Tienes pinta de poli de verdad —me dice uno de mis compañeros.

      Sentado al borde de su cama, Mickaël pasa los cordones por los ojetes de sus botas. Se lo agradezco, más tranquilo al saber que tengo un físico adecuado para el empleo, y me meto el polo azul por dentro de los pantalones. Es cierto, una vez uniformado, ya me siento un poco policía.

      Salgo para fumarme un cigarrillo y, a las ocho menos cuarto en punto, estamos firmes para asistir a la izada de la bandera tricolor. A ese momento se le llama «la ceremonia de los colores». La bandera francesa se alza hasta lo más alto de un asta de metal blanco. Es un acontecimiento solemne. Solo el sonido del golpeteo del cordel contra el metal del asta rompe el silencio.

      —¡Descansen!

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