Poli. Valentin Gendrot
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* * *
—¡En la tropa no hay lugar para la cobardía!
—¡En la tropa no hay lugar para la cobardía!
—¡Pero nos llegan cientos de imbéciles cada día!
—¡Pero nos llegan cientos de imbéciles cada día!
Marchamos bajo la lluvia durante alrededor de diez minutos. El inspector jefe Bellion, nuestro responsable pedagógico, nos hace dar vueltas a la glorieta de la plaza de armas de la Escuela de Policía de Saint-Malo. Antes de hacernos cantar a pleno pulmón, Bellion nos ha resumido su trayectoria profesional. Este hombre de imponente tamaño y antiguo policía de la BAC8 ha servido durante más de diez años en Sena-Saint-Denis.
En mitad de la plaza, el inspector jefe sonríe.
—¡Más fuerte! La mejor forma de marchar…
Los más altos se sitúan detrás y los más bajos, delante. Mi metro setenta y nueve de altura y yo vamos en la tercera fila. Las suelas de las botas golpean el pavimento.
—¡Todos quietos! —grita el inspector jefe Bellion—. ¡Bueno, no está mal! Aunque podría estar mejor.
El más mínimo error nos obligará a repetir la marcha. Una y otra vez.
* * *
La calma reina en la habitación 205. Todo el mundo ha salido en dirección al gimnasio antes de la cena. Yo he preferido tumbarme en la cama para empezar a ver la primera temporada de Los Soprano en mi reproductor de DVD portátil.
Romain también se ha quedado en la habitación. Está rezando un rosario junto a la ventana que da a la plaza de armas. Ayer descubrí que mi compañero es un ferviente católico. Ya lo he visto rezar dos veces.
De camino a la habitación, me habló de su vida anterior, de cuando se juntaba con coleccionistas de objetos del Tercer Reich, como bustos de Hitler o banderas de la Alemania nazi. El tema surgió hablando del jersey de un aspirante a agente de policía: un suéter negro con las letras SS. Romain conocía ese tipo de prendas, ropa de fachas que pasaba por simple ropa deportiva.
—Estaba en el colegio y me gustaba seguir a los mayores de veinte años —me explica.
Nunca llegó a sentirse cómodo con aquel grupo.
Decidió cortar lazos con ellos después de que le dieran una paliza a una mujer árabe.
—Estaba embarazada —me aclara antes de continuar.
—Después, me fui a estudiar a la región de París. El primero que se acercó a hablar conmigo era indio. Una semana después, me invitó a cenar a casa de sus padres. Cuando me marchaba, su madre rompió a llorar. Le pregunté por qué, y ella respondió: «Porque eres una buena persona».
Romain me cuenta la historia con voz dulce. Sus rasgos son armónicos y delicados, y desprende una serenidad y una calma inquebrantables. Me fascina. Cojo mi móvil y le enseño un impactante artículo de Le Monde sobre la fuerza del Frente Nacional en su región natal. Sonríe.
—Estuve muy metido en las juventudes del Frente Nacional, pero acabé dejándolo. La noche del debate que se celebró antes de la segunda vuelta de las elecciones, Le Pen lo hizo de pena…
Romain suspira, sigue irritado por aquel asunto. Había dado tanto por el partido…
—Ahora sé que nunca volvería a apoyar al Frente Nacional, aunque siga votando a la derecha —apunta—. Además, odio con toda mi alma a los comunistas y a los antifascistas. No son más que parásitos. Fuman, beben y no trabajan.
Romain no ha ido al gimnasio porque espera una llamada de su novia, a la que conoció en la Escuela de Gendarmería; él se decantó por la policía mientras que ella se quedó con los militares. Parece estar locamente enamorado.
—Nuestra relación es complicada. ¡Anda! Me está llamando, si me disculpas… —dice y sale de la habitación para hablar.
Capítulo 6
Una silueta negra me amenaza a cinco metros de distancia. Aprieto el gatillo por primera vez en mi vida. El cartucho sale despedido del arma y, a pesar de los auriculares antirruido que me cubren las orejas, el sonido de la detonación me toma desprevenido. Me sobresalto, retrocedo un metro y mi nueve milímetros deja caer un casquillo de metal que se detiene a unos centímetros de mí. Me muero de calor. Mi primera bala ha ido a parar al techo del recinto de tiro.
Los auriculares me aíslan de los ruidos de mi alrededor. Las palabras de la jefa Milat me llegan como si estuviera dentro de una pecera. La instructora de pelo rubio grita para hacerse oír.
—Mi especialidad es el jiu-jitsu brasileño —había avisado antes de comenzar esta primera sesión.
También será ella quien nos instruya en deportes de combate.
—Tienes que mantener los codos bloqueados. Y también debes estar bien anclado al suelo.
Me concentro. Sujeto el arma firmemente con ambas manos. Coloco el dedo índice de la mano izquierda junto al gatillo. Tenso los brazos, fijo la mirada en el objetivo y adopto la misma postura que los otros tres ADS que hay junto a mí.
La jefa Milat nos da la señal. Disparamos. Mi segunda bala roza la hoja que cuelga de dos ganchos. He vuelto a fallar. Coloco el arma en su funda de plástico rígido, como la jefa Milat nos ha enseñado que hay que hacer después de cada tiro. El objetivo es aprender a desenfundarla lo más rápido posible.
El recinto de tiro parece una pista de atletismo: está dividido en calles numeradas con pintura blanca, aunque, en este caso, el vinilo azul hace las veces de tartán. Las armas con las que practicamos son unas Sig Sauer SP 2022. En 2003, Nicolas Sarkozy, por aquel entonces ministro de Interior, decidió equipar a la policía, a la gendarmería, a los agentes de aduanas y a los funcionarios de prisiones con una misma pistola. La marca germanosuiza Sig Sauer ganó la licitación; esta arma automática destronó a las antiguas Manurhin, con su aspecto de revólver del Lejano Oeste.
Los novecientos gramos de la Sig Sauer hacen que el cinturón resulte realmente pesado. Me siento torpe con esta cosa colgando. En este preciso momento, pienso en lo fácil que resulta entrar en el cuerpo de policía. ¿Qué pasa si un día alguien se infiltra para cometer un atentado, por ejemplo? Un ficha S,9 un anarquista o un loco podrían ponerse a matar policías. ¿Para ellos sería tan fácil acceder a la institución como lo ha sido para mí?
Estamos en pleno estado de emergencia, y yo, titular del carnet de periodista n.º 119895, estoy aquí, en un recinto de tiro, rodeado de futuros policías sin ni siquiera haber mentido sobre mi identidad. En mi lugar, una persona con malas intenciones podría ponerse a pegar tiros a diestro y siniestro.
Disparo de nuevo. La tercera bala acierta en la diana. Justo en la barriga del hombrecillo de papel. Disparo un total de unos veinte cartuchos, de los cuales solamente ocho aciertan en el objetivo. Fin del ejercicio.
—Venga, recoged los casquillos y cambiad de objetivo —nos ordena la jefa Milat.