La guerra de los mundos. H. G. Wells

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La guerra de los mundos - H. G. Wells Clásicos

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en mis investigaciones abstractas.

      En la tarde había cambiado mucho el aspecto del campo comunal. Las primeras ediciones de los diarios vespertinos habían sorprendido a Londres con enormes titulares, como el que sigue:

      “Se recibe un mensaje de Marte”

      Extraordinaria noticia de Woking.

      Además, el telegrama enviado por Ogilvy a la Sociedad Astronómica había despertado la atención de todos los observatorios del reino.

      Había más de media docena de coches de la estación de Woking parados en el camino cerca de los arenales, un sulky procedente de Chobham y un carruaje de aspecto majestuoso. Además, vi un gran número de bicicletas. Y a pesar del calor reinante, gran cantidad de personas debía haberse trasladado a pie desde Woking y Chettsey, de modo que encontré allí una multitud considerable.

      Hacía mucho calor, no se veía una sola nube en el cielo, no soplaba la más leve brisa y la única sombra proyectada en el suelo era la de los escasos pinos. Se había extinguido el fuego en los brezos, pero el terreno llano que se extendía hacia Ottershaw estaba ennegrecido en todo lo que alcanzaba a divisar la vista, y del mismo se elevaba todavía el humo en pequeñas volutas.

      Un comerciante emprendedor había enviado a su hijo con una carretilla llena de manzanas y botellas de gaseosas.

      Acercándome al borde del pozo, lo vi ocupado por un grupo constituido por media docena de hombres. Estaban allí Henderson, Ogilvy y un individuo alto y rubio que —según supe después— era Stent, astrónomo del Observatorio Real, con varios obreros que blandían palas y picos. Stent daba órdenes con voz clara y aguda. Se hallaba de pie sobre el cilindro, el cual parecía estar ya mucho más frío; su rostro se mostraba enrojecido y lleno de transpiración, y algo parecía irritarle.

      Una gran parte del cilindro estaba ya al descubierto, aunque su extremo inferior se encontraba todavía sepultado. Tan pronto como me vio Ogilvy entre los curiosos, me invitó a bajar y me preguntó si tendría inconveniente en ir a ver a lord Hilton, el señor del castillo.

      Agregó que la multitud, y en especial los muchachos, dificultaban los trabajos de excavación. Deseaban colocar una barandilla para que la gente se mantuviera a distancia. Me dijo que de cuando en cuando se oía un ruido procedente del interior del casco, pero que los obreros no habían podido destornillar la tapa, ya que esta no presentaba protuberancia ni asidero alguno. Las paredes del cilindro parecían ser extraordinariamente gruesas y era posible que los leves sonidos que oían fueran en realidad gritos y golpes muy fuertes procedentes del interior.

      Me alegré de hacerle el favor que me pedía, ganando así el derecho de ser uno de los espectadores privilegiados que serían admitidos dentro del recinto proyectado. No hallé a lord Hilton en su casa; pero me informaron que lo esperaban en el tren que llegaría de Londres a las seis. Como aún eran las cinco y cuarto me fui a casa a tomar el té y eché luego a andar hacia la estación para recibirlo.

      Se abre el cilindro

      Se ponía ya el sol cuando volví al campo comunal. Varios grupos diseminados llegaban apresuradamente desde Woking, y una o dos personas regresaban a sus hogares. La multitud que rodeaba el pozo se había acrecentado y se recortaba contra el cielo amarillento. Eran quizá unas doscientas personas. Oí voces y me pareció notar movimientos como de lucha alrededor de la excavación. Esto hizo que imaginara cosas raras.

      Al acercarme más oí la voz de Stent:

      —¡Atrás! ¡Atrás!

      Un muchacho se adelantó corriendo hacia mí.

      —Se está moviendo —me dijo al pasar—. Se desenrosca. No me gusta y me voy a casa.

      Seguí avanzando hacia la multitud. Tuve la impresión de que había doscientas o trescientas personas dándose codazos y empujándose unas a otras, y entre ellas no eran las mujeres las menos activas.

      —¡Se ha caído al pozo! —gritó alguien.

      —¡Atrás! —exclamaron varios.

      La muchedumbre se apartó un tanto y aproveché la oportunidad para abrirme paso a codazos. Todos parecían muy excitados y oí un zumbido procedente del pozo.

      —¡Oiga! —exclamó Ogilvy en ese momento—. Ayúdenos a mantener a raya a estos idiotas. Todavía no sabemos lo que hay dentro de este condenado casco.

      Vi a un joven dependiente de una tienda de Woking que se hallaba parado sobre el cilindro y trataba de salir del pozo. El gentío le había hecho caer con sus empujones.

      Desde el interior del casco estaban desenroscando la tapa y ya se veían unos cincuenta centímetros de la reluciente rosca. Alguien se tropezó conmigo y estuve a punto de caer sobre la tapa. Me volví, y al hacerlo debió haberse terminado de efectuar la abertura y la tapa cayó a tierra con un sonoro golpe. Di un codazo a la persona que estaba detrás de mí y volví de nuevo la cabeza hacia el objeto. Por un momento me pareció que la cavidad circular era completamente negra. Tenía entonces el sol frente a los ojos.

      Creo que todos esperaban ver salir a un hombre, quizá algo diferente de los terrestres, pero, en esencia, un ser como los humanos. Estoy seguro de que tal fue mi idea, pero mientras miraba vi algo que se movía entre las sombras. Era de color gris y se movía sinuosamente, y después percibí dos discos luminosos parecidos a ojos. Un momento más tarde se proyectó en el aire y hacia mí algo que se asemejaba a una serpiente gris no más gruesa que un bastón. A ese primer tentáculo siguió inmediatamente otro.

      Me estremecí súbitamente. Una de las mujeres que estaban más atrás lanzó un grito agudo. Me volví a medias, sin apartar los ojos del cilindro, del cual se proyectaban otros tentáculos más, y comencé a empujar a la gente para alejarme del borde del pozo. Vi que el terror reemplazaba al asombro en los rostros de los que me rodeaban. Oí exclamaciones inarticuladas procedentes de todas las gargantas y hubo un movimiento general hacia atrás. El dependiente seguía esforzándose por salir del agujero. Me encontré solo y noté que la gente del lado opuesto del pozo echaba a correr. Entre ellos iba Stent. Miré de nuevo hacia el cilindro y me dominó un temor incontrolable, que me obligó a quedarme inmóvil y con los ojos fijos en el proyectil que llegara de Marte.

      Un bulto redondeado, grisáceo y del tamaño aproximado al de un oso se levantaba con lentitud y gran dificultad saliendo del cilindro.

      Al salir y ser iluminado por la luz relució como el cuero mojado. Dos grandes ojos oscuros me miraban con tremenda fijeza. Era redondo y podría decirse que tenía cara. Había una boca bajo los ojos: la abertura temblaba, abriéndose y cerrándose convulsivamente mientras babeaba. El cuerpo palpitaba de manera violenta. Un delgado apéndice tentacular se aferró al borde del cilindro; otro se agitó en el aire.

      Los que nunca han visto un marciano vivo no pueden imaginar lo horroroso de su aspecto. La extraña boca en forma de uva, con su labio superior en punta; la ausencia de frente; la carencia de barbilla debajo del labio inferior, parecido a una cuña; el incesante palpitar de esa boca; los tentáculos, que le dan el aspecto de una gorgona; el laborioso funcionamiento de sus pulmones en nuestra atmósfera; la evidente pesadez de sus movimientos, debido a la mayor fuerza de gravedad de nuestro planeta, y en especial la extraordinaria intensidad con que miran sus ojos inmensos... Todo ello produce un efecto muy parecido al de la náusea.

      Hay algo profundamente desagradable en su piel olivácea, y algo terrible en la torpe lentitud de sus tediosos movimientos. Aun en aquel

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