La guerra de los mundos. H. G. Wells

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La guerra de los mundos - H. G. Wells Clásicos

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en el lugar en que el camino de la estación de Woking llega al campo comunal. Luego cesó el zumbido, y el objeto negro, parecido a una cúpula, se hundió dentro del pozo perdiéndose de vista.

      Todo esto había ocurrido con tal rapidez, que estuve allí inmóvil y atontado por los relámpagos de luz sin saber qué hacer. De haber descrito el rayo un círculo completo es seguro que me hubiera alcanzado por sorpresa. Pero pasó sin tocarme y dejó los terrenos de mi alrededor ennegrecidos y casi irreconocibles.

      El campo parecía ahora completamente negro, excepto donde sus caminos se destacaban como franjas grises bajo la luz débil reflejada desde el cielo por los últimos resplandores del sol. En lo alto comenzaban a brillar las estrellas y hacia el oeste se veían aún los destellos del día moribundo.

      Las copas de los pinos y los techos de Horsell se destacaron claramente contra esos últimos resplandores en occidente. Los marcianos y sus aparatos eran ya completamente invisibles, excepción hecha del delgado mástil, en cuyo extremo continuaba girando el espejo.

      Aquí y allá se veían setos y árboles que humeaban todavía, y desde las casas de Woking se elevaban grandes llamaradas hacia lo alto del cielo.

      Con excepción de esto y el tremendo asombro que me embargaba, nada había cambiado. El grupito de puntos negros con su bandera blanca había sido exterminado sin que se turbara mucho la paz del anochecer.

      Hasta entonces no comprendí que me encontraba allí indefenso y solo. Súbitamente, como algo que me cayera de encima, me asaltó el miedo.

      Con un gran esfuerzo me volví y comencé a correr a tropezones por entre los brezos.

      El miedo que me dominaba no era un miedo racional, sino un terror pánico, no sólo a causa de los marcianos, sino también debido a la tranquilidad y el silencio que me rodeaban. Tal fue su efecto, que corrí llorando como un niño. Cuando hube emprendido la carrera ni una sola vez me atreví a volver la cabeza.

      Recuerdo que tuve la impresión de que estaban jugando conmigo y que en pocos minutos, cuando estuviera a punto de salvarme, esa muerte misteriosa, tan rápida como el paso de la luz, saltaría tras de mí para matarme.

      El rayo calórico en el camino de Chobham

      Todavía no se ha podido aclarar cómo lograban los marcianos matar hombres con tanta rapidez y tal silencio. Muchos opinan que en cierto modo pueden generar un calor intensísimo en una cámara completamente aislada. Este calor intenso lo proyectan en un rayo paralelo por medio de un espejo parabólico de composición desconocida, tal como funcionaba el espejo parabólico de los faros.

      Pero nadie ha podido comprobar estos detalles. Sea como fuere, es seguro que lo esencial en el aparato es el rayo calórico. Calor y luz invisible. Todo lo que sea combustible se convierte en llamas al ser tocado por el rayo: el plomo corre como agua, el hierro se ablanda, el vidrio se rompe y se funde, y cuando toca el agua, esta estalla en una nube de vapor.

      Aquella noche unas cuarenta personas quedaron tendidas alrededor del pozo, quemadas y desfiguradas por completo, y durante las horas de la oscuridad el campo comunal que se extiende entre Horsell y Maybury quedó desierto e iluminado por las llamas.

      Es probable que la noticia de la hecatombe llegara a Chobham, Woking y Ottershaw, más o menos, al mismo tiempo. En Woking se habían cerrado ya los negocios cuando ocurrió la tragedia, y un número de empleados, atraídos por los relatos que oyeran, cruzaban el puente de Horsell y marchaban por el camino flanqueado de setos que va hacia el campo comunal. Ya podrá imaginar el lector a los más jóvenes, acicalados después de su trabajo y aprovechando la novedad como excusa para pasear juntos y flirtear durante el paseo.

      Naturalmente, hasta ese momento eran pocas las personas que sabían que el cilindro se había abierto, aunque el pobre Henderson había enviado un mensajero al correo con un telegrama especial para un diario vespertino.

      Cuando estas personas salieron de a dos y de a tres al campo abierto, vieron varios grupitos que hablaban con vehemencia y miraban al espejo giratorio que sobresalía del pozo. Sin duda alguna, los recién llegados se contagiaron de la excitación reinante.

      Alrededor de las ocho y media, cuando fue destruida la delegación, debe haber habido una muchedumbre de unas trescientas personas o más en el lugar, aparte de los que salieron del camino para acercarse más a los marcianos. También había tres agentes de policía, uno de ellos a caballo, que, en obediencia a las órdenes de Stent, hacían todo lo posible por alejar a la gente e impedirles que se aproximaran al cilindro. Algunos de los menos sensatos protestaron a voz en grito y se burlaron de los representantes de la ley.

      Stent y Ogilvy, que temían la posibilidad de un desorden, habían telegrafiado al cuartel para pedir una compañía de soldados que protegiera a los marcianos de cualquier acto de violencia por parte de la multitud. Después regresaron para guiar al grupo que se adelantó para parlamentar con los visitantes.

      La descripción de su muerte, tal como la presenció la multitud, concuerda con mis propias impresiones: las tres nubéculas de humo verde, el zumbido penetrante y las llamaradas.

      Ese grupo de personas escapó de la muerte por puro milagro. Sólo les salvó el hecho de que una loma arenosa interceptó la parte inferior del rayo calórico. De haber estado algo más alto el espejo parabólico, ninguno de ellos hubiera vivido para contar lo que pasó.

      Vieron los destellos y los hombres que caían y luego les pareció que una mano invisible encendía los matorrales mientras se dirigía hacia ellos. Luego, con un zumbido que ahogó al procedente del pozo, el rayo pasó por encima de sus cabezas, encendiendo las copas de las hayas que flanquean el camino, quebrando los ladrillos, destrozando vidrios, incendiando marcos de ventanas y haciendo desmoronar una parte del altillo de una casa próxima a la esquina.

      Al ocurrir todo esto, el grupo, dominado por el pánico, parece haber vacilado unos momentos.

      Chispas y ramillas ardientes comenzaron a caer al camino. Sombreros y vestidos se incendiaron. Luego oyeron los gritos del campo comunal.

      Resonaban alaridos y gritos, y de pronto llegó hasta ellos el policía montado, que se tomaba la cabeza con ambas manos y aullaba como un endemoniado.

      —¡Ya viene!—chilló una mujer.

      Acto seguido se volvieron todos y empezaron a empujarse unos a otros desesperados por escapar hacia Woking. Deben haber huido tan ciegamente como un rebaño de ovejas. Donde el camino se angosta y pasa por entre dos barrancos de cierta altura se apiñó la multitud y se libró una lucha desesperada. No todos escaparon; dos mujeres y un niño fueron aplastados y pisoteados, quedando allí abandonados para morir en medio del terror y la oscuridad.

      Cómo llegué a casa

      Por mi parte, no recuerdo nada de mi huida, excepto las sacudidas que me llevé al chocar contra los árboles y tropezar entre los brezos. A mi alrededor parecían cernirse los terrores traídos por los marcianos. Aquella cruel ola de calor parecía andar de un lado para otro, volando sobre mi cabeza, para descender de pronto y quitarme la vida. Llegué al camino entre la encrucijada y Horsell y corrí por allí en loca carrera.

      Al fin no pude seguir adelante, estaba agotado por la violencia de mis emociones y por mi fuga, y fui a caer a un costado del camino, muy cerca donde el puente cruza el canal a escasa distancia de los gasómetros. Caí y allí me quedé.

      Debo haber estado en ese sitio durante largo rato.

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