La guerra de los mundos. H. G. Wells

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La guerra de los mundos - H. G. Wells Clásicos

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—dijo él—. Así que esta vez tendremos que pelear con peces.

      —No es un crimen matar bestias así —manifestó el que hablara primero.

      —¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos? —preguntó otro—. No se sabe lo que son capaces de hacer.

      —¿Y dónde están las balas? No hay tiempo. Creo que deberíamos atacarlos ahora sin perder ni un minuto.

      Así continuaron discutiendo. Al cabo de un rato me alejé de ellos y fui a la estación para buscar tantos diarios matutinos como hubiera.

      Mas no fatigaré al lector con una descripción de aquella mañana tan larga y de la tarde, más larga aún. No logré ver el campo comunal, pues incluso las torres de las iglesias de Horsell y Chobham estaban ocupadas por las autoridades militares. Los soldados con quienes hablé no sabían nada: los oficiales estaban muy ocupados y no quisieron darme informes. La gente del pueblo se sentía nuevamente segura ante la presencia del ejército, y por primera vez me enteré de que el hijo del cigarrero Marshall era uno de los muertos en el campo. Los soldados habían obligado a los que vivían en las afueras de Horsell a cerrar sus casas y salir de ellas.

      Volví a casa alrededor de las dos. Estaba muy cansado, pues, como ya he dicho, el día era muy caluroso y pesado, y por la tarde me refresqué con un baño frío.

      Alrededor de las cuatro y media fui a la estación para adquirir un diario vespertino, pues los de la mañana habían publicado una descripción muy poco detallada de la muerte de Stent, Henderson, Ogilvy y los otros. Pero no encontré en ellos nada que no supiera.

      Los marcianos no se mostraron para nada. Parecían muy ocupados en su pozo y se oía el resonar de los martillazos, mientras que las columnas de humo eran constantes.

      Aparentemente, estaban preparándose para una lucha.

      “Se han hecho nuevas tentativas de comunicarse con ellos, mas no se obtuvo el menor éxito”, era la fórmula empleada por los diarios.

      Un zapador me dijo que las señales las hacía un soldado ubicado en una zanja con una bandera atada a una vara muy larga. Los marcianos le prestaron tanta atención como la que prestaríamos nosotros a los mugidos de una vaca.

      Debo confesar que la vista de todo este armamento y de los preparativos me excitó en extremo. Me torné beligerante y en mi indignación derroté a los invasores de diversas maneras. Volvieron a mí parte de los sueños de batalla y heroísmo que tuviera durante mi niñez. En esos momentos me pareció una batalla desigual. Los marcianos daban la impresión de encontrarse totalmente indefensos en su pozo.

      Alrededor de las tres comenzaron a oírse las detonaciones de un cañón que estaba en Chertsey o Addlestone. Me enteré de que estaban cañoneando el bosque de pinos donde había caído el segundo cilindro, pues deseaban destruirlo antes que se abriera. Mas eran ya las cinco cuando llegó a Chobham el cañón que habría de usarse contra el primer grupo de marcianos.

      A eso de las seis, cuando estaba tomando el té con mi esposa en la glorieta y hablaba con entusiasmo acerca de la batalla que se libraba a nuestro alrededor, oí una detonación ahogada procedente del campo comunal. A esto siguió una descarga cerrada. Luego se oyó un estruendo violentísimo muy cerca de nosotros y tembló la tierra a nuestros pies. Vi entonces que las copas de los árboles que rodeaban el colegio “Oriental” estallaban en llamas rojas, mientras que el campanario de la iglesia se desmoronaba hecho una ruina.

      La parte superior de la torre había desaparecido y los techos del colegio daban la impresión de haber sido víctimas de una bomba de cien toneladas. Se resquebrajó una de nuestras chimeneas como si le hubieran dado un cañonazo, y un trozo de la misma cayó abajo arruinando un macizo de flores que había junto a la ventana de mi estudio.

      Mi esposa y yo nos quedamos anonadados. Después me hice cargo de que la cumbre de Maybury Hill debía estar al alcance del rayo calórico ahora que no estaba el edificio del colegio en su camino.

      Al comprender esto tomé a mi esposa del brazo y sin la menor ceremonia la llevé al camino. Después llamé a la criada, diciéndole que yo mismo iría arriba a buscar el cofre que tanto pedía.

      —No podemos quedarnos aquí —exclamé, y en ese mismo momento se reanudaron los disparos en el campo comunal.

      —¿Pero dónde podemos ir? —preguntó mi esposa llena de terror.

      Por un instante estuve perplejo. Luego recordé a nuestros primos de Leatherhead.

      —¡Leatherhead! —grité por sobre el tronar lejano del cañón.

      Ella miró hacia la parte inferior de la cuesta. La gente salía de sus casas para ver qué pasaba.

      —¿Y cómo vamos a llegar a Leatherhead? —preguntó.

      Colina abajo vi a un grupo de húsares que pasaba por debajo del puente ferroviario. Tres galoparon por los portales abiertos del colegio “Oriente”; otros dos desmontaron para correr de casa en casa.

      El sol que brillaba a través de las columnas de humo que se alzaban sobre los árboles parecía de color rojo sangre e iluminaba todo con una luz extraña.

      —Quédate aquí —dije a mi esposa—. Por ahora estarás a salvo.

      Partí enseguida hacia el “Perro Manchado”, pues sabía que el posadero tenía un coche y un caballo. Eché a correr al darme cuenta de que en un momento comenzarían a trasladarse todos los que se hallaran en ese lado de la colina.

      Hallé al hombre en su granero y vi que no se había hecho cargo de lo que pasaba detrás de su casa. Con él estaba otro hombre, que me daba la espalda.

      —Tendrá que darme una libra —decía el posadero—. Y yo no tengo a nadie que lo lleve.

      —Yo le daré dos —dije por encima del hombro del desconocido.

      —¿A cambio de qué?

      —Y lo traeré de vuelta para medianoche —agregué.

      —¡Caramba! —exclamó el posadero—. ¿Qué apuro tiene? Estoy vendiendo mi cerdo. ¿Dos libras y me lo trae de vuelta? ¿Qué pasa aquí?

      Le expliqué apresuradamente que debía irme de mi casa y así obtuve el vehículo en alquiler. En ese momento no me pareció tan importante que el posadero se fuera de la suya. Me aseguré de que me diera el coche sin más demora, y dejándolo a cargo de mi esposa y de la criada, corrí al interior de la casa para empacar algunos objetos de valor que teníamos.

      Las hayas de la zona comenzaron a arder mientras me ocupaba yo de esto y las cercanas del camino quedaron iluminadas por una luz rojiza. Uno de los húsares llegó entonces a la casa para advertirnos que nos fuéramos. Estaba por seguir su camino cuando salí yo con mis tesoros envueltos en un mantel.

      —¿Qué novedades hay? —le grité.

      Se volvió entonces para contestarme algo respecto a que “salen de una cosa que parece la tapa de una fuente”, y continuó su camino hacia la puerta de la casa situada en la cima. Una nube de humo negro que cruzó el camino lo ocultó por un instante. Yo corrí hasta la puerta de mi vecino y llamé para convencerme de lo que ya sabía. Él y su esposa habían partido para Londres, cerrando la casa hasta su vuelta.

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